escribe Pedro Cazes Camarero
Los sucesos acaecidos en la República Argentina, y especialmente en la Ciudad de Buenos Aires, durante los días 19 y 20 de diciembre de 2001, modificaron dramáticamente el espacio político del país: escenificó la aparición de actores nuevos y el mutis por el foro de otros veteranos, incorporando a la Argentina en la vanguardia del cambio social del siglo y el milenio.
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Dos décadas son suficientes para contemplar con apropiada perspectiva qué es lo que pasó y qué es lo que no ocurrió ahí, aunque tal vez no alcancen para explicar por completo los mecanismos de los sucesos futuros.
El 2001 no se pareció al Cordobazo de 1969, y el Cordobazo no se pareció al día de la Lealtad de 1945, acontecimientos los tres (como veremos más adelante) que dibujaron de manera indeleble el perfil de nuestra época. La única certeza es que hay una columna vertebral permanente en esa Argentina contemporánea, espina dorsal conformada por carencias y riquezas, problemas y esbozos de soluciones, que no se han resuelto hacia una dirección definida, y sólo se han profundizado en los veinte años transcurridos.
Desde esa perspectiva, sostenemos que la única pregunta no debería ser si tendremos una nueva tempestad para temer y esperanzarnos, sino cuándo y cómo será.
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Hank Willis Thomas. Huelga, 2018
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EPIFANÍA
Los procesos revolucionarios son “fenómenos emergentes”. O sea, surgen de la nada.
Antes no estaban, después sí. Los partidos revolucionarios conspiran, porque son teleológicos. Pero los procesos revolucionarios obedecen a leyes inmanentes. En el seno de la “emergencia” parecería existir un propósito, pero eso sólo es un espejismo; a los procesos revolucionarios les da lo mismo la finalidad que se proponen los partidos. Las conspiraciones forman parte de la inmanencia, sin percibirlo. En el seno de la infinita multiplicidad del ser, tales aventuras humanas se dan por hechas, por inevitables.
Cuando una persona actúa en el seno de un proceso emergente, se percibe a sí misma como voluntad independiente, lo cual es parcialmente verdad: Malinowsky traiciona, el Che Guevara combate. Pero la inmanencia los contiene, como agentes de un emergente que nadie planea en particular. Por lo tanto, las voluntades individuales se auto-perciben como independientes, pero no lo son en absoluto. Lo que ocurre es que el plan general no es teleológico y por lo tanto no existe, no es un plan.
La aurora de los días, la gloria de la humanidad, como dice la canción, sólo parece poseer astutas estrategias porque nosotros, sus voluntariosos heraldos, somos incapaces de detectar que estos planes luminosos constituyen espejismos que terminan subsumidos, aunque tal vez no olvidados. Así que sucumbimos a la desesperación, justo al borde de la playa.
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EL CAPITALISMO MUNDIAL DE ESTOS ÚLTIMOS 50 AÑOS…Y EL 2001
Desde hace medio siglo se viene produciendo un cambio en la estructura del capitalismo mundial. Algunos componentes que se esbozaban de un modo potencial comienzan a manifestarse en la vida real.
¿Dónde estábamos parados? En un régimen de creación de mercancías estandarizadas, producidas con tecnología mecánica, que suele conocerse como fordismo. Eso es lo que está siendo desplazado por otro régimen de producción, basado en el despliegue de nuevos medios electrónico-informáticos, que suele conocerse como postfordismo.
En él, la innovación permanente, que ya era una cualidad del capitalismo desde sus inicios, se multiplica vertiginosamente.
La satisfacción de las necesidades de las grandes mayorías, que había sido la manera obvia de la obtención de ganancias, se orienta ahora hacia la construcción de un discurso que sea capaz de movilizar el deseo del consumidor.
Un máquina lingüístico-comunicacional intenta conferir sentido a la panoplia de mercancías que se ofrecen al universo de los consumidores.
¿Qué cambió entonces, la escala? No.
La industria de producción de bienes a gran escala, no desaparece en tanto supuesta fuente de valor, pero se manifiesta de un modo diferente que en el pasado. Mientras la productividad del trabajo crece exponencialmente, las mercancías individuales contienen cada vez menos trabajo humano acumulado, y la realización (conversión en dinero) de la plusvalía se vuelve cada vez más dificultosa.
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Este complicado proceso en el que cada vez hace falta menos trabajo humano y más aplicación de medios electrónico-informáticos, se da en el marco de un cambio en el dispositivo de gobierno del capitalismo mundial.
La potencia productiva se desconcentra, pero el comando del proceso productivo y la apropiación de la renta se centralizan, presentando una nueva relación entre producción y finanzas, las cuales gobiernan la dinámica de la renta, tanto en la captura de parte del evanescente valor producido, como en el despliegue de circuitos de acumulación que operan por fuera de la esfera productiva (aunque los bordes de ésta comienzan también a desvanecerse).
Ocurre, entonces, que bajo la dominación creciente de la Elite Financiera Internacional, la máquina capitalista se ve impulsada a generar una oferta con mayor complejidad lingüístico-comunicacional, destinada no sólo a un público culturalmente sofisticado, sino a la gran masa de la población, forzada a incorporarse a la vida postfordista, de la cual es cada vez más difícil huir. Ha quedado claro con la eclosión de la pandemia: se impulsa bruscamente a incorporar una pauta de consumo digital, sin la cual es prácticamente imposible interactuar socialmente.
Tanto la innovación de nuevos productos como la difusión de esos dispositivos al resto del sistema productivo en el postfordismo están vinculadas a la creación de técnicas de producción crecientemente basadas en la ciencia, con el desarrollo de nuevos diseños que logran convertirse en dominantes a los ojos del consumidor, a través de técnicas mejoradas de comunicación empresarial.
La generalización de tal potencia productiva genera una tendencia a la sobreproducción y la “obsolescencia moral” de las innovaciones precedentes.
La irrupción de los nuevos medios de producción electrónico-digitales no se contradice con nuevas formas de explotación y de precarización del trabajo, tanto en las actividades periféricas como en las más avanzadas de la época. La desesperación ante la caída de la tasa de ganancia y la desaparición del valor impulsa a introducir formas brutales de reducción de costos.
Una larga historia de luchas por la conquista de derechos económicos e incluso políticos tiende a revertirse, y los cambios no sólo se dan en la instancia del proceso de trabajo, sino también en la esfera de los hábitos básicos de la vida cotidiana.
Hemos dicho que este artículo está destinado a reflexionar sobre la experiencia verificada en la Argentina hace ya dos décadas, el 19 y 20 de diciembre de 2001. En aquellos días, nuestra vida cotidiana se hallaba mucho menos poblada de computadoras, teléfonos celulares o impresoras 3D, pero los argentinos ya sufríamos las consecuencias del cambio de los vientos del capitalismo.
El capitalismo postfordista, después de la década de 1990, deja afuera del sistema una fracción cada vez mayor de la fuerza de trabajo, que va siendo sustituida por el aumento de la productividad del sistema.
La introducción de la ciencia y la técnica en las “máquinas”, como las llamaba Marx en 1857, o sea la informática, la electrónica, la digitalización y reorganización del proceso productivo, requiere cada vez menos trabajo humano. Ese personal expulsado es incapaz de encontrar lo que los sindicatos denominan “trabajo decente”, nunca más.
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La primera vez que escuché hablar del General Intellect, aunque no con ese nombre, fue en mi adolescencia a comienzos de los años 1960, cuando cayó en mis manos una especie de autobiografía de Ishiro Honda, el fabricante de autos japonés.
Ese día Yuri Gagarin había regresado con éxito al hogar, mi madre hacía restallar unos bifes en la cocina y yo palpaba, sobre el hule algo pegajoso de la mesa, aquel libro de suntuoso papel ilustración, lleno de ilustraciones a todo color, mientras la televisión obsequiaba borrosas imágenes soviéticas del cosmos en blanco, negro y sobre todo, gris.
La foto que el libro exhibía, en una página cualquiera, era un jardín japonés de arena, con una roca protuberante en un costado, y rayas paralelas trazadas con un rastrillo simulando un mar. Más atrás, se vislumbraba un jardín standard con pasto y algunas flores. Entre el pasto, un pequeño surtidor lanzaba una módica llovizna sobre las plantas. Junto a la ilustración, se reproducía un relato del magnate. Contaba que se hallaba en ese sitio bucólico cuando irrumpió por el sendero un hombre muy pobre quien, sin decir palabra, acercó sus labios al surtidor, bebió largamente, y se marchó.
Honda se preguntó por qué, a pesar de que el menesteroso se había apoderado del agua limpia que era de su exclusiva propiedad, ni a él ni a sus sirvientes se les ocurrió impedir que el hombre la bebiera, ¡o perseguirlo después para que la pagara! Sacó como conclusión que el agua potable era tan barata que funcionaba como si no valiese nada: para todos los efectos prácticos era gratuita. Finalmente, meditó, eso que hoy en día pasaba con el agua, iba lentamente a ocurrir en el futuro con todos los bienes terrenales del hombre, que perderían poco a poco su valor.
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El relato, en contrapunto con el cielo constelado rodeando el rostro de Gagarin, enmarcado en su casco espacial con una sonrisa tenue, tipo Gioconda, quedó archivado en los arrabales de mi memoria hasta pocos años después, cuando de la misma manera casual llegaron a mis manos unas fotocopias azules y gastadas. Reproducían el “fragmento sobre las máquinas” escrito en 1857 por Carlos Marx.
Con estupor, comprobé que cien años antes de que el multimillonario Honda dijera en su jardín que los bienes terrenales perderían poco a poco su valor, ya Marx lo había señalado: la ciencia y la técnica permitirían que el precio, esto es, la forma monetaria del valor de cambio de las cosas, disminuyera hasta desaparecer, sin que por ello la utilidad física de los objetos menguara en absoluto.
De manera clarividente, Marx describía el fin del mundo de la necesidad y, sobre todo, un fenómeno por venir asombroso e inevitable: la desaparición del valor de las cosas y por lo tanto la extinción de las mercancías. Pero además, Marx le ponía nombre, de la manera más casual, al agente capaz de reemplazar la fuerza de trabajo humana en el mundo futuro de la riqueza y la sabiduría: el General Intellect.
De un plumazo, fugazmente, la cortina que usualmente vela nuestra vista nos dejaba percibir un breve destello de lo que vendrá. Los proletarios, sometidos a la miseria, la ignorancia y las privaciones, serán reemplazados por los cognitarios, poseedores del conocimiento científico- técnico y capaces de organizar el trabajo y de persuadir a las máquinas y a la naturaleza para generar un mundo de saber, de riqueza y de armonía.
Por aquellos días de los ’60, las computadoras eran enormes mamotretos carísimos y los teléfonos unos artefactos negros escasos, nada baratos, generalmente atornillados a la pared. La televisión era en blanco y negro, tenía cuatro canales y sólo podía recibirse alrededor de las grandes ciudades.
La gente escuchaba radio, y los receptores enormes, que los gatos apreciaban en invierno, estaban poco a poco siendo reemplazados por los pequeños artefactos a transistores que eran por entonces lo único que venía del Japón (y los bolígrafos).
Sacando el teléfono, inmóvil como una pirámide, las redes compartían con el diario y los libros el carácter de “broadcast”: la información procedía de un centro; los nodos sólo la recibían.Era un mundo ingenuo, pero autoritario.
Hubo un ayer cercano en el que nos explotaban de manera tranquilizadora. Hasta el sufrimiento era tranquilizador. Uno iba a la escuela y escribía laboriosamente en el cuaderno, la tiza chirriaba en el pizarrón, llovía en invierno. Te enfermabas, y la abuela o tu mamá te cuidaban, aplicándote cataplasmas de mostaza. Por las calles circulaban grandes automóviles, y los obreros atestaban los tranvías y los trenes rumbo a las fábricas. De joven, conseguías también trabajo allí. No importaba mucho si era una metalúrgica enorme o un frigorífico; más o menos daba lo mismo. Te pagaban, a veces te echaban, conseguías trabajo de nuevo. Si eras varón, el Estado te secuestraba a cierta edad durante uno o dos años para servir de esclavo de los oficiales bajo la tiranía de un sargento no muy diferente de los capataces. En el mástil, una bandera idéntica a la de la escuela te generaba la misma emoción indescriptible. Pasaban los años, te casabas, venían los hijos, los golpes militares. Todo cambiaba, y a la vez permanecía tenazmente igual. Pero un día todo cambió.
En la obra en construcción, por ejemplo, bajo una chapa de zinc perforada, todavía los chorizos humean sobre la parrilla oxidada. Todo parece igual a cincuenta o sesenta años atrás: una vieja carretilla se queja bajo el montón de ladrillos, el capataz se hace servir el sándwich inaugural, los obreros se sientan en los tablones del encofrado… Y cada uno saca del bolsillo el celular (1).
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EL GENERAL INTELLECT HA LLEGADO
Valga esta presentación del concepto para comprender hacia dónde avanzó el capitalismo. Y la Argentina.
El Consenso de Washington, un proyecto neoliberal maximalista pergeñado en los años ’80 de Reagan y Thatcher, se diseminaba con éxito por el mundo y encontró al país, que por entonces acababa de salir de dos experiencias sucesivas de hiperinflación, la oportunidad de oro para su implantación extrema.
Estafando a los votantes peronistas, Carlos Menem se hizo elegir presidente levantando un difuso programa desarrollista, que abandonó al asumir.
Poco tiempo después, sorprendió a los propios neoliberales al implantar la convertibilidad del peso argentino con el dólar. La relación uno a uno del peso con el dólar era solamente un programa monetario, pero de inmediato excedió largamente esos límites para adquirir un carácter político estratégico.
Una población disciplinada por el caos de la hiperinflación acogió con gusto un ancla para los precios, cuyo carácter fatal no era evidente al comienzo. En el discurso oficial reproducido in extremis por cuanto canal estuviera disponible, el Estado era la bestia negra que impedía el desarrollo económico, por lo cual la renuncia formal a la autonomía monetaria por parte de las autoridades era presentada como ventajosa, en especial la independencia del Banco Central respecto del Poder Ejecutivo, cuyo foco debía ser la inflación y abandonar la meta del crecimiento económico.
El paradigma impuesto subordinaba por completo la política a la economía y ésta a la convertibilidad. El Ministro de Economía se convertía así en el sacerdote supremo de una tecnocracia que se pretendía más allá de la política, aunque concentrada en asegurar la renta financiera a través de mecanismos perversos que desmantelaron la industria, lanzaron a millones de argentinos a la marginalidad y se apoderaron también de fracciones importantes de las ganancias empresarias.
Tras un breve lapso expansivo, la convertibilidad argentina comenzó a mostrar sus inconsistencias. Toda discusión acerca de implementar planes políticos para expandir la producción y el empleo era sofocada por el dogma monetarista, sostenido a sangre y fuego. La aparición en la escena política de la Alianza no modificó el corazón del problema, ese mismo que los neoconservadores sostenían que era la solución. Cerradas las fuentes de financiación, vendido a precio vil el patrimonio estatal acumulado por generaciones, el recurso fue recortar los salarios públicos y las jubilaciones en una orgía disparatada.
Argentina quedó tan destruida como si hubiera atravesado una guerra; miles de fábricas quebradas abrían las bocas oscuras de sus ventanas sin vidrios, sus techos hundidos, sus máquinas oxidadas, a las calles donde vagaban buscando sustento la mitad de los trabajadores sumidos en la pobreza e incluso en la indigencia.
Pero eso no era todo: una deuda impagable, contraída en divisas, atenazaba el gaznate del país.
¿En qué momento, por qué oscuros mecanismos esta catástrofe adquirió la forma pura de la política? ¿Cómo fue que la indignación dio lugar a la insurrección, a la sangre en las calles, al helicóptero presidencial en fuga a través del cielo de la tarde?
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EXCEDENTARIADO Y PRECARIADO
El excedentariado y el precariado no son el ejército industrial de reserva del que hablaban Marx y Engels, o sea, el contingente de desocupados que varía de tamaño según los ciclos capitalistas clásicos, una cantera de la cual en etapas de prosperidad el sistema recluta y a la cual expulsa parte del contingente laboral.
Según Miguel Benasayag,
el excedentariado, la población que al sistema le sobra, sufre el capitalismo en su propio cuerpo, y precisamente por eso los cuerpos se manifiestan: se muestran en los lugares donde el exceso de lujo es grosero, donde asquea el confort del poder. En cada uno de los casos, no importa la geografía, la respuesta salvaje de los dueños de todo confirma a través de la represión policial su mensaje: ‘sí, sobran, y van a desaparecer’. Que quede claro que la ‘desaparición’ no implica necesariamente la desaparición física. Se exige a esa población excedentaria que sufra en silencio y que desaparezca de los lugares visibles. La respuesta, entonces, es colérica (2)
El precariado es el excedentariado que todavía se aferra con las uñas del borde del sistema, el cual no ha llegado aún a eyectarlo. Como fenómeno masivo, implica la exclusión respecto a derechos cívicos, educativos, culturales, económicos, políticos, sociales, etc. Esta pérdida en gran escala se ha observado raras veces desde la Segunda Guerra mundial en naciones urbanizadas que no hayan experimentado guerras o catástrofes.
Forzados a aceptar la inseguridad de su trabajo, se ven expropiados incluso de una identidad de oficio. Cualquier cosa les viene bien. Consagran buena parte de su tiempo no a trabajar, sino a la búsqueda de trabajo, actividad por la que obviamente no se les paga.
Ya no se les explota solamente durante el trabajo, sino también en su tiempo libre. No reciben jubilación o pensión, vacaciones pagas ni cobertura por enfermedad. La prestación por desempleo, cuando existe, se brinda sólo a los indigentes o para entrar en la categoría hay que probar que se está buscando trabajo. Frecuentemente los miembros del precariado suelen encontrarse muy endeudados, lo cual constituye un dispositivo adicional de explotación.
¿De dónde proceden los precarizados? Ante todo son personas que provienen de la clase obrera, cuyos padres en el ciclo de producción fordista tenían empleos estables y compartían un “orgullo obrero”; o de la clase media urbana, cuyos trabajos administrativos o comerciales han desaparecido.
En la nostalgia continua de un pasado perdido, parte de esos sectores empiezan a sentirse tentados por los movimientos neofascistas. Luego, claro, están los migrantes. Las minorías étnicas, culturales, religiosas, que van perdiendo su identidad y su ligazón geográfica, y sumisamente intentan sobrevivir.
Sin embargo, una parte del precariado que crece rápidamente lo constituye la gente que ha recibido educación superior.
Se les ha prometido un porvenir, una carrera. Pero sólo una parte menor ha tenido la suerte o la astucia de escoger las áreas técnicas donde florece el cognitariado: la programación, las matemáticas, la genómica, la nanotecnología. Los eruditos en francés, en literatura, en humanidades en general, en arte, en filosofía, oficios que ennoblecían la cultura capitalista en los años perdidos del fordismo, ya no encuentran los nichos esperados.
Sin el hábito obrero de recurrir a organizarse colectivamente, los sindicatos les son ajenos, y para ese precariado el peronismo y los partidos progresistas son una mueca macabra. Aquí también, hundidos por la desesperación y la ira, el fascismo encuentra reclutas, y los convence de que la tierra es plana y la vacuna antiviral, una estafa.
Parafraseando al Marx joven (3) los precariados hacen lo que no quieren, no pueden hacer lo que quieren; esta frustración permanente los conduce a la pasividad y la anomia, y a la vez, paradójicamente, a una ira profunda que puede unirlos a las huestes encolerizadas del excedentariado, como ya ocurrió en 2001, abrazados a la clase media expropiada en sus ahorros, en un vendaval que hunda el propio sistema en una noche. O bien puede llevarlos a abrazar la barbarie de la ultraderecha.
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LA SOMBRA DEL 2001
El 19 y 20 de diciembre de 2001 fue escenario de una insurrección “a la Argentina”, las cuales suceden más o menos cada cuarto de siglo. Lo señalamos más arriba: 1945 fue una, 1969 otra(s).
Las formas clásicas sindicales y políticas de la representación (la CGT, el gobierno de la Rúa y el renunciado Chacho Álvarez), ya no contenían el movimiento de masas.
Las muchedumbres que el decrépito capitalismo periférico venía expulsando coagularon en las últimas décadas en múltiples experiencias de construcción colectiva, destinadas a resolver el drama creciente de los trabajadores excedentarios o precarizados, a través de un asombroso mecanismo de auto-organización. Pese a las exigencias básicamente económicas, las tácticas escogidas de lucha callejera organizada implicaron, automáticamente, la cuestión del poder político.
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La clase trabajadora argentina ha acumulado una experiencia potente e igualitaria, desde el primer peronismo. Ha dejado para siempre de ser sumisa (incluso en sus modales) y ha adquirido la sabiduría de la lucha para la defensa de lo ganado. El propio Mario Vargas Llosa, gran epígono del neoliberalismo, confesó, ante una multitud rugiente que en Buenos Aires exigía la restitución de ciertos derechos conculcados, su admiración frente a esa capacidad incólume del movimiento de masas argentino para reaccionar colectivamente.
Ese sujeto político ya no está constituido por la antigua clase obrera peronista que fue protagonista de las grandes movilizaciones desde 1945 y de la victoriosa resistencia hasta 1973. Un nuevo actor viene irrumpiendo durante las últimas décadas. Es la fuerza social que desde el 19 y 20 de diciembre de 2001 hace planear su sombra sobre todos los grandes conflictos argentinos.
Hay algo que oblitera la percepción kirchnerista del movimiento de masas. Ni Cristina ni posiblemente Néstor desarrollaron nunca una verdadera conciencia en el sentido de que ellos llegaron a la victoria electoral del 2003 expropiando las enormes fuerzas revolucionarias desencadenadas el 19 y 20.
Esa sombra constante que murmura al oído es una fuerza social conformada, ante todo, por el inmenso movimiento de las mujeres; pero también por los pobres de la ciudad, los trabajadores excedentarios o precarizados, los villeros, los piqueteros, los inmigrantes, la economía popular y por supuesto, los obreros y demás trabajadores asalariados.
Macri y Cía. asumieron con un programa civilizatorio alternativo, esto es, enarbolando la audaz pretensión de cambiar la cultura social de los trabajadores, los intelectuales, e incluso de la propia burguesía superviviente.
Pero la contracción del “trabajo necesario” (salarios directos e indirectos) por vía de la acción del Estado resulta problemática en la Argentina. El gobierno macrista lo experimentó: doce sucesivas movilizaciones defensivas, de escala gigantesca, que involucraron literalmente a millones de personas en todo el país, inundaron las calles argentinas, durante sus tres años de gestión. Debemos repetir, porque es clave, que éstas fueron luchas defensivas. En dos oportunidades adicionales, en ese contexto difícil, el movimiento de mujeres impuso su presencia abrumadora, policlasista, de dimensiones titánicas, y sobre todo, ofensiva.
La reducción (no tan drástica como deseaba el gobierno) de las jubilaciones sólo pudo ser formalmente impuesta a través de la represión. Ante el intento de “reforma laboral”, la reacción de las masas enfurecidas creció de modo tal que el macrismo se asustó y tuvo que retroceder. El valor de esa victoria no debería subestimarse.
Esas resistencias no fueron lideradas por el kirchnerismo ni por los burócratas de la CGT. Fue un emergente de las masas y colectivos autonomizados.
Hace muy poco, a mitad del mandato de Macri, se logró hundir un proyecto estratégico de las clases dominantes. Ahora es preciso que la multitud profundice sus demandas sin subordinarse a las llamadas a la resignación y la pasividad.
Por eso, Joe Biden y el FMI insistirán en la reconstitución de un gobierno neoliberal y sumiso, el mismo que están impulsando en el planeta entero, pero esas pretensiones van a chocar antagónicamente con el desborde de las masas argentinas. Estas ya pasaron “por ventanilla” a cobrar las promesas incumplidas del 2019. Veremos qué pasa ante la subordinación al mandato imperial.
La clase media urbana que convergió con los colectivos piqueteros en 2001 ha abrazado el fascismo con una sorprendente fuerza ideológica.
El odio a la multitud, el asco gorila, ha prevalecido sobre el daño que el macrismo provocó sobre sus bolsillos.
Esa fuerza social está perdida por ahora.
Pero los veinte años transcurridos no han pasado en vano.
¿Qué hay de nuevo en el movimiento emancipatorio del 2021 que echábamos de menos allá por comienzos de siglo?
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Lo que permitió el escamoteo del movimiento revolucionario del 2001 y su institucionalización parlamentaria fue que el asambleísmo, en realidad, carecía de cuadros. Los militantes eran incapaces de ver cuál es la etapa política que se abría y mucho menos de encontrar respuestas profundas y creativas.
En el año 2001, el General Intellect se hallaba en la infancia, el cognitariado crecía balbuceando y no existía una teoría revolucionaria para la etapa. Los intelectuales orgánicos de los partidos resultaban todavía necesarios para la mediación con la praxis emancipadora de las masas, pero los pobres intelectuales eran tan anacrónicos como los partidos mismos.
Ahora ya podemos decirles adiós. El capitalismo ha puesto su contrario, diría Marx, el intelectual colectivo ha madurado. Aquí los esperamos.
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Pedro Cazes Camarero – Magister en Epistemología – Investigador – Ex- director de Revista Crisis
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Referencias
(1) Cazes Camarero, Pedro, de un libro en etapa de redacción con Luis Lea Place.
(2) Benasayag, Miguel, ¿Funcionamos o existimos?. El excedentariado, del capítulo “La Posdemocracia”, apartado primero en Hacia un imaginario subversivo, pp. 87, Buenos Aires, Editorial Prometeo, 2021.
(3) Marx, K, Cuadernos económico- filosóficos, 1846. Buenos Aires, SME, 1965.
La foto de diciembre 2001 pertenece al libro «Diciembre», publicado por http://www.sub.coop/es/publicaciones/libro-diciembre-es
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El material que publica la revista web www.purochamuyo.com / Cuadernos de Crisis pertenece al Colectivo Editorial Crisis Asociación Civil. Los contenidos solo pueden reproducirse, sin edición ni modificación, y citando la fecha de publicación y la fuente.
REGISTRO ISSN 2953-3945
Muy bueno!!! Profundo y esclarecedor
Una leccion de historia,hechos analizados en su contexto.Las citas maravillosas. Feliciaciones de una victima del que se vayan todos, que permitio el fenomeno Luis Z
[…] LA SOMBRA DEL 2001 […]