Escribe Gustavo Provitina
Uno tiene que mantenerse borracho de escritura para que la realidad no lo destruya. La frase es de Ray Bradbury.
Los artistas, es fama, descubren y expresan la sustancia inmutable y oculta de la especie humana. Osip Maldestam, por citar un caso, auscultaba los trazos de los guijarros del Mar Negro y creía ver en las piedras el “diario del tiempo”.
La figura del artista como médium, ángulo de observación cultivado entre otros por Héctor Álvarez Murena, nos invita a pensar en ciertas obras como caleidoscopios reveladores de aquello que desafía lo evidente.
El arte, función gracias a la cual el Otro Mundo es traído a este mundo, desempeña analógicamente para el hombre individual el mismo papel que el Hombre cósmico cumple en cuanto al Cielo y la Tierra [2].
Habitamos ese Otro Mundo, intuido por la perspicacia del poeta, cuando abandonamos las riendas de la razón para dejar que la mano de la imaginación conduzca nuestra conciencia demasiado humana.
Horacio Ferrer aquí y Ray Bradbury allá creaban guiados por una convicción humanista que cifraba en el arte y la imaginación, vigorosas claves de lectura de la realidad. A diez años de la partida de Ferrer, es buena ocasión para traer algo de su obra y resaltar ese mágico vínculo con Bradbury, a quien nuestro poeta menciona en Preludio para un canillita con música de Astor Piazzolla, en la ecléctica compañía de Sábato, Quijote y San Francisco.
Bradbury alguna vez le envió una carta a Horacio Ferrer por intermedio del fotógrafo Aldo Sessa, un objeto que el poeta atesoraba como si fuera una muestra del suelo lunar. Prometemos volver sobre esta anécdota.
La bicicleta blanca
Horacus, como lo llamaba su amigo Astor Piazzolla, vio entre cientos de ciclistas que cruzan la ciudad todos los días, una prosopopeya de Cristo en un ciclista nocturno que jadeando a lo pichicho trepaba las barrancas, y uno acicatea el nervio lírico del poeta. En una esquina de San Telmo, los contornos de la escena, sus difuminadas aristas, dejan ver en el centro un aguafuerte de la bohemia porteña de aquellos tiempos. Un encuentro entre amigos que se saben inquilinos auspiciosos del misterio. Entre recuerdos y comentarios anecdóticos, los amigos pasaban las noches hasta que la madrugada clausuraba la tertulia…
La secuencia seguía un orden previsible que comenzaba con la espera, a la salida de El Viejo Almacén, del taxi que llevaba a Ferrer y su amigo Ciriaco Ortiz a El Tropezón, santuario del puchero de gallina que Ferrer idolatraba. El centro de la escena lo ocupa Horacio Ferrer. Caminaban unas pocas cuadras, hasta la esquina de Independencia y Defensa, corazón de San Telmo, cantón porteño donde persistían atentos en procura del coche de ocasión.
Una de esas noches desapacibles de invierno, repararon en la singular presencia de un ciclista, abrigado con una boina calzada hasta las orejas, una bufanda gruesa y, en las botamangas, broches para prescindir del frío. No era la primera vez que lo veían. Ciriaco Ortiz aprovechaba esos encuentros para desplegar su impiadoso humor cordobés. Ferrer veía una estampa grotesca en aquel ciclista solitario, flaco y tal vez absorto, que pedaleaba para ahuyentar la helada. Cuando una imagen prosaica echa raíces en la memoria de un poeta es porque está buscando el camino de la palabra para revelar su elocuencia potencial.
Una resonancia biográfica conmovía a Ferrer cuando evocaba la figura del anónimo ciclista. El hombre de la bicicleta blanca le recordaba su afición juvenil por el ciclismo y las numerosas chivas que había tenido en Montevideo, de donde era oriundo. Chivas les decían a las bicicletas en Uruguay, atendiendo a la analogía entre el manubrio y los cuernos de las cabras.
Llevaba de manubrio los cuernos de una cabra escribió Horacio y completó la acuarela con una vitualla bíblica: atrás en un carrito cargaba un pez y un pan.
Al igual que Chiquilín de Bachín, Balada para un loco y La última grela —obras todas que retratan la situación marginal de personajes vulnerables y vulnerados: un niño de la calle, un demente enamorado y una meretriz afantasmada—, La bicicleta blanca comienza con un recitado.
Los versos introductorios –brotados de la inspiración teatral de Ferrer- establecen una complicidad con el oyente que empieza por describir una experiencia compartida:
Lo viste. Seguro que vos también, alguna vez lo viste…Lo que sigue es la descripción de este ciclista noctámbulo y andariego, puro enigma cotidiano que nadie sabe de dónde cuernos viene; jamás se le conoce a dónde diablos va.
Esta vez, a diferencia de Balada para un loco, escrito en primera persona, el poeta asume la distancia del observador fascinado por una energía piadosa, encarnada en un ciclista con vocación de ángel:
si lo vieras pasar, miralo con mucho amor. Puede que sea, otra vez…
Los puntos suspensivos que suceden a la solícita advertencia indican una atávica periodicidad en las apariciones de esta especie de ciclista cósmico. En su ecuménica flacura converge la estampa cristiana del mártir y del pobre. No sabemos si con deleite o resignación, silba una polca inspirada y pegadiza como un canto de tribuna. Silba, atiéndase al detalle, produce música con su cuerpo, transmite un canto de energía mística a través del aire vital que ventila sus pulmones. Esa polca que silba, para quien se detiene a escucharla, impregna los tejidos de la memoria como los dibujos del hombre ilustrado de Ray Bradbury.
Un vals cerraba la Balada para un loco; en La bicicleta blanca Astor Piazzolla probó con intercalar una polka para dar cuenta de la heterogeneidad rítmica de su búsqueda.
Dale Dios
El disco La bicicleta blanca fue editado por la compañía Columbia en 1971. El trío Piazzolla-Baltar-Ferrer consolidaba su impronta creadora.
La canción no se libró de la censura imperante por aquellos tiempos de dictaduras, autoritarismo y listas negras. La esposa de un almirante se quejó porque en La bicicleta blanca se había cometido la ‘herejía’ de tutear a Dios, cómo si los feligreses no tutearan a Dios en cada rezo.
“¡Dale Dios!/ ¡Dale Dios! /Meté flaquito corazón/ Vos sabés que ganar/no está en llegar sino en seguir”
Ése es el mantra del ciclista que es hijo pero no autómata de Dios. Y ese grito bien podría haber salido de la boca del Cristo de Pasolini que era, también, el Jesús de Marcos. Volviendo al mantra, no será tachado de nihilista en los tiempos que corren, quien murmure la ausencia de un lugar donde llegar. Resuena en algún fanal de la memoria el imperativo categórico del enorme poeta salteño Juan Carlos Dávalos: “no viajo por llegar, viajo por ir”… El grito del ciclista baja a Dios al llano, al vértigo empedrado de una calle de San Telmo.
Un segundo recitado, en mitad de la canción, describe los prodigios que origina la horrible bicicleta con acoplado del singular ciclista para asombro de los ciudadanos. Se trata de proezas morales:
¡Increíble! los pungas devolvían las billeteras en los colectivos /los poderosos terminaban con el hambre,/ los Ovnis nos revelaban el misterio de la paz,/ el intendente en persona rellenaba los pozos de la calle./ Y hasta yo, pibe, yo que soy las penas, lloré de alegría/ bailando bajo aquella luz, la polka del ciclista…
Ese puñado de prodigios urbanos revalida su vigencia porque los milagros hoy ya no pasan por el nervio de las desdichas individuales sino a través de la arteria mayor de las frustraciones populares.
Un cometa con pedales
El aire humanista de Bradbury, lejano sucesor de Mary Bradbury, fugitiva sobreviviente de los Juicios de Salem donde fue acusada de brujería pero logró escapar indemne de la condena a muerte, por arte de magia, brilla en el aliento del ciclista nocherniego observado por Ferrer. El ‘cometa con pedales’ como objeto salvador, imaginado por Horacio, habilita un cruce con un párrafo de un cuento de Bradbury perteneciente a Crónicas Marcianas.
El cuento se titula Un camino a través del aire. En el párrafo aludido, Silly, un esclavo negro de una plantación algodonera del sur de los Estados Unidos, usa la bicicleta de su amo en medio de una ola de rumores acerca de la huida de los afroamericanos cautivos en un cohete con destino a Marte (vehículo no muy diferente del subte de Horacio Ferrer que va de Plaza de Mayo a Saturno en Preludio para el 3001).
La cuestión es que el amo de Silly, exclama, perturbado, en aquel cuento de Bradbury: ¿Creen ustedes que ese negro tonto puede haberse ido a Marte pedaleando?[3] La salvación no está en este planeta. Esa frase es un mantra acuñado por sus oficiosos destructores encabezados por Elon Musk.
No trato de describir el futuro, trato de prevenirlo dijo el creador de El hombre ilustrado. Amparados en ese aforismo quizá podamos convenir en que, a menudo, para describir el futuro, es preciso prevenir el pasado.
La frase “todo pasa” acompaña el gesto resignado de los desencantados. “Todo pasa” podía leerse en el anillo del Rey Salomón. Todo pasa, es cierto, frase útil para plantar cara frente a los goces y las calamidades. Se la utiliza como conjuro para soportar la angustia. No obstante, eso horrible que pasó, nada impide que vuelva a pasar bajo otras circunstancias, con características diferentes pero sin ahorrar un ápice la capacidad de daño. Todo lo que pasa, tarde o temprano vuelve a pasar. El
Flaco de La bicicleta blanca sufrió un escarnio similar al del Cristo del madero (como lo llamaba Antonio Machado). La bicicleta fue impiadosamente destruida por una siniestra rabia propia de la malevolencia humana. Pocas cosas alteran más el pulso de la conciencia humana como la bondad sin cálculos. El Flaco grita mordiéndose la barba pero está escrito -¡será de Dios!- que no haya salvación posible.
Un nuevo recitado nos hace saber:
Mi viejo Flaco nuestro que andabas en la Tierra/ ¿Cómo te olvidaste que no somos ángeles, sino hombres y mujeres?
La marca de la imperfecta creación, dirán algunos, asoma en los destellos de crueldad y estupidez tan humanos como una falla registrada en el corazón o los pulmones.
Los seres humanos se oponen a los ángeles, es cierto, pero también hay ángeles caídos y otros, uno particularmente con la firma de Wim Wenders y Peter Handke, que renuncia a la eterna mansedumbre de la luz para experimentar el sórdido fangal de la existencia humana.
La carta
La historia de la carta que Ray Bradbury le enviara a Horacio Ferrer me ha sido relatada por el creador de la Academia Nacional del Tango en una entrevista que integra un libro de conversaciones que hicimos juntos:
El fotógrafo Aldo Sessa le mandó a Ray Bradbury unas fotos de colectivos. Bradbury quería saber cómo eran los colectivos porque los había visto en un libro y Aldo Sessa, que lo conocía, para complacerlo, le envío esas fotografías y le adjuntó la letra del tango que hice con Osvaldo Tarantino: “Se rechifló el colectivo”. Bradbury quedó extrañado por aquella invención mía y tuvo la delicadeza de enviarme una carta que conservo como un tesoro[4].
¿Qué sorprendió tanto al autor de El hombre ilustrado de aquella letra? Los siguientes versos, probablemente: Raros tangos que Alfonsina con Ray Bradbury bailaba/ sobre el capó entre un tumulto de camelias y galaxias. A nosotros que conocemos la obra de Ferrer no nos sorprenden esos cruces porque entre las novedades aportadas por Ferrer al cancionero rioplatense, una de las más evidentes es la apelación a la ciencia ficción y las imágenes astronómicas. Prueba de ello son, por citar unos pocos ejemplos: los astronautas de Balada para un loco; el subterráneo que une Plaza de Mayo y Saturno y el clavel de otro planeta en el ojal de Preludio para el 3001; la Canción de las Venusinas….
Volver
La bicicleta blanca culmina con un augurio en tono mayor: en un cometa con pedales/ dale que te dale/ yo sé que has de volver. Hay quienes cantan ese final con un gesto de esperanza, gesto negador del cíclico pedalear de la humanidad en la ciénaga helada del egoísmo, la violencia y la desmemoria. La desidia se escuda tras el velo raído de la esperanza para justificar la indiferencia, el temor, la mansedumbre.
Horacio Ferrer, como dijimos, eleva en los versos finales de La bicicleta blanca un canto de anunciación en tono mayor. El Flaco pacífico y ecuménicamente milagroso de la bicicleta portentosa, volverá pedaleando no sabemos desde qué remota dimensión. ¿Será el mismo Flaco? No hay nada que nos obligue a desconfiar del carácter inmutable de los santos. No nos inquieta la eterna permanencia de los espíritus virtuosos.
Por último. ¿Qué pulsación interna une los trazos candentes de esta constelación creadora entre un escritor norteamericano de ciencia ficción y un poeta rioplatense cultor de los misterios del tango?
Una primera respuesta no por obvia menos válida es el vínculo estrecho entre la creación escrita y la vocación de interpretar el mundo circundante con las antenas afiladas para captar lo que palpita entre líneas. No aludimos al vértigo por interrogar al futuro, sino a la virtud de auscultar el presente, su núcleo ajeno a la visión mediata. La segunda está vinculada a un recurso de la ciencia ficción que, en rigor, se aplica a todo el universo de la creación y que Umberto Eco designa como lo contrafactual. Las fórmulas contrafactuales son qué pasaría si…o qué hubiera pasado si…
El Flaco de La bicicleta blanca, por haber trascendido las defecciones humanas, no se formula esas preguntas… ¿Qué pasaría sí…? Esa tal vez sea la diferencia entre los ángeles y los hombres, aquí ya nadie se pregunta nada porque la humareda de las réplicas sofoca las preguntas.
[1] Bradbury, Ray, Zen en el arte de escribir, Barcelona, Minotauro, 1995.
[2] Murena, H. A , La metáfora y lo sagrado, Buenos Aires, El cuenco de plata, 2012.
[3] Bradbury, R. Crónicas marcianas, Barcelona, Minotauro, 1995. Trad. Francisco Abelenda
[4] Provitina, Gustavo. La palabra prendida (Conversaciones con Horacio Ferrer) Buenos Aires, JVE Ediciones, 2015.
Gustavo Provitina – Graduado en la Universidad Nacional de La Plata con el film El Sur de Homero, ensayo audiovisual centrado en el universo político y poético de Manzi. Provitina es guionista, director de cine y docente universitario en la UNLP y la Universidad Nacional de las Artes – UNA.
Ganador del Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes (2013) en la categoría ‘Ensayo’ por el libro El Cine-Ensayo. El Ministerio de Cultura de la Nación, en 2015, lo distinguió con una mención especial en el Concurso Federal de Relatos La Historia la ganan los que escriben. En 2017 estrenó La sombra en la ventana en el Cine Gaumont en el Festival de Cine Inusual de Buenos Aires. Publicó El matiz de la mirada (Curso de Cine Italiano); en julio de 2021 apareció su libro Nouvelle Vague, Bajo el signo de Lumière, y en marzo 2024 su último libro El cine italiano, (ed. La marca).
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