GLOBO HIPOTECARIO PINCHADO. A 10 AÑOS DEL ESTALLIDO DE LA FALSA ALGARABÍA FINANCIERA.
Lehman Brothers es una marca registrada. Se dice la crisis de 2007 o las hipotecas basura e inmediatamente ese nombre es un símbolo de lo que en el hemisferio Norte se entiende como los más grandes desmanejos financieros de la pequeñísima casta del 1% que vive a costa del 99%.
Así, por ejemplo, nació Occupy Wall Street. En ese marco, y particularmente en los Estados Unidos, El Capital de Carlos Marx volvió al tope de ventas, y se convirtió luego en best seller “El Capital en el Siglo XXI” del francés Thomas Piketty (y en Argentina inclusive hubo al respecto un programa de la TV en horario central).
¿Por qué leer o releer los conceptos de Marx? ¿Sus análisis explican hoy algo de la dinámica capitalista? Evidentemente sí. Cuánto explican ya es motivo de debate. Es claro que no entender la dinámica del mundo en que se vive es como desconocer la función vital de la fotosíntesis…
Luis Lea Place, argentino, economista graduado en los Estados Unidos, escribió un libro a punto de salir a la venta, que provisoriamente se llama «Post-capitalismo». Pedro Cazes Camarero analiza el libro de Lea Place en este Prólogo, para intentar ver de dónde venimos, y hacia dónde vamos.
** Parte 1: ¿De dónde venimos?
La categoría marxista “Modo de Producción” es extremadamente abstracta y designa el tipo de relación entablado entre ciertos grupos internos de las sociedades humanas para realizar la producción material de la vida. Ciertos tipos (salvajismo, barbarie), englobados en la designación de pre-clasistas, poseen una productividad material muy baja, lo cual impide que en ellos se acumulen excedentes; la sociedad consume todo lo que se produce y casi nadie puede vivir sin trabajar. En las sociedades con clases, la productividad del trabajo es suficiente para producir excedentes que pueden ser apropiados por un sector dominante, que consigue vivir sin trabajar. Los modos de producción más frecuentes que han sido estudiados son el esclavismo, el feudalismo y el capitalismo. Los dos primeros y las modalidades pre-clasistas suelen denominarse “pre-capitalistas”.
En la vida real, en las comunidades humanas que habitan zonas geográficas definidas y comparten una época (denominadas a veces formaciones económico-sociales), suelen coexistir más de uno de estos modos de producción. Por ejemplo, en la antigüedad clásica (Grecia, Roma) el modo de producción hegemónico era el esclavista, pero existían núcleos capitalistas en la producción de ciertas mercancías (perfumes, joyas, espejos) que requerían trabajo asalariado por razones técnicas. En los Estados Unidos de América anteriores a la Guerra Civil, el modo de producción hegemónico era el capitalista, pero existía un fuerte sector esclavista en el sur, orientado a la producción algodonera destinada a la industria textil británica. El propio modo de producción capitalista coexistió durante siglos con el feudalismo en Europa occidental. En muchos países actuales, incluida la República Argentina, inmigrantes ilegales suelen ser sometidos clandestinamente a la servidumbre o la esclavitud, y ésta era legal y todavía es tolerada en algunas naciones como Mauritania.
Las formaciones económico-sociales con hegemonía de modos de producción pre-capitalistas suelen denominarse de acumulación simple debido a que su producto económico crece muy lentamente, de manera vegetativa, o no crece en absoluto. Esta tendencia al estancamiento secular es compartida por formaciones económico-sociales pre-capitalistas muy alejadas entre sí en el tiempo y el espacio.
En cambio, desde que el capitalismo se convirtió en hegemónico en algunas formaciones económico-sociales (como la británica, la belga y la francesa, a fines del siglo XVIII) resultó evidente que su determinación más evidente era su capacidad de aumentar rápidamente el producto, que crecía por año mucho más que la población. Esto permite denominar al modo de producción capitalista como de acumulación ampliada.
La acumulación ampliada no puede deberse al hecho de que el sistema capitalista de producción produzca para el mercado, ya que el esclavismo mercantil ateniense y el romano, por ejemplo, producían predominantemente para el mercado, y parte de las formaciones económicas feudales también. La acumulación ampliada debería adjudicarse a aspectos exclusivos del modo de producción capitalista.
La hipótesis de que esta cualidad puede atribuirse a una reorganización del trabajo puede validarse en el hecho de que las primeras explotaciones capitalistas utilizaban las mismas técnicas desarrolladas por el artesanado feudal. La “manufactura”, típica de las fábricas capitalistas del siglo XVIII, era una reorganización laboral en la cual una determinada técnica artesanal era dividida en numerosas acciones sencillas que eran realizadas sucesivamente por operadores de baja calificación, usando herramientas como martillos, pinzas y punzones. En la segunda mitad de ese siglo y comienzos del siglo XIX una nueva innovación reforzó los resultados de la reorganización del trabajo: se comenzó a introducir maquinaria (por ejemplo el telar automático y se masificó el motor que Newcomen había creado en 1712), producida por habilidosos artesanos. A comienzos del siglo XIX comenzaron a aplicarse hallazgos científicos.
Las reorganizaciones laborales y las innovaciones científico-técnicas constituyen el modo en que el capitalismo amplía la acumulación; pero no explican el por qué lo hace. Después de todo, la humanidad había permanecido miles de años creciendo lentamente y aplicando técnicas muy sencillas y probadas, pero mejoradas poco a poco: el arco romano, los acueductos cartagineses, el molino de viento medieval, la pólvora china, la imprenta. ¿Pero cuál era el motivo del bullir de innovaciones en el naciente capitalismo? Marx explica el mecanismo a través de la teoría del valor-trabajo (introducida por David Ricardo).
Einstein afirmaba que el genio trabaja con lo obvio, y Aristóteles en el siglo IV antes de nuestra era, tuvo la perspicacia de reflexionar sobre un fenómeno que en su época todos consideraban obvio. El griego observó que, en el mercado ateniense, era factible trocar una mesa de madera por cierto número de piezas de tela. Vio que los mercaderes eran capaces de calcular con soltura la equivalencia en esas y otras variadas operaciones comerciales. Pero ni ellos ni Aristóteles pudieron explicar cómo dos objetos tan diferentes como la mesa y la tela tenían algo en común que les permitía ser intercambiados. El estagirita concluyó que era un misterio, que dejaba para los sabios de las generaciones venideras.
Dos mil años después, mientras el sistema capitalista se hallaba en la infancia, uno de sus primeros teóricos, el británico David Ricardo, develó el misterio: lo que todas las mercancías poseían en común era la cantidad de trabajo humano abstracto acumulado, insumido en su producción (en realidad Ricardo hablaba de valor “de cambio”; Marx introdujo el concepto más abstracto de “valor”).
Las mercancías, como pre-condición, deben tener un valor “de uso”, pero para que algo además tenga “valor de cambio” (Ricardo) es preciso que alguien haya invertido determinada cantidad de esfuerzo humano para producirlo. Marx unió ambos conceptos: el tiempo de trabajo humano invertido en la producción de objetos útiles genera valor.
En el modo de producción capitalista, la clase de los capitalistas invierte su riqueza en comprar cierta cantidad de insumos y maquinaria (denominado “capital constante”) y cierta cantidad de tiempo de trabajo humano (“capital variable”, o sea el salario de los trabajadores). Luego de cierto lapso, su unidad productiva ha generado cierta cantidad de mercancías, que el capitalista vende en el mercado obteniendo una ganancia. Pero el capitalista no ha estafado a nadie; los insumos y la maquinaria los ha comprado en el mercado al precio que los proveedores le exigieron. Y los salarios de los trabajadores, esto es, el precio de la fuerza de trabajo, los abonó de acuerdo a lo que estipula el mercado de trabajo (básicamente el “trabajo necesario”, o sea el precio de alimentar a cada trabajador y su familia, incluyendo otros gastos como vivienda, vestimenta, iluminación, viáticos y frecuentemente medicinas y educación). Pero si el capitalista pagó el precio que el mercado exige para los insumos y la fuerza de trabajo, ¿de dónde sale su ganancia? Marx descubrió que la fuerza de trabajo era una mercancía muy particular.
Efectivamente, sabemos que cuando se gasta la máquina y se usan-gastan-consumen el resto de los insumos, el valor íntegro de esas mercancías queda incorporado al precio del producto. Pero cuando se “gasta” la fuerza de trabajo, el resultado es extraño: el valor incorporado en el producto es mayor que el precio abonado bajo la forma de salarios. Marx denominó esa diferencia favorable al capitalista como “plusvalía”, y de ésta procede la ganancia que el burgués se embolsa.
Sin embargo, un modelo de este tipo explica solamente el misterio de la ganancia; la operación podría continuar indefinidamente, el capitalista comprando insumos y fuerza de trabajo, y atesorando sus ganancias, o gastándola en viajes, lujos y festines, como habían hecho antes que él innumerables generaciones de amos esclavistas y señores feudales. El capitalismo constituiría así otro sistema de acumulación simple, vegetativo. Pero lo que se observa es que, por el contrario, no sin problemas, zigzagueos y momentáneos retrocesos, el producto de las formaciones sociales con hegemonía capitalista crece y crece. ¿Cuál es el misterio de la acumulación ampliada?
En primer lugar, la inversión de la ganancia bajo la forma de nuevo capital constante y variable, esto es, insumos y fuerza de trabajo. Si el burgués adquiere nuevas máquinas idénticas a las que posee, insumos iguales también, e incorpora más trabajadores similares a los que están operando las máquinas que ya poseía, va a producir más y más de las mismas mercancías, obteniendo más y más ganancias, etc. Este proceso, generalizado, va a hacer crecer la economía de la formación económico-social de una manera pareja.
Sin embargo, la innovación técnica de la producción es una determinación del modo de producción capitalista desde sus comienzos. Así fue cómo surgió desde el Renacimiento, en el seno del feudalismo tardío. ¿Por qué dejaría de innovar en su joven madurez? Los capitalistas buscan la manera en que pueden mejorar sus ganancias. Una manera es aumentar la plusvalía disminuyendo los salarios de los trabajadores. Éstos resultan difíciles de convencer en tal sentido, por lo cual esta línea de mejorar la ganancia resulta ardua; pero además cada capitalista tiene una manera obvia de aumentar su ganancia propia: mejorar su propia tecnología de producción. A nadie le interesa con qué tecnología está producida una determinada mercancía; le interesa su valor de uso. Si fue producida con una técnica innovadora que hace que su calidad sea igual o mejor, y su costo de producción más bajo, el capitalista puede ofrecerla al mercado a un precio más bajo que el de sus competidores, y sin embargo obtener ganancias superiores.
Esto se debe a que el precio de mercado de una mercancía promedia la oferta de todos los capitalistas que la producen. En general este precio se conforma a partir del costo de producción de cada uno. Si alguno de los capitalistas logra producirla a un costo menor, se embolsa la diferencia como una renta adicional. Y este beneficio se mantiene hasta que todos los capitalistas que producen esa mercancía han adoptado la innovación técnica que disminuye los costos de producción.
La historia del capitalismo es la historia de la introducción reiterada de innovaciones técnicas en la producción de mercancías por parte de algunos capitalistas, la generalización de tales avances, y la introducción de nuevas innovaciones. La relación entre la cantidad de capital constante (máquinas, insumos, etc.) y el capital variable (esto es, los salarios) de una unidad productiva se denomina en la teoría marxista composición orgánica del capital y va aumentando a lo largo de la historia. ¿Por qué ocurre eso? Porque, como ya dijimos, cuando un capitalista invierte en una innovación, la composición orgánica de su capital aumenta y su costo de producción baja, pero no el precio de su producto en el mercado, con lo cual obtiene una ganancia superior a la de sus competidores. Éstos se ven compelidos a realizar una inversión similar para no verse desplazados del mercado (dado que el capitalista innovador puede bajar un poco los precios sin verse perjudicado). El resultado es una carrera sin fin hacia el progreso técnico.
El sistema capitalista, que comenzó su explosivo crecimiento en Europa occidental, se fue diseminando por el mundo a lo largo de los últimos siglos. Al principio de su evolución, que suele denominarse “fase de libre concurrencia”, miles de pequeños capitalistas edifican empresas que compiten entre sí. Las más débiles quiebran y las demás se van unificando, proceso facilitado por las “crisis capitalistas”, desencadenadas cada tanto (diez a doce años más o menos) por la superproducción relativa, esto es, una tendencia a producir más mercancías que las que el mercado está en condiciones de absorber. Durante estas crisis, muchos capitalistas no logran sobrevivir y otros se enriquecen.
Mientras tanto, algunos capitalistas que se especializaban en prestar dinero a los señores feudales se convierten en banqueros y aseguradores de otros capitalistas. A mediados del siglo XIX, los mayores capitalistas industriales europeos comenzaron a fusionarse con los bancos para convertirse en un nuevo tipo de capitalismo, denominado financiero. Con el fin de obtener materias primas y mercados fuera de Europa, esos capitalistas financieros aprovecharon la superioridad técnica adquirida y se lanzaron a invadir otras naciones todavía pre-capitalistas. Lenin fue quien denominó a esta etapa “fase imperialista” del capitalismo.
Otra característica del capitalismo de esa época es que toda la oferta de una determinada mercancía o servicio, como el acero, los ferrocarriles, los trasatlánticos, los periódicos, la química, quedó en manos de una o unas pocas empresas enormes que se denominaron monopolios u oligopolios.
Así que a comienzos del siglo XX, el capitalismo era ya un sistema de alcance mundial que combinaba la presencia dominante del capital financiero, los monopolios y una dominación extendida sobre grandes extensiones y países enteros: los imperios británico, francés, alemán, austríaco, belga, holandés y estadounidense. Ciertos antiguos imperios como el ruso y el japonés, por ejemplo, se esforzaban por incorporarse al club sin abandonar del todo el feudalismo.
La forma nacional de estos imperios motivó que los esfuerzos de los respectivos monopolios para prevalecer sobre sus competidores se convirtieran en conflagraciones bélicas, como la Guerra franco-prusiana de 1870 y, especialmente, las dos guerras mundiales que dominaron la primera mitad del siglo XX.
Las privaciones y sufrimientos de los pueblos sometidos a esos enfrentamientos, y también la de los pueblos invadidos y dominados por los ejércitos imperialistas en Asia, África y América latina, desencadenaron grandes movimientos de resistencia, especialmente desde el siglo XVIII en adelante. La Revolución Inglesa del siglo XVII impuso el dominio indiscutido de la clase capitalista, sin liquidar por completo a los nobles feudales. Un siglo después, la gran Revolución Francesa hizo lo mismo pero, además, difundió una serie de ideales de libertad, igualdad y fraternidad entre los seres humanos que persistieron hasta hoy como una suerte de programa general para la humanidad.
En los países más adelantados crecieron grandes partidos socialistas, representantes de los trabajadores y las capas más pobres de la población, y las ideas marxistas difundieron la convicción de que el sistema capitalista, que había logrado inicialmente derrotar a las formaciones pre-capitalistas, se había convertido en una lacra responsable del sufrimiento y la explotación de los pueblos. Por ello debía ser reemplazado por otro sistema que liquidase la propiedad privada de los medios de producción e instalase alguna forma colectiva de producción, distribución, intercambio y consumo de la riqueza: el socialismo.
En los países más atrasados, frecuentemente denominados periféricos o semicoloniales, la caída de los imperios feudales y la descomposición de los imperios capitalistas mantuvo sin embargo la dominación capitalista monopólica y financiera de los países centrales, por lo cual se desencadenaron décadas de luchas democráticas, insurreccionales, guerrilleras, parlamentarias, en fin, de todo tipo, destinadas a lograr alguna combinación de la revolución social y la emancipación nacional.
En los países desarrollados el capitalismo monopólico-imperialista, a los tumbos, logró sobrevivir, pero en varias naciones periféricas se impusieron regímenes que constituyeron, durante la segunda parte del siglo XX, lo que se denominó el “socialismo real”, a partir de la experiencia liminar de la instauración del Estado Soviético en el imperio ruso durante el año 1917.
El desarrollo de las fuerzas productivas, el aumento de la composición orgánica del capital, la liquidación de los resabios pre-capitalistas en todo el mundo caracterizaron los primeros años de la segunda postguerra. Pero en las dos últimas décadas del siglo XX y la primera de este siglo ocurrieron sucesos inesperados que se fueron incubando en silencio, pero comenzaron a cambiar profunda e irreversiblemente la vida y la mente de las personas.
“(…) Tan pronto como el trabajo en su forma inmediata ha cesado de ser la gran fuente de la riqueza, el tiempo de trabajo deja, y tiene que dejar, de ser su medida y por tanto el valor de cambio [deja de ser la medida] del valor de uso.
El plustrabajo de la masa ha dejado de ser condición para el desarrollo de la riqueza social, así como el no-trabajo de unos pocos ha cesado de serlo para el desarrollo de los poderes generales del intelecto humano. Con ello se desploma la producción fundada en el valor de cambio, y al proceso de producción material inmediato se le quita la forma de la necesidad apremiante y el antagonismo. Desarrollo libre de las individualidades, y por ende no reducción del tiempo de trabajo necesario con miras a poner plustrabajo, sino en general reducción del trabajo necesario de la sociedad a un mínimo, al cual corresponde entonces la formación artística, científica, etc., de los individuos gracias al tiempo que se ha vuelto libre y a los medios creados para todos
El capital mismo es la contradicción en proceso, [por el hecho de] que tiende a reducir a un mínimo el tiempo de trabajo, mientras que por otra parte pone al tiempo de trabajo como única medida y fuente de la riqueza.
Disminuye, pues, el tiempo de trabajo en la forma de tiempo de trabajo necesario, para aumentarlo en la forma del trabajo excedente; pone, por tanto, en medida creciente, el trabajo excedente como condición –question de vie et de mort– del necesario. Por un lado despierta a la vida todos los poderes de la ciencia y de la naturaleza, así como de la cooperación y del intercambio social, para hacer que la creación de la riqueza sea (relativamente) independiente del tiempo de trabajo empleado en ella. Por el otro lado se propone medir con el tiempo de trabajo esas gigantescas fuerzas sociales creadas de esta suerte y reducirlas a los límites requeridos para que el valor ya creado se conserve como valor”.
Marx, Carlos. Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (“Grundrisse”) 1857-58, Tomo II, Buenos Aires, Editorial Siglo XXI
** Parte 2: ¿Adónde vamos?
El autor del presente libro intenta demostrar que el sistema mundial capitalista ha entrado en una nueva fase, tan distinta de la fase del imperialismo financiero-monopolista como ésta lo fue de la fase del capitalismo de libre concurrencia.
A comienzos del siglo XX, dice Lea Place, las relaciones de producción capitalista cobraban una modalidad frecuentemente denominada fordismo (en referencia al industrial Henry Ford, quien diseñó la moderna fábrica automotriz; también se la llama taylorismo, debido a que el ingeniero Frederick W. Taylor, en 1911, perfeccionó el modelo). Ilustrada por la película “Tiempos Modernos” de Charles Chaplin, esta modalidad se reprodujo en todo el mundo desarrollado y en los enclaves avanzados del capitalismo periférico. Se trataba de grandes fábricas (que garantizaban la economía de escala), con miles de trabajadores, entre los cuales se distribuía un trabajo básicamente manual, dividido en partes o funciones diminutas y sencillas que cada obrero podía aprender fácilmente. El trabajo intelectual de planificar, organizar y controlar todo este dispositivo lo realizaban, y aún lo realizan, ingenieros, abogados, contadores, gerentes, capataces y auditores que constituyen un estrato humano completamente distinto. Ellos pensaban; el obrero no debía hacerlo.
Pero hoy, de manera creciente, afirma Lea Place, otro modelo de organización del trabajo está irrumpiendo, que modifica por completo e irreversiblemente la estructura laboral fordista, por lo que, asume, debería denominarse postfordista. En el capitalismo clásico (libre concurrencia) y en el imperialista-monopólico, la producción se realiza aplicando la fuerza de trabajo a los medios de producción. Pero en la actualidad, en las economías más avanzadas, se aplica masivamente la digitalización, la automatización, la cibernética y otras técnicas sofisticadas como la genómica, la biotecnología y la nanotecnología.
Como podemos constatar, Marx había previsto de manera clarividente, ya en 1857, que el empleo generalizado de las máquinas iba a revolucionar enteramente el mundo laboral, pues exigiría un tipo diferente y opuesto de trabajador: multifacético, de elevada competencia técnica y hasta científica, y capaz no sólo de manejar las máquinas sino de organizar y dirigir su propio trabajo y coordinar éste, de modo complejo, con el trabajo de los demás.
La división del trabajo manual y el intelectual, sigue Marx, existente desde la sociedad pre- clasista, y omnipresente en el esclavismo, el feudalismo y el capitalismo, se desdibuja y desaparece. El trabajo material va desapareciendo bastante rápidamente, y queda sólo el trabajo inmaterial, el pensamiento abstracto de los trabajadores que colaboran entre sí de manera creativa. Marx llama a esta red de cooperación intelectual destinada a operar a distancia los medios de producción, el “General Intellect”.
Lea Place afirma que el paulatino reemplazo de la Fuerza de Trabajo por el General Intellect es fruto del aumento irrefrenable de la composición orgánica del capital; pero, a su vez, también tiene una consecuencia: la espiral de crecimiento del conocimiento científico-técnico y de la producción de la riqueza se vuelve vertiginoso, reforzándose mutuamente y fusionándose. El valor de uso de las “mercancías” se mantiene, mientras la cantidad de trabajo humano necesario para su producción (su valor) va disminuyendo rápidamente hasta desaparecer en un futuro próximo.
Por supuesto, Lea Place nos advierte que este proceso se verifica por ahora, más visiblemente, en los países centrales, mientras que es todavía poco evidente en las naciones periféricas, donde todavía campea el fordismo. Pero es muy importante percibir que incluso allí, tarde o temprano la eclosión del postfordismo es ineluctable.
Este fenómeno ofrece un lado oscuro: la desocupación creciente en todo el mundo. Sin embargo, una gran desocupación en un contexto donde el saber abstracto constituya la principal fuerza productiva, en realidad dejaría de ser desocupación en el mismo sentido que le damos actualmente (entre otros motivos, porque los “desocupados” podrían obtener por doquier valores de uso sin valor). Es más fácil percatarse del crecimiento de la desocupación que de la otra cara del fenómeno: el crecimiento exponencial de la riqueza sin valor. El trabajo humano va desapareciendo del producto, y el carácter de mercancía tanto de la fuerza laboral como del producto, va desapareciendo también. Ambos carecerán de valor en el postfordismo maduro.
En esta etapa de transición, afirma Luis Lea Place, al sistema se la plantea un problema creciente: la riqueza va perdiendo paulatinamente su valor porque cada vez necesita menos y menos trabajo para su producción. Describe un interesante mecanismo de transmisión de valores dinerarios y de riquezas todavía con valor, desde las naciones periféricas al centro capitalista utilizando las transferencias financieras. Pero el que los derivados financieros acumulen masas de capital decenas de veces superiores al total de las riquezas materiales existentes en el mundo, demuestra que su principal valor de uso resulta exclusivamente especulativo, ya que es completamente imposible proceder a su realización. Los derivados financieros y swaps no crean valor, sino que a través de sus complejas ingenierías financieras a lo sumo generan transferencias de valor. Podemos detectar el mismo tipo de error, dice Lea Place, nada menos que en Deleuze y Guattari, cuando afirman: “la definición de plusvalía debe ser modificada en función de la plusvalía maquínica (sic!) del capital constante, que se distingue de la plusvalía humana del capital variable”, Por supuesto que no hay ninguna plusvalía maquínica. La plusvalía es valor y el valor procede del trabajo, no del capital constante; una cosa es la creación del valor y otra su transferencia. Obsérvese que esta confusión no procede de la irrupción del postfordismo, ya que la propuesta del Deleuze y Guattari acerca de la plusvalía se refiere al capitalismo clásico, fordista.
Siguiendo con los errores respecto al concepto de plusvalía, teóricos como Jürgen Habermas ya habían detectado, décadas atrás, que la creciente incorporación en la producción de los frutos de la investigación, bajo la forma de avances tecnológicos, convierte a la ciencia en la primera fuerza productiva. Pero el mencionado analista no logra percatarse que esa producción, al no tener trabajo acumulado, va a carecer de valor, y le adjudica a la ciencia un rol como fuente de producción de plusvalía. En el único momento en que el aumento de la composición orgánica del capital genera un aumento (momentáneo) de la plusvalía del capitalista individual, es cuando éste la obtiene del mercado (bajo la forma de la redistribución de la plusvalía total), mientras los demás capitalistas presentes en éste todavía no alcanzaron su nivel. Después de que ello ocurre, la plusvalía baja para todos (además, lo descrito ocurre antes de que la generalización del capitalismo postfordista haga desaparecer el trabajo acumulado, el valor de la producción y consecuentemente también la plusvalía). La ciencia tampoco produce plusvalía.
El fenómeno estudiado por Lea Place resulta explicativo también del hundimiento del sistema de formaciones económico-sociales encabezado por la Unión Soviética y generalmente denominado “socialismo realmente existente”, así como de una rama canónica del “marxismo oficial”. El motivo por el que ciertos aspectos del “marxismo” se han convertido en anacrónicos e inaplicables, es que no representan una crítica global del modo de producción capitalista, sino una crítica acotada a ciertas etapas de la evolución del mismo, que deberían superarse sin salir forzosamente del sistema. Sin embargo, al Marx “pre-Grundrisse“ y sus contemporáneos, que percibían al aún joven capitalismo como un bloque, esas limitaciones propias de la inmadurez del modo de producción se les aparecían como intrínsecas.
En la época de Marx, el capitalismo ya había mostrado en Gran Bretaña sus notas principales y por lo tanto reconocibles, ello ocurría en mezcla con modos de producción pre- capitalistas en la propia Europa Occidental, y con la hegemonía de éstos en las formaciones económico-sociales del resto del mundo, que ni siquiera había sido mayormente convertido en colonias todavía. De tal modo, en la mirada de la época, la idiosincrasia del capitalismo se identificaba con las formas de la etapa que estaba atravesando. Por lo tanto, criticar esa etapa aparecía, para la izquierda de entonces, como la crítica del propio modo de producción capitalista en su conjunto, cuando en realidad sólo se reducía en gran medida, al reclamo de correcciones en su interior. Así por ejemplo es el caso del sufragio universal o las ocho horas diarias de trabajo. Las formas aristocráticas con que los burgueses trataban al proletariado, asimismo, eran en el fondo anacronismos pre-capitalistas, ya que la igualdad contractual o jurídica entre explotador y explotado, aunque ficticia, constituía un presupuesto del capitalismo maduro que no había motivo para que no se diseminara en los usos y costumbres.
Ante el carácter tímido y conservador de la burguesía de su época, Marx y Engels pensaron en la posibilidad de que algunas tareas modernizadoras propias del capitalismo fueran tomadas por el movimiento obrero, pero siempre advertidos de que ello terminaría profundizando al capitalismo como sistema. Pasados casi dos siglos, la maduración prevista por ellos, la combinación del desarrollo desigual capitalista, en lo esencial ha sido completada, por lo menos en los países centrales. Si ése fuera todo el programa del marxismo, habría que darle la razón a la derecha y constatar su agotamiento. Sin embargo, existen además una serie de tesis marxianas que cuestionan al capitalismo como sistema, aunque sus contemporáneos tuvieron dificultades para entenderlas en toda su profundidad debido a que estaban muy adelantadas para la época y además formuladas en terminología filosófica.
Otro motivo de la dilación para que esos temas teóricos salieran a la palestra es que, durante los últimos cien años, tanto las naciones de la periferia como los países del «socialismo real«, tuvieron que esforzarse para resolver los problemas del desarrollo económico desde una base material muy débil, en competencia con un capitalismo occidental mucho más desarrollado. Así, los aspectos profundamente revolucionarios de la crítica marxista global al capitalismo desaparecieron de la discusión, perdidos entre el leninismo y la teoría de la liberación nacional.
Lenin explicaba en “El Estado y la Revolución”, a mediados de 1917, los trabajadores tendrían que hacer las veces de la burguesía. En el “socialismo real”, como burocracias estatales, los partidos obreros marxistas no sólo tuvieron que asumir las tareas burguesas, sino que tuvieron que expandir la propia clase obrera que era casi inexistente. En esas naciones el modo de producción hegemónico era el capitalismo, bajo la forma del capitalismo de estado. Lea Place relata cómo, en su polémica con el Che Guevara efectuada en Cuba durante 1964, C. Bettelheim prueba que el empleo de categorías capitalistas como el “valor” en las transacciones intra-estatales dentro mismo de cada país de “socialismo real”, lejos de constituir artificios contables, reflejaba el carácter mercantil del producto, que no podía derogarse por un simple acto de voluntad revolucionaria.
Aquello que aparecía como «prácticas radicalizadas» de ese marxismo, y que incluía en ocasiones hasta el enfrentamiento militar con los países centrales, como en la guerra de Corea o la de Vietnam, consistía en una competencia con Occidente que -en el fondo- era intracapitalista, o sea dentro del sistema. El examen de las críticas globales y radicalizadas del marxismo al modo de producción capitalista, quedaron nuevamente postergadas. Además, las formas de dictadura revolucionaria asumidas en la periferia aterrorizaron a la socialdemocracia occidental, lo cual fue una justificación extra para que abandonaran explícitamente al marxismo y se deslizaran a un desarrollismo no revolucionario.
La intención de construir un «hombre nuevo» socialista requería un aumento muy superior de la composición orgánica del capital, la cual al eliminar la fuerza de trabajo y reemplazarla por el General Intellect en la interacción con la infraestructura material, eliminando el valor de los objetos producidos, liberase la conciencia humana del lastre del “ser social” capitalista. Este programa no estaba vedado al “socialismo real”, pero requería un larguísimo lapso de acumulación en condiciones de difícil competencia internacional con el agresivo enemigo capitalista e imperialista. Tratar de revolucionar el sistema capitalista a través del principio de planificación (socialización de los medios de producción a través de un Estado de los trabajadores), o sea a través de la planificación consciente y centralizada por el Estado, basada en la socialización de los medios de producción, debería “vencer” a la ley del valor. Sin embargo, la experiencia indicó todo lo contrario a lo esperado y la ley del valor terminó imponiéndose al principio de planificación.
Las ambiciones de los países del “socialismo real” se fueron así desplazando al objetivo de obtener una participación creciente en el mercado mundial. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos realizados y de sus éxitos iniciales, el «segundo mundo» se hundió. En un contexto de capitalismo de estado, la débil base de acumulación de capital no le permitió suficiente inversión. En un único mercado mundial, capitalista, sufrieron un creciente deterioro de los términos de intercambio y finalmente debieron capitular como economías nacionales autónomas. Cuando la Unión Soviética se desmoronó en 1989, ese suceso fue interpretado como una victoria de la economía de mercado. El marxismo como alternativa histórica al capitalismo parecía fracasado.
Sin embargo, no fue la alternativa histórica lo que fracasó, sino solamente la modernización reparadora de la periferia, como la denomina Robert Kurtz. En una palabra, lo que fracasó con el llamado «socialismo real» no es otra cosa que una modalidad del capitalismo sistémico (básicamente el capitalismo de estado) que aplicó, para desarrollarse, las críticas marxianas destinadas a modernizar el capitalismo del siglo XIX. Cualquier intento de exhumar éstas para ponerlas en práctica en la actualidad se dirige al fracaso, debido a que el capitalismo post-fordista de los países centrales ha superado hace rato esas expectativas. No se nos escapan las notables diferencias entre las formaciones sociales del «socialismo real» y aquellas en las que están hegemonizadas por las empresas privadas. Pero, como afirma Kurtz, «la identidad de fondo entre ambos ha sido probada prácticamente por el hecho de que ese socialismo real sólo ha podido fracasar según los criterios capitalistas porque éstos también eran los suyos».
Aquí Lea Place nos recordar aquella definición de Marx de que “la revolución es la partera de una sociedad que se encuentra en el seno de otra que fenece”. El comunismo, en esta concepción revolucionaria, se encuentra encapsulado de manera inmanente en el seno del capitalismo post-fordista, y no debe obligatoriamente ser construido sobre las ruinas humeantes de la vieja civilización. La violencia revolucionaria hoy sólo está destinada a romper las ataduras del Estado y las instituciones, liberando la potencia del General Intellect. No hay en ella ningún indicio conceptual de que la revolución debe construir el socialismo, del mismo modo que la partera no crea al recién nacido.
A esta altura, corresponde efectuar una advertencia respecto de una afirmación de Holloway que Lea Place parece defender. El mencionado autor sostiene que el capitalismo de las fronteras nacionales o “territorial” está extinguido, o en vías de extinción. Es cierto que a nivel planetario, el modo de producción capitalista es hegemónico. Pero también es cierto que en el mundo no existe un sistema mundial capitalista “en general”; lo que existen son formaciones económico sociales en las que campea el capitalismo central, y otras formaciones en que predomina el capitalismo periférico, y ambos están estructurados como tales alrededor de una relación evidente de dominación. La tesis de Holloway equivale a afirmar que todas las formaciones económico-sociales se han fusionado en una sola, de escala planetaria, lo cual resulta excesivo para deglutir.
Lo que podemos afirmar es que la transición de las naciones centrales al post-fordismo comienza a taladrar el poder de los propietarios, pues áreas enteras de su producción dejan de poseer valor y las clases hegemónicas intentan transferir éste desde la periferia, donde subsiste el fordismo. Este remedio resulta precario y momentáneo, ya que la transición del fordismo al post-fordismo es una ley propia del sistema, tanto en el centro como en la periferia.
Ahora bien, la liquidación del Estado en las formaciones económico-sociales capitalistas no puede concebirse como un emergente inevitable y automático de la liquidación del valor. Es verdad que la paulatina degradación de las relaciones humanas basadas en el valor y la creciente reducción de las áreas fordistas y pre-fordistas a nivel planetario, tiende a debilitar los mecanismos de coacción y a facilitar los procesos emancipatorios. Ésta es una tendencia inmanente de la degradación del sistema capitalista, pero la dominación y su aparato de coerción pueden mantenerse larga o indefinidamente si no se los destruye de manera física. Dicho en otras palabras, aunque la liquidación del poder burgués no es ya sinónimo de “instauración de la dictadura del proletariado”, sino de la instauración de la “democracia del común”, la revolución tiene todavía un significativo papel que cumplir. Este proceso sí que no tiene nada de teleológico ni de ley inevitable.
“El hombre sobrehumano de humanidad, amigos;
Terrestre y a-celeste, como los grandes ríos”
Luis Franco, Buenos Aires, EUDEBA, 1962
** Parte 3: Conclusiones
El capitalismo occidental no está en condiciones de integrar a los retrasados históricos en un sistema mundial único bajo su conducción. Gran parte de la humanidad, sometida a la presión de patrones de productividad globalmente unificados y alineados con los de las regiones más desarrolladas, no logra existir bajo las formas sociales capitalistas. Incluso sucede lo mismo en el interior de los países capitalistas centrales.
Esta nueva crisis ya no puede ser superada bajo las formas de conciencia vigentes hasta ahora. Es imposible formular una propuesta emancipatoria dentro de las categorías teóricas del capitalismo tardío: las dogmáticas del valor, la mercancía y el dinero, en las cuales se manifiesta la forma capitalista del “trabajo”. Este proceso ya alcanzó todos los aspectos de la vida: el arte, la religión, el amor, etc. La situación no se halla normada por reglas externas, sino por la dificultad de pensar fuera de ese contexto. El capitalismo ha impulsado a las fuerzas productivas más allá del concepto de “ganancia”, pero ni burgueses ni trabajadores logran superar fácilmente el obstáculo epistemológico que les impide imaginarlo. Marx percibió que las categorías teóricas mencionadas más atrás, y otras de la misma naturaleza, no constituyen una propedéutica de la economía política, sino temas legítimos que pueden ser considerados objetivos del análisis científico.
Las distintas corrientes de la supuesta “ciencia económica” burguesa consideran, por ejemplo, que la transformación del capital-dinero en plusvalía constituye un fenómeno semejante al regido por las leyes de la naturaleza, y no una relación específica de categorías sujetas a la crítica. Si el fordismo había englobado, y transcripto a su modo, algunos aspectos de la experiencia socialista, el post-fordismo ha destituido tanto al keynesianismo como al “socialismo”. El post-fordismo, vinculado como está al general intellect, conjuga a su modo instancias típicas del comunismo, como la abolición del trabajo y la disolución del Estado.
El nuevo y creciente proletariado posfordista se yergue desde la indeterminación de la multitud trabajadora y exige que se lo interpele en su inteligencia. Ya no es fuerza de trabajo, es General Intellect. Su presencia, afirma Luis Lea Place, permite que se puedan ganar elecciones sin trabajo territorial, sin movilizaciones masivas, sin “cuadros” (los menguantes intelectuales orgánicos), sin estructuras piramidales, sin la parafernalia otrora considerada indispensable. Y afirma: “Es la razón por la cual las fuerzas progresistas y revolucionarias, si no perciben estas modificaciones en la conciencia de las personas, dejarán el campo libre para el desarrollo de la reacción”. Lea Place no lo menciona, pero este cambio de época también impregna al procedimiento de las propias elecciones convencionales de la democracia, elecciones que pierden crecientemente centralidad en tanto que están destinadas a escoger “representantes” autorizados a administrar el estado (y que justamente por ser representantes ven evaporarse su capital simbólico).
Haciendo abstracción de los procedimientos de coacción física, las relaciones de poder entre las personas proceden, en última instancia, de la existencia de valor en los valores de uso en la economía, y de la representación en términos políticos. La lucha política por la liquidación de tales relaciones de poder debería partir de la constatación de la inmanencia de la ley que rige el ocaso del sistema capitalista. Pero lucha política, y no contemplación complaciente, porque el fordismo mantiene una vigorosa existencia y en las comunidades actuales conviven y disputan ambas formas de conciencia. Esta mezcla de subjetividades se refleja en la conducta humana, inclusive en la interioridad de las mismas personas.
El vehículo de esta organización de nuevo tipo y del flujo incoercible de la información y el intercambio, así como de la emergencia del General Intellect, es la construcción del común a través de la lógica digital y la conexión en tiempo real. Gilles Deleuze trataba de comprender cómo la interfase comunicacional se inserta en lo interno de su propia actividad. Ello está relacionado con una hipótesis de Marx, adelantada también en los Grundrisse y por largo tiempo inadvertida: el capital fijo se transforma en producción autónoma de subjetividad. Al percibir de modo autoconsciente que forma parte de una red productiva que permanentemente toma decisiones y construye conocimientos, el neoproletario incorporado como capital fijo se autonomiza subjetivamente. La subjetividad es un ingrediente de indeterminación, por lo que se convierte en potencialidad absoluta: no solamente la eclosión de riqueza social ha generado las bases materiales de la emancipación humana, sino que el capitalismo, en su seno, ha construido el modo de producción autónomo también como subjetividad, en la interioridad del trabajador. El empresario capitalista se vuelve innecesario. La producción se vuelve externa al capitalista. El comunismo se ha hecho posible en acto.
La lógica digital niega la propiedad privada, afirma Lea Place. Más aún, edifica una unidad de nuevo tipo para la humanidad, distinta de la unidad de antaño basada en la representación. La nueva unidad, nunca concluida hasta hoy, y consiste en un universal concreto donde convive lo múltiple, la infinita riqueza del ser del común.
Lea Place nos advierte que la confusión de Paolo Virno, Toni Negri y otros teóricos neomarxistas, quienes denominan “trabajo inmaterial” o “trabajo intelectual” a la actividad productiva del General Intellect, es propia de una etapa de transición, en la que coexisten el fordismo y el posfordismo; y es factible que las clases hegemónicas del primero, intenten todavía apoderarse de parte del excedente generado por el segundo. El trabajo en la sociedad de clase crea riqueza y valor; el posfordismo crea riqueza y crea producción, pero sin valor, esto es, sin trabajo, por lo que no tiene sentido denominar “trabajo intelectual” a la actividad conceptual posfordista.
Correctamente, más adelante Virno reflexiona que en el posfordismo el pensamiento “privado” se transforma en “público” y la actividad laboral adquiere muchos rasgos que pertenecían a la acción política.
La política, etimológicamente el interés en los asuntos del común, se desplazó en la sociedad de clases (y en especial en el sistema capitalista) a significar la “cuestión del poder”. En un primer momento de la constitución de la subjetividad posfordista, la “política” resulta identificada por el pensamiento autónomo con la “política partidaria” que predomina en el sistema fordista, la “política” de la representación vertical espuria, por lo cual repugna crecientemente a las amplias mayorías. La política recupera su dignidad cuando se verifica como actividad en el seno de una red distribuida, en la que los nodos se relacionan entre sí sin mediación representativa alguna.
Pero hay un peligro. En esta prolongada transición, la formación de un intelecto autónomo y crítico se halla sometida al ruido infernal de los medios hegemónicos y la plétora inmanejable de los datos que obliteran la posibilidad de abstraer lo esencial. El semiocapitalismo, como lo llama Bifo Berardi, emana flujos semióticos que contaminan la info-esfera. Sin embargo, ante esta patología existe un remedio. En lugar de la simple conexión, que reduce los elementos semióticos a un formato compatible, la articulación de las personas puede verificarse también como conjunción, fusionando las singularidades humanas a través de la afectividad. Aquí los flujos culturales, la música, la poesía, filtran la contaminación, ahuyentando el miedo y la depresión.
La naciente consciencia posfordista es muy débil en gruesas franjas de nuestra sociedad, debido a que resulta un fenómeno nuevo y en desarrollo. Al resultar la consciencia postfordista crecientemente refractaria a la organización delegativa, pero a la vez, todavía sin constituirse todavía definitivamente en General Intellect, queda a la deriva y a merced de la lógica comunicativa de la reacción. No es que los multimedios concentrados y la comunicación política-marketing sean invencibles: somos nosotros los que facilitamos y potenciamos sus posibilidades, con nuestra incomprensión de este fenómeno nuevo en la consciencia.
La organización en red es un desafío grande para la humanidad, que desde hace siglos vive determinada por la inercia de estructuras piramidales jerárquicas. Adquirir conciencia del problema y formular hipótesis para solucionarlo será, sin duda, una pesada labor.♦♦
[…] JOVEN LLAMADO MARX LA FOTOSÍNTESIS DEL CAPITAL TagsCazes Camarerodemocracia del comúnfordismonodospostfordismo Previous […]