El avance de las ciencias y las tecnologías médicas, y una ramificación cuasi infinita de publicaciones y revistas ad-hoc, nos dicen que de un momento a otro seremos eternos, que la muerte es evitable. Pero la muerte está ahí, porque la muerte es un engranaje de la vida.
En el albor del siglo XXI un artículo publicado en el prestigioso New England Journal of Medicine titulado Death and the Research Imperative del médico norteamericano Daniel Callahan provocó unas reflexiones del Equipo Interdisciplinario de Oncología Cancer Team, en la República Argentina que hoy cobran una vigencia extraordinaria, porque diversos obstáculos tanto religiosos, como comerciales, inclusive moralistas e incluso “new age” dejaron ese tema aletargado por 15 años.
El papa Francisco ha movido el tablero de algunas verdades que la Iglesia tuvo por firmes durante décadas o siglos, llamando a reflexión. Las organizaciones humanitarias han ampliado los conceptos de derechos humanos. Es tiempo de reflexionar sobre la vida y la muerte, sobre la Eutanasia, y que cada sociedad procese el final de la vida que inevitablemente llegará para todos.
ERRADICAR LA MUERTE – 1
Dr. Pedro M. Politi
¿Qué pretende la medicina actual? ¿Erradicar la muerte, así como erradicó la viruela? ¿Es esto posible? ¿Es deseable? Con qué fuerza resuena la voz de San Pablo: «todo me es lícito, pero no todo me conviene»…
Erradicar la muerte es imposible. La muerte es parte de la vida. Lo que sí es posible, en cambio, es combatir (no digo erradicar) la mala vida, la vida de pobre calidad, sumida en sufrimiento, dolor y desesperación. (El filósofo danés Soren Kierkegaard escribía que la desesperación es la auténtica enfermedad mortal).
A partir del positivismo, crece la idea de reducir todos los problemas de la humanidad y del Universo «a sus componentes elementales», y atacarlos de a uno. Del mismo modo,¿por qué no ir empujando a la muerte cada vez más lejos, robándole a mordiscos tecnológicos una enfermedad letal tras otra? Hoy el SIDA, mañana el cáncer, pasado mañana las cardiovasculares… La expectativa es altísima. La muerte: una entidad en vías de extinción, gracias al denodado y brillante esfuerzo de nuestros científicos. ¡Qué visión!
Que no haya malas interpretaciones: todos queremos que las condiciones de vida de los humanos mejoren (y mucho, y pronto). Pero si vivimos pendientes de algo irrealizable, podemos perder de vista el horizonte de lo alcanzable (del cual somos, kantianamente, responsables).
¿Dónde comienza todo esto? Como docente, no vacilo: comienza en la Facultad de Medicina. Allí alentamos estos sueños en los estudiantes «con la leche templada, y en cada canción» (J. M. Serrat). Describimos entusiasmados los recursos esotéricos, las intervenciones más inusuales, lo menos probable. Nos aburre lo cotidiano, aquello de lo que muchos sufren en silencio. No nos engañemos: hay enfermedades con status, y otras, imbuidas de una insanable vulgaridad. Cuando apareció el SIDA, casi todo médico quería haber «visto un caso». Pasó la moda y la novedad. Ahora sabemos que se requiere trabajo duro. De vuelta a fojas cero. Pocos tienen interés en ayudar ahora a estos pacientes.
Los pacientes con accidentes vasculares cerebrales, y otros con enfermedades crónicas comunes, a menudo son considerados «poco interesantes» por algunos médicos. «Y… ¿qué quiere? No hay nada para hacer». Si no hay posibilidad de gloria, no hay atractivo.
¿Cómo se manifiesta esta tendencia en el área del cáncer? Muy evidentemente:
- Se enfatiza el progreso tecnológico, tanto diagnóstico como terapéutico.
- Se cantan loas a tratamientos en etapa embrionaria, como si pudiesen ser obtenidos en el quiosco de la esquina. ¿Recuerdan «la bomba contra el cáncer» que curaba ratoncitos? Llegó a la primera plana de los diarios hace unos años, generó expectativa, y languideció. Dice el proverbio: Sic transit gloria mundi (así pasa la gloria del mundo). Es lamentable que estemos pendientes de «la cura mágica del mes», despreciando las medidas concretas, simples y nada ‘glamorosas’ que podrían cambiar nuestra expectativa de vida. El problema es que esas medidas requieren un esfuerzo personal, o un cambio en el estilo de vida (alimentación, ejercicio, renunciar al tabaco y al exceso de alcohol, por ejemplo).
El progreso en Oncología ha sido espectacular en estos últimos años. Todos los días aparece una cura nueva. Tanto es así, que hoy en día ningún ratón puede temer morir de cáncer.
La contrapartida -por omisión- es igualmente dramática:
- Se publicita el lanzamiento de estudios clínicos para prevenir el cáncer de pulmón con antioxidantes y vitaminas, pero se guarda cauto silencio sobre los resultados de tales estudios (los supuestos protectores aumentaron la incidencia de cáncer y la mortalidad por cáncer de pulmón y enfermedad coronaria).
- No se insiste adecuadamente con campañas que fomenten hábitos de vida sana. Después de todo, así como la virtud es en buena parte, tener hábitos virtuosos, también la salud es, en parte, desarrollar y cumplir hábitos saludables. Debe ser aburrido hablar de no fumar, de no tomar sol en exceso, de no consumir exceso de alcohol ni de grasas. Así tenemos muchos tipos de cáncer que podrían ser caratulados como «enfermedades por elección personal» o «enfermedades de estilo de vida».
- No se reitera la necesidad de estudios simples y accesibles (por ej. Papanicolaou, mamografía). En cambio, se promocionan campañas de detección precoz de cáncer de próstata, sin que se haya demostrado que la detección precoz aumente la expectativa de vida. De hecho, hay muchos cánceres de próstata que «estaban predestinados» biológicamente a no desarrollarse y nunca hubieran puesto en peligro la vida. ¿Para qué operarse y quedar impotente o con pañales? La detección precoz debe ir acompañada de métodos para individualizar el pronóstico y el tratamiento. Deberíamos poder saber qué cáncer de próstata será indolente, y cuál será agresivo. Tenemos algunos elementos, pero no son suficientemente precisos y refinados.
Entonces lo que ocurre es un enfoque consumista respecto de la salud del tipo «¡Uy, mire lo que salió! Está disponible para Ud. Llame ahora, con su tarjeta de crédito en la mano, y cambie su vida» que se refleja en:
- Desprecio de la relación médico-paciente, basada en la confianza, la honestidad, y la perspectiva que sólo da el tiempo. Por el contrario, hoy cultivamos el «especialista al paso», que tiene una intervención de alta tecnología, costosa, abrupta, y que pase el que sigue. Los pacientes llegan al templo tecnológico sin un médico, y salen de él sin un médico. Son simples consumidores.
- Desprecio por medidas simples, probadas, costo-efectivas, que previenen enfermedades y salvan vidas, por ejemplo las mini-dosis de aspirina. El efecto “consumista” se plantea ¿Cómo puede ser importante un producto que sale uno o dos pesos la caja?).
- Desprecio por el tiempo empleado en escuchar al paciente, y en examinar al paciente. Con las consecuencias obvias: errores de diagnóstico evitables con unas pocas preguntas simples, baterías de tests costosos e inútiles, o intervenciones innecesarias, pero «ese lunar negro en la espalda nunca fue tomado en cuenta»… por años, hasta que fue tarde.
ERRADICAR LA MUERTE – 2
Dra. Susana B. Etchegoyen
¿Por qué di en agregar a la infinita
Serie un símbolo más?¿Por qué a la vana
Madeja que en lo eterno se devana,
Di otra causa, otro efecto y otra cuita?
En la hora de angustia y de luz vaga,
En su Golem los ojos detenía.
¿Quién nos dirá las cosas que sentía
Dios, al mirar a su rabino en Praga?
Jorge Luis Borges.-EL GOLEM- (fragmento)1
El desarrollo tecnológico y científico, particularmente vertiginoso desde la última mitad del siglo XX pretende haber arribado a una instancia en el conocimiento en la que el poder sobre la vida y la muerte se presenta como parte de lo cotidiano.
Los medios de comunicación multiplican las noticias triunfalistas: pronto elegiremos el sexo o el color de ojos que deseamos para nuestros hijos. No están lejanos los días en que sin importar sexo y edad podremos gestar. Casi todas las enfermedades podrán al menos ser controladas, y finalmente se erradicará la muerte, instancia cuyos ecos recordarán tan solo una antigua pesadilla del pasado.
¿Será quizás que la Ciencia, encerrada en su Olimpo» del saber abstracto, hace mucho tiempo que ha dejado de interrogarse sobre los porqué y para quién?
¿En qué lugar del camino cierto pensamiento científico prescindió del sustento ético que resignifica todo acto humano?
Como médicos, sabemos que la verdadera tragedia humana se encarna en el sufrimiento y el dolor, que hacen miserable la vida, al punto de restarle significado. Las virtudes del desarrollo tecnológico y científico merecen celebrarse siempre y cuando permitan brindar a los pacientes una mejor calidad de vida. No desdeño las conquistas cotidianas sobre la enfermedad y la muerte cuando no atentan contra la dignidad del sujeto. Pero la relación con mis pacientes me obliga a sostener una práctica anclada en concepciones éticas que no pueden ni deben estar ausentes.
La Inmortalidad aparece como un sueño compartido por toda la humanidad pero la demanda de nuestros pacientes, lleva siempre otra dirección… reclama atención, compañía, afecto, respeto y autonomía para recorrer el tiempo que le resta de vida.
Detrás del concepto de erradicar la muerte, ¿no se esconderá el de erradicar el dolor que nos produce enfrentarla?
¿Qué hacer cuando nos vemos atrapados entre la presión del medio, rico en recursos tecnológicos pero expulsivo frente a las cualidades que humanizan el acto médico, por un lado, y la demanda de un grupo familiar asintónico con el deseo del paciente?. Apoyándonos en el trabajo interdisciplinario previo, con el paciente y su grupo familiar podemos atravesar esta encrucijada de manera adecuada. El compromiso debe ser acompañar a nuestros pacientes en su demanda pero si los privamos de la posibilidad de transitar con dignidad sus últimos días y despedirse de cuanto aman en la vida, ¿no les estamos quitando la última oportunidad?
Cuando ingresamos a un paciente muriente a una sala de Cuidados Intensivos (frecuentemente como corolario de una serie de decisiones previas desafortunadas), apartándolo de todo lo que quiere y conoce, y sometiéndolo a un aislamiento que a veces lo priva hasta del habla, ¿no estaremos silenciando el dolor y la frustración que simplemente no podemos tolerar? Sostengo que solo el paciente puede decirnos cada vez, qué espera de la vida que aún le queda y cómo desea avanzar hasta el final del camino. Debemos cultivar la humildad y aceptar el límite donde «prolongar la Vida» se transforma en «eternizar la Muerte».
Si aprendemos a escuchar al paciente, seguramente evitaremos todo parecido con «nuestro» rabino de Praga.
ERRADICAR LA MUERTE – 3
Lic. Diana L. Braceras
El encuentro en una publicación científica con un artículo que problematiza la Ética (1) es una invitación a la reflexión.
El autor toma al toro por las astas y plantea rigurosamente por dónde pasa la diferencia fundamental del posicionamiento en la praxis médica:
- Pensar y actuar como si la muerte fuera una contingencia evitable.
- Reconocer la imposibilidad de erradicar la muerte.
El conflicto aparente se da entre la esperanza y la desesperación, ambas en realidad son posiciones de espera: una de pura paciencia, la otra arroja al sujeto a un estado de sustracción del futuro, resignación a la impotencia. ¿Nada se puede pensar ni hacer partiendo de la base de ser mortales?
Con la sabiduría de Tiresias, el vidente ciego de la Grecia Trágica, Borges vio la Ciudad de los Inmortales:
Esta ciudad es tan horrible que su mera existencia y perduración, aunque en el centro de un desierto, contamina el pasado y el porvenir y de algún modo compromete a los astros. Mientras perdure nadie en el mundo podrá ser valeroso o feliz*.
La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos conmueven por su condición de fantasmas, cada acto que ejecutan puede ser el último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro del sueño. Todo, entre los mortales tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso…**
La historia de los hombres se despliega entre la creencia y la caída sucesivas de la fantasía de inmortalidad, cierto registro de la finitud nos roza y nos apura a vivir: ¿para qué pensar, actuar, realizar, elegir, decidir, si la postergación de los actos puede ser infinita, ya que ningún límite los apremia?
No es meramente una lucha biológica la que tiene por objetivo erradicar la muerte, lo que se pretende es el control del tiempo y el azar, la contingencia y la oportunidad: el paraíso del obsesivo, el que cree que luego de controlarlo todo y anticipar los efectos sin correr ningún riesgo, va a tener tiempo para actuar con la certidumbre de obtener los resultados exhaustivamente planeados que necesita para que su mundo se mantenga estático y sin sobresaltos incalculables, muerto. En vez de intentar incluir la muerte en la vida, es la vida misma la que termina pareciéndose a la muerte: definitiva, permanente, plana, sin deseo ni perentoriedad. Siempre habría otra oportunidad para todo, nunca la última.
«Muerte pacífica»
Si tenemos en cuenta la propuesta de trocar el ideal de inmortalidad por el de una muerte pacífica o digna, sería muy digno de tomar en cuenta los parámetros con que miden su tormento los enfermos insanables en proceso de morir.
– Transitar sin asistencia confiable y afectos cercanos los últimos momentos: su soledad.
– Dejar a sus seres queridos desprotegidos y desconsolados: su desamparo.
– No haber dicho, hecho o reconocido algo que hubiera cambiado la suerte de otro, vivo o muerto: sus culpas.
– Haber perseverado en odios y descuidos hacia seres significativos: sus injusticias.
– No haber realizado a tiempo aquello que desearon y hubiera estado al alcance de su mano: sus renunciamientos.
El sufrimiento subjetivo, si no encuentra una vía por medio de la palabra y de los actos, afecta el organismo produciendo violentas descompensaciones físicas, dolor incontrolable, reacciones adversas a la medicación y cuadros catastróficos que ponen en jaque a la asistencia médica y a la sensibilidad de los allegados. No son las grandes inversiones en tecnología de punta lo que pacificaría el morir, sino un efectivo sostenimiento físico y subjetivo en los lazos terapéuticos y afectivos.
Las dimensiones del tiempo están en juego en la conclusión de una vida.
– En el pasado: la posibilidad de haber protagonizado una vida digna.
– En el presente: la continuidad de la asistencia y la seguridad de los vínculos.
– En el futuro: la trascendencia en las marcas fecundas de las huellas.
El amor, el trabajo y la creación son los báculos que alivian, apoyan y confortan haciendo soportable lo inevitable y realizable lo posible. Tres lazos que anudan la consistencia de toda praxis ceñida a la Ética.
«Guerra a la muerte»
En cada siglo la ebriedad de la soberbia humana delira con el descubrimiento del Río de la Inmortalidad. En nuestra cultura y en los umbrales del siglo veintiuno, las aguas de la genética mercantilizada por la tecnocracia vende la promesa de construir un Mapa completo que nos guíe hacia la Vida Eterna. Y es Borges también nos anticipa su destino:
.. En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad y el mapa del imperio, toda una Provincia. Con el tiempo, esos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos Adictas al Estudio de la Cartografía las Generaciones Siguientes entendieron que ese dilatado Mapa era Inútil y no sin Impiedad lo entregaron a las Inclemencias del Sol y de los Inviernos. En los desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas.
(En Viajes de varones prudentes)***.
Referencias
D. Callahan. Death and the research imperative. N. Engl. J. Med. 2000; 342: 654-655.
Jorge Luis Borges, «El inmortal» en El Aleph. Obras Completas, Emecé, Buenos Aires, 1974, pág.263
Jorge Luis Borges, «El inmortal» en El Aleph. Obras Completas, Emecé, Buenos Aires, 1974. Pág. 538.
** Ibid., p. 542.
*** J. L. Borges, «Del rigor en la ciencia» en El Hacedor, Obras Completas, Emecé, Buenos Aires, 1974, pág. 225.
Ofrecemos a los lectores el Artículo que motivó las Reflexiones de los Doctores Politi y Etchegoyen, y de la Licenciada en Psicología Braceras
Death and the Research Imperative
Daniel Callahan, Ph.D.
N Engl J Med 2000; 342:654-656 March 2, 2000 DOI: 10.1056/NEJM200003023420910
For several years, there has been an awareness of the often harmful power of the “technological imperative” in the care of dying patients — that is, the compulsive use of technology to maintain life when palliative care would be more appropriate. There is another imperative that now deserves more attention in assessing the care of dying patients: the research imperative. It stems from the view that medicine has an almost sacred duty to combat all the known causes of death. Underlying this view is the assumption, usually tacit, that death is the principal evil of human life.
At the heart of modern medicine is a conflict about the place and meaning of death in human life. It is a conflict that pits the underlying logic of the research imperative, which is to overcome death itself, against the newly emergent (although ancient) clinical imperative to accept death as a part of life in order to make dying as tolerable as possible. I use the word “logic” to stress what I see as the nature of the research imperative. Hardly anyone speaks openly of immortality as the aim, but that is beside the point; it is built into the research imperative.
Death was not considered the enemy of ancient medicine. It could not be helped. Only with the modern era, and the writings of Francis Bacon and René Descartes in the 16th and 17th centuries, did the medical struggle against death emerge.1 Before that time, the cultural and religious focus was on finding a meaning for death, on giving it a comprehensible place in human experience, and on making the passage from life to death as comfortable as possible.2 Post-Baconian medicine, ever escalating its goal by calling on science as the chosen savior, put aside that search. Death was declared the enemy. What is the battle against all known lethal diseases other than a kind of trench warfare against death itself? Perhaps this warfare is not inherently in conflict with the ancient search for the meaning of death, but it enormously complicates and diminishes it.
The Mixed Record of Reform
With this background, it is possible to understand why the various efforts over recent decades to improve the care of patients at the end of life have been only fitfully successful. These efforts have tried to promote a different outlook on death, one that is more acquiescent to its reality and inevitability. It has not been easy. The research imperative continues to pull in a different direction. During the early-to-mid-1970s, three major reforms of terminal care were initiated. The first was the introduction of advance directives, a strategy designed to give patients a choice about the kind of care they receive at the end of life. The second was the hospice movement, pioneered by Cicely Saunders in Great Britain and introduced at the Yale–New Haven Hospital in 1974, with the aim of providing better palliative care. The third was an improvement in the education of medical students and residents about care at the end of life. All three reforms continue to be pursued.
Of the three, the hospice movement has probably been the most successful. About 500,000 patients of the approximately 2.3 million who die each year in the United States receive hospice care. The advance-directive movement has never reached more than 15 to 20 percent of people. Even worse, as a number of studies have shown, patients with advance directives are by no means guaranteed the care they have indicated they want.3 Although medical training in the provision of care at the end of life has certainly improved, it is far from satisfactory. Death is still denied, evaded, and, in the case of many clinicians, fought to the end, regardless of the patient’s wishes.
An important element in the resistance to these efforts at reform has been ambivalence toward death: confusion on the part of both patients and physicians about how best to understand and situate death in human life, an unwillingness to accept the approach of death, and the persistent use of technological interventions in response to uncertainty about death. The new prominence of palliative care, which has been greatly improved, is a powerful antidote to this pattern, representing both a return to older traditions of care and a fresh, less troubled response to death. Though the desire to live is fundamental and it is never easy to accept death, a full acceptance is based on the understanding that death is an inherent part of all life and is necessary for the continuation and vitality of species.
Eliminating Death, Disease by Disease
The tacit message of the research agenda is that if death itself cannot be eliminated — no one is so bold as to claim that it can — then at least all the diseases that cause death can be done away with. As William Haseltine, chairman and chief executive officer of Human Genome Sciences, has put it, “Death is a series of preventable diseases.”4 From this perspective, the researcher is like a sharpshooter who will pick off the enemy one by one: cancer, then heart disease, then diabetes, then AIDS, then Alzheimer’s disease, and so on. The human-genome effort, the latest contender in the battle against death, will supposedly get to the genetic bottom of things, radically improving the aim of the sharpshooter.5
Even if there is such a dream, why should it affect the care of persons who are dying, having passed beyond the limits of effective help? For one thing, it has turned out to be very difficult, medically and psychologically, to find a bright line (as a lawyer might put it) between living and dying; it is getting harder and harder to make the distinction. In addition, the thrust of the research imperative against death is to turn death itself into a contingent, accidental event. Why do people keep dying? Here are some now-common explanations: people die because they did not take care of their health, because they had genetically unhealthy parents, because they received poor care, because the available care is inequitably distributed, because this year’s (but not necessarily next year’s) technology is not sufficiently good at sustaining life, or because research has not yet (but will eventually) find cures for the diseases that currently kill people.
The Clinical Spillover
What difference does all this make at the bedside? Such is the power of the research imperative — rooted in a vision of endless progress and permeating modern (and particularly American) medicine — that it can easily induce physicians to think and act as if the death of an individual patient at a particular time were accidental, not inevitable. The research imperative to fight death stands foursquare against fatalism, against giving up hope, and against thinking that nature cannot be brought to heel. Should we be surprised that such a way of thinking has infected clinical medicine, resulting in profound uncertainty about the appropriate stance toward death? Can we really expect the various reform efforts to be successful as long as uncertainty about the inevitability of death has such powerful consequences?
Yet perhaps the conflict between the research imperative (to eliminate death, disease by disease) and the clinical imperative (to accept death as an unavoidable biologic reality) is inescapable and insoluble. Perhaps it is a case, like so many in life, of wanting incompatible goods that admit of no clear reconciliation. Perhaps we just have to live with the contradiction, conceding its force and remaining unable to get beyond it.
Ameliorating the Conflict
Notwithstanding the considerable truth in that perspective, surely it would be helpful if there were some ways to ameliorate the conflict. If it is a conflict that undermines improved care at the end of life, then amelioration seems urgently needed. How might we proceed? Several strategies for changing the research imperative can be suggested.
Promote the idea that research should focus on premature death. Medicine should not, even implicitly, have the eradication of death as its goal. There are other goals no less important, including the relief of suffering and the promotion of health. Not only is the goal of eradicating death unattainable, it also promotes the idea among the public and physicians that death represents a failure of medicine. The reduction of premature deaths, however, is a reasonable goal for medicine.
The federal government now defines a premature death as one that occurs before the age of 65 years. This definition is obviously arbitrary but not necessarily unwise or capricious. Since the concept of a premature death is only in part biologic and is more obviously cultural, it might best be understood as a death that occurs before a person has lived long enough to experience the typical range of human possibilities and aspirations: to work, to learn, to love, to procreate, and to see one’s children grow up and become independent adults. On the whole, I believe (and I speak as a person who is 69 years old), a life span of 65 years is sufficient for these purposes, even if most of us would like to live longer.
An implication of this way of thinking is that for diseases that cause death at an average age that is more advanced than the standard age used to define a premature death, there should be a reduction (not an elimination) of funds for research to combat the diseases. The money saved should be used for research on diseases that usually cause premature deaths. According to this standard, the National Institutes of Health budget for cancer research could be reduced, not continually expanded.
Give the “compression of morbidity” a research status equivalent to that now given to the prolongation of life. The notion of a compression of morbidity — a shortening of the period of poor health before death — has been around at least since the time of the French philosopher Condorcet, 200 years ago. But only in recent years has there been evidence that a compression of morbidity might be achieved. The adage “longer life, worse health” may no longer be true. The new evidence indicates that persons with good health habits and an adequate socioeconomic foundation may have a substantially reduced chance of either a premature death or an old age burdened by illness and disability.6 It is not death that is the enemy, but a painful, impaired, and unhealthy life before death. Research on health promotion and disease prevention requires much greater financial support, as does research designed to improve the quality of life within a finite life span. Those who make it to the age of 90 years have not spent much time in an intensive care unit.
Persuade clinicians that helping a patient have a peaceful death is as important an ideal as averting death. I have argued that a spillover effect of the research imperative against death is the tempting clinical view that death is an accidental, contingent biologic phenomenon. For the physician, this means that the highest duty is to struggle against death and that such a struggle need not (with the help of research) be in vain. From this perspective, helping patients have a peaceful death will always be seen as the lesser ideal, to be sought when the greater ideal — prolonging life — cannot be achieved.
The two ideals should in principle be given equal value: physicians ought to be as anxious to avoid a poor death as to extend life. In practice, of course, good clinical judgment is always necessary, and the physician should work hard to prolong life when appropriate. My point is that since we all die, the preservation of life should not be understood as necessarily a higher ideal than a peaceful death. As ideals, they are of equal value, but as I have argued, they will often be in conflict, with no entirely satisfactory way to reconcile them. An acceptance of this conflict would help to weaken the influence of the research imperative against death, giving it a meaningful competitor, and would help improve palliative care at the end of life. Palliative care would be understood as aimed at all of us, not just at the patients whom medicine cannot save, hitherto viewed as biologic losers.
Redefine medical progress. The crown jewels of medical progress are now most commonly understood to be the conquest of lethal disease and an increase in life expectancy. Hardly any triumph is more trumpeted than the declining mortality rate, whether from heart disease, cancer, or AIDS. The trumpeting will no doubt continue, and in the case of premature deaths, it should. But with advances in medicine and public health increasing the likelihood of long lives, progress should be redefined as the prevention of illness and disability, the successful medical management of disability, a reduction in conditions that do not cause death but do ruin lives (such as serious mental illness), and successful efforts to help people understand how to remain healthy. Death will still be an enemy, but only one of many enemies of life.
Modern medicine, at least in its research aspirations, seems to have made death public enemy number 1. It is not — at least not any longer in developed countries, with the average life expectancy approaching 80 years. The enemies now are serious chronic illness and an inability to function well. Death will always be with us, pushed around a bit to be sure, with one fatal disease superseded by another. For every birth, someone long ago happened to notice, there is one death. We cannot and will not change that fact. But we can change the way people are cared for at the end of life, and we can substantially reduce the burden of illness. It is not, after all, death that people seem to fear the most, and certainly not in old age, but a life poorly lived. Something can be done about that.
Daniel Callahan, Ph.D.
Hastings Center, Garrison, NY 10524-5555
Supported by a grant from the Open Society Institute’s Project on Death in America.