Fellini tiene dos secretos: el primero, que vive más en el mundo de las imágenes que en el de la realidad; el segundo, la capacidad que tiene de identificarse con el gusto del público… Nino Rotai
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Federico Fellini: la mirada del siglo, por Gustavo Provitina
El 20 de enero se cumplen 100 años del nacimiento de Federico Fellini, lo que equivale a decir que el mundo hace 100 años está iluminado e interpelado desde la pantalla con su obra, con su ciclópea lucidez.
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LOS MATICES DE LO FELLINIANO
La mirada no acaba en el ojo, empieza en él. Trasciende su órbita. ¿Con qué mira el mundo un director de cine? La pregunta no persigue el cómo sino el qué; abandona el lugar común: la mirada define al director. Una respuesta cercana al núcleo del planteo sería: el cineasta escruta el mundo con las rendijas de su conciencia o a través de ese catalejo siempre esquivo llamado “mundo interior”.
Un mundo mira a otro mundo, diríamos de esos pocos maestros capaces de constituir su reino sin edificar sobre las ruinas de otro. La pregunta es retórica y solo pretende instalar un campo reflexivo que desplace a la técnica en favor del humanismo.
Un artista cuando mira el mundo hace una síntesis expresiva de lo que sabe y de lo que ignora y ese resultado confronta el ojo interno con el externo y suma el ángulo de la intuición, la resonancia emocional, los tejidos de lo estrictamente humano.
Trasladar la pregunta a Fellini es un ejercicio hermenéutico, escrutar la mirada de un director solo es posible si se admite la pura e irrebatible subjetividad de la empresa. Dicho en otros términos: quien pretenda descifrar la mirada de un cineasta y se pregunte ¿con qué mira el mundo? acabará por dar cuenta de su propia mirada.
Acaso Federico Fellini mirara, pues, el mundo con el ojo satírico del caricaturista de la tienda Funny Face Shop y posteriormente de la revista Marc Aurelio. La experiencia en ese campo le permitió afinar su temprano instinto para reconocer lo grotesco, lo extravagante, lo desproporcionado: “Aprendí la esencia de lo cómico en las historietas gráficas”, diría alguna vezi.
Los personajes de Fellini compendian el desparpajo del clown y el trazo grueso del cómic. Marc Cousins refuerza la impronta circense en los orígenes del director: “Federico Fellini tomó del circo una visión más estética y visual de la vida”i
La síntesis que hizo Fellini del cómic y del circo expandió las fases de su imaginación moldeada en una aldea de la costa adriática mucho antes de estilizarla en Los inútiles (1953) y en Amarcord (1973).
Fellini recordaba su mirada de entonces con la nitidez de lo risueño:
Desde niño he sentido una atracción por personajes que, en el lugar donde nací, eran gente extravagante a la que se veía con cierto recelo, o sea, los artistas
¿Qué artistas? Fellini no precisa su enfoque pero inferimos que aludía a los magos, los acróbatas, los payasos, los malabaristas…Si el comentario se ajusta a la realidad, Fellini sería de los pocos habitantes de ese pueblo, incapaz de someter a sus vecinos al ojo cítrico del gesto acusador.
La mirada sagaz no habilita el juicio crítico:
no estoy capacitado para ello: no soy censor, ni cura, ni político. No me gusta analizarme; no soy orador, ni filósofo, ni teórico. Sólo soy un narrador y el cine mi oficioi.
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LA DECADENCIA COMO SUSTRATO TEMÁTICO
La filmografía de Federico Fellini ha plasmado desde sus orígenes, con sutiles cambios de intensidad, los complejos matices de la decadencia. Toda decadencia augura destinos irreversibles y el camino hacia esa condición parece articular la lógica interna de lo fellinianoi.
La decadencia, como la misma palabra sugiere, es un modo de caída progresivo de ciertos valores o cualidades. El ojo de Fellini observa pero no juzga, expone pero no opina. Conoce el gesto de amparo que la decadencia impone y más aún el temor a atraerla. Decir de alguien que es decadente es condenarlo a un mal crónico e incurable. Se dice ‘es decadente’ en vez de ‘está decadente’. Estar es un verbo que conserva la esperanza de la motilidad, de lo transitorio; ser, por el contrario, remite a una condición estática irremediable.
Un traspié lo sufre cualquiera, la decadencia elige a sus víctimas. Es posible acomodar el cuerpo luego de un ligero desliz, pero hundirse es otra cosa. Lo decadente se hunde y en su ruina se evapora una concepción armoniosa del equilibrio. Decimos lo porque siempre es preciso reconocer la parte, la zona, donde identificamos la caída.
La decadencia, como la mediocridad, es un estado al que se llega. Nadie nace mediocre o decadente. Lo decadente ha conocido en el pasado la miel del éxito…la degradación se torna visible al someterla a la báscula infalible de la comparación. Esa operación funda un juicio de valor que a menudo resulta inapelable pues exige una argumentación para legitimarse y esa evidencia nunca encuentra su centro en la razón sino en el campo de las emociones o de la doxa.
La decadencia provoca por igual angustia o risa, y suele adoptar un carácter grotesco.
Señalar la decadencia de algo o de alguien empieza por el reconocimiento del inicio de un ciclo de declinación parcial o definitivo y esta condición fertiliza la semilla de un potencial programa narrativo: en Fellini, la venta de Gelsomina a Zampanó propiciada por su propia madre; el ocio vedado de horizontes de los jóvenes pueblerinos de Los inútiles; la angustia existencial de Marcello Rubini, el reportero de La dolce vita; la obnubilación creciente de Guido Anselmi, en Fellini 8 y medio; el maquinal destino de Casanova; la perpetua insatisfacción de Snaporaz en La ciudad de las mujeres; la desilusión de los viejos artistasde varieté en Ginger y Fred; la melancólica perplejidad de Ivo Salvini en La voz de la luna…
Fellini ve más allá de la individualidad del retrato, trasciende la modulación de los avatares reunidos en la neurastenia de un personaje y expande su paleta hacia una virulencia coral. Su pincel abandona el detalle ciclópeo y abarca lo colectivo con la intensidad coral del muralismo. Analiza y describe la decadencia del siglo XX, y en su trazo abre dimensiones ajenas a la moldura de los géneros.
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LA ALIENACIÓN MEDIÁTICA, PARADIGMA DE LA DECADENCIA
Ya en Lo Sceicco Bianco (1953) Fellini representa en tono entre risueño y paródico la intensa gravitación que un producto masivo, la fotonovela en este caso, podía desplegar en una mente más sensible a la fantasía que a la realidad.
En Las tentaciones del Dr. Antonio del año 1962 (episodio del filme Bocaccio 70) nuestro Federico Fellini elevará a sátira el tono utilizado para contar las consecuencias nefastas que una publicidad gráfica de leche protagonizada por Anita Ekberg, en una pose abierta y provocadora, tendrá sobre la salud mental de un viejo puritano reprimido, sexualmente castrado e indefenso, inducido a librar una absurda batalla contra la sugestión erótica.
En la última década de su carrera, en los años ochenta, consciente de ser testigo y arquetipo a la vez de una era a punto de extinguirse, Fellini focaliza los rasgos de la decadencia en el protagonismo ganado por la televisión.
Ginger y Fred y, acaso, con menos intensidad La voz de la luna, pueden considerarse obras epilogares que comparten el mismo tono entre paródico, crítico y melancólico y en ambas la televisión encuentra su espacio.
¿Qué significa la televisión vista desde esa perspectiva? Es el medio de comunicación más eficaz para manipular a los seres humanos, la pantalla donde la estupidez se confunde con el entretenimiento, la caja donde desfila la mediocridad en diferentes dosis.
Todo lo que muestra la televisión es verosímil al instante, anula el pensamiento crítico tal como lo muestra Fellini en La voz de la luna (1990) su última película. Una noticia sorprende a las cadenas de televisión: la luna ha sido secuestrada y la mantienen oculta en un hangar.
La voz de la luna cae en el pozo de la sordera y la indiferencia más venal. El hombre ha perdido la capacidad de escuchar y de escucharse, y esa es la matriz de la confusión general en la que se debate su conciencia.
La televisión, además de constituir la vidriera oficial de la decadencia -su mayor virtud se reduce a retocar lo decadente con los cosméticos de lo exitoso-, es siempre un polo de atracción social. La potencia de su luz es un imán para toda la variedad de insectos que habitan el globo terrestre.
Federico, a través de la crítica que hace a la televisión, reflexiona sobre los signos de un mundo proclive a lo decadente. Un mundo de dobles; de gente que necesita creer en los milagros para soportar los males; una sociedad de televisores encendidos que transmiten las formas canallescas del ocio; un mundo en el que los artistas han dejado de buscar; un tropel de pantallas inútiles invadiendo las oficinas, los hoteles, los medios de transporte; una colmena de gente que sueña con grabar las voces de los muertos en habitaciones imposibles (fantasmas a los que imaginan alegres, cordiales, felices de habitar el inframundo); un enjambre de cámaras destinadas a registrar lo abyecto; un medio de cronistas que preguntan y repreguntan, sin dejar espacio para las respuestas; un mundo de falsos artistas condenados a repetir el mismo gesto; un remolino de intelectuales jactanciosos detenidos en el culto a la personalidad cuyo mayor talento es ocultar con poses de sabihondos la evidencia fatal de su ignorancia; un alud de aforismos banales utilizados para sustituir la compleja mecánica del discernimiento; un mundo donde se recompone lo que se destruye al final del día -como Penélope el tejido- para volver a demolerlo unas horas después.
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En el universo de Fellini un fraile declara: en la vida todo es un milagro depende de nosotros saber verlo.
La generalidad de la afirmación o, mejor aún, su relativismo echa por tierra la existencia -iba a decir la consistencia- de los milagros en el único sentido posible que deben ser pensados: como la manifestación excepcional de una fuerza sagrada. Ni un milagro nos podrá salvar.
Esa frase es una deformación de un aforismo de Einstein: Hay dos formas de ver la vida: una es creer que no existen milagros, la otra es creer que todo es un milagro.
El maestro italiano ha diseccionado con escalpelo crítico un mundo donde lo único imposible parece ser la voluntad de sellar la pantalla del televisor, de retirar la antena y de negarse a mirar la decadencia que reproduce un medio donde la nostalgia es siempre una gesticulación forzada, todo homenaje una limosna y cualquier desvío del minuto a minuto constituye una peligrosa digresión.
Umberto Eco dirá que la televisión mostrada por los ojos de Fellini se vuelve excesiva en todos los sentidos pero, no obstante, reconocerá que Ginger y Fred “es un buen trozo de grotesco”i
La banalidad que la lente de Fellini, al posarse sobre la televisión, amplifica y subraya se volverá un atributo constitutivo de este medio en el camino hacia su expansión global. Lo grotesco no está menos presente en el medio televisivo que en la incisiva mirada del gran realizador italiano.
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Ginger y Fred (1986) es la metáfora de la convivencia imposible de la pantalla televisiva abierta a las inquietudes artísticas y esta otra, excluyente desde aquellos días, regulada por el afán de liderar las mediciones de audiencia a cualquier precio. La imagen núcleo de este parágrafo remite a dos viejos artistas del varieté: Amelia Bonetti (Ginger) y Pippo Boticella (Fred) conmovedoramente interpretados por Marcello Mastroianni y Giulietta Massina, en uno de los últimos frescos de Fellini. Ginger y Fred son compelidos, a cambio de una miserable providencia, a reconocer que el destino de todo fantasma es evanescente. Parafraseando a Einstein podríamos arriesgar una proposición falible: hay dos formas de ver la vida…una es creer que no existe la decadencia, la otra es creer que todo es decadente.
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¿CÓMO DELIMITAR EL TERRENO AMBIGUO DE LO FELLINIANO?
La herramienta es el lenguaje y la confianza en su maleabilidad nuestra guía. Prescindiremos de las definiciones ad hoc para confiar en el libre juego de la intuición y la memoria.
Partimos de las temperaturas siempre inestables de la decadencia para intentar una aproximación a lo felliniano. La decadencia es una declinación gradual desde un estado de cierta bonanza (en toda la acepción del término) hacia su antónimo. Es el resultado de un proceso dramático y constituye, en suma, un estado del que es difícil volver.
Lo felliniano hace de la decadencia una condición natural. Sus personajes no son las víctimas ocasionales de un traspié sino arquetipos de un mundo grotesco. La traza de lo decadente los ronda, los salpica, los arrastra.
Los pifies pasajeros los demoran en las redes del ridículo. El muestrario de Amarcord o de Fellini 8 y medio no agota las categorías pero constituye un inventario asequible. El propio Fellini delineó las coordenadas del eje invariable que articula sus películas:
Existe el propósito de descubrir un mundo sin amor, personajes llenos de egoísmos, hombres que explotan a otros y en este panorama tan “bestial”, aparece siempre un pequeño ser que quiere dar amor y que vive para el amori…
Ningún personaje ha encarnado mejor que Gelsomina la parábola del ángel caído, ningún otro ha dado tanto amor como esta mujer destinada a morir para despertar una conciencia obtusa.
Tal vez por eso es difícil encontrar en la obra de Fellini un antagonista más primitivo o despiadado que Zampanó en La Strada. A mayor beatitud, mayor suplicio.
‘Desde algún tiempo a esta parte las cosas me miran de un modo extraño…como si quisieran despedirse’...confiesa Marcello Matroianni encarnando a Pippo en Ginger y Fred. Pippo tropieza con el testimonio de su inadecuación frente a una sociedad alienada. Y eso mismo les pasa a todos los enrevesados habitantes de lo felliniano.
El ángel caído no se resigna a la gloria efímera de los años mozos y a su correlato puntual: la desesperanza. Lo felliniano cuando replica la fermentación de la nostalgia se vuelve tiernamente impiadoso.
Peter Brook trazó un hilo, acaso imaginario, entre Beckett y Fellini en relación a dos correlaciones: lo espantoso y lo gracioso (cuya aleación encontramos en el grotesco) y la secreta complicidad -Brook lo llama entendimiento- entre el artista y su personaje:
Beckett construye los objetos y los pone delante de nosotros. Lo que nos muestra es espantoso, pero en lo espantoso es a la vez gracioso. Se trata del entendimiento secreto entre el artista y su personaje, de su complicidad con aquello mismo que critica: así, por ejemplo, Fellini con La dolce vita…i
La sospecha de que en el caso de Fellini la puesta en escena de ese mundo reticente al equilibrio es también un conjuro para alejar el virus de la decadencia y que la complicidad o entendimiento con los personajes es también una línea demarcatoria para aislar amorosamente -cobayos al fin- a los portadores de esa condición, ronda el fantasma siempre esquivo de todo esclarecimiento satisfactorio de lo fellinesco.
¿Es posible establecer una crítica de ese mundo sin juzgarlo? Fellini eludió los efectos del dedo acusador y las ramplonerías del falso moralismo de Hollywood en beneficio de una mirada con vocación de boomerang: nadie puede juzgar a los personajes de Fellini sin juzgarse casi al unísono en un tono despiadado. Rechazarlos es rechazarse, condenarlos es condenarse a una decadencia segura.
Federico ha mostrado todas las facetas de la comedia humana en una constelación audiovisual que fulgura para la eternidad: lo fellinesco. Y para lo fellinesco el mundo es un gran set a cielo abierto:
En cuanto a Fellini, desde sus primeros films no está sólo el espectáculo tendiendo a sobrepasar lo real, está también lo cotidiano que no cesa de organizarse como espectáculo ambulantei…
Lo fellinesco estriba en desconfiar de la pureza de lo real hasta el límite de estilizar los trazos de su apariencia y subvertir cada una de sus gesticulaciones, las previsibles moléculas de lo racional que lo componen.
La subjetividad de Fellini se impone a la falsa quietud de lo objetivo, pulveriza toda evidencia capaz de contradecir la magia.
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** GUSTAVO PROVITINA, nacido en La Plata, Argentina. Graduado en la Universidad Nacional de La Plata con el film El Sur de Homero, ensayo audiovisual centrado en el universo político y poético de Manzi. Provitina es guionista, director de cine y docente universitario en la UNLP y la UNA. Ganador del Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes (2013) en la categoría ‘Ensayo’ por el libro El Cine-Ensayo, y el Ministerio de Cultura de la Nación, en 2015, lo distinguió con una mención especial en el Concurso Federal de Relatos La Historia la ganan los que escriben. En 2017 estrenó La sombra en la ventana en el Cine Gaumont, en el Festival de Cine Inusual de Buenos Aires. Recientemente publicó El matiz de la mirada (Curso de Cine Italiano) editado por PleBa, 2019, que puede obtenerse en Librería Ulpiano (48 entre 12 y 13) La Plata y en CABA en la Librería Espacio Jurídico (Talcahuano 487, entre Corrientes y Lavalle).
Referencias:
Latorre José María, Nino Rota: La imagen de la música, Barcelona, Montesinos, 1989 // Fellini Federico, Fellini por Fellini, Madrid, Fundamentos, 1988. Pág.68 // Cousins Marc, Historia del cine – Nueva edición actualizada, Barcelona, Blume, 2017 // Idem pág. 65 // Felliniano “devino un adjetivo habitual a veces señalando a personajes raros, bizarros, inquietantes” (Motta, Carlos Gustavo Las películas que Lacan vio y aplicó al psicoanálisis, Buenos Aires, Paidós, 2016. pág. 98 // Fellini Federico, Yo, Fellini Conversaciones con Costanzo Costantini, Buenos Aires, Libros Perfil, 1999-. Pág. 286 // Fellini entrevistado por Enric Ripoll-Freixes en Fellini Federico Roma, Barcelona, Ayma Editora, colección voz imagen N° 29, 1976 // Fellini Federico, Yo, Fellini ,Conversaciones con Costanzo Costantini, op.cit. pág. 283 // Deleuze, Gilles La imagen-tiempo Estudios sobre cine-2 Buenos Aires, Paidós, 2009, pág.16
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