escribe Franco ‘Bifo’ Berardi
LIBERTAD Y POTENCIA
Desde el primer día de la pandemia, y con las consiguientes medidas de confinamiento y restricciones a la libertad de movimiento de los ciudadanos, la opinión pública se dividió en dos campos: los que rechazaban estas limitaciones a la libertad individual, y quienes sostenían la necesidad de una regulación más o menos estricta de la interacción social.
Los propios límites que definen las fronteras políticas de “derecha” e “izquierda”, se desdibujaron: los que impulsaron una rebelión y se embanderaron en contra de las medidas restrictivas fueron quienes podemos llamar las derechas nazi-libertarias. ¿En qué cabeza cabe que los anarquistas y los sectores de la izquierda respeten las reglas y los fachos reclamen tener la libertad para hacer lo que deseen?
Esta inversión de los roles muestra hasta qué punto la geografía política del siglo XX no sirve para explicar los fenómenos del siglo actual, pero también revela una confusión filosófica que ha atravesado la historia política moderna. El concepto de libertad, un lugar común indiscutible del discurso público, debe ser revisado en el marco de la complejidad actual, y a la banalidad del discurso político hay que someterla a una reconsideración crítica.
Los escuadrones supremacistas norteamericanos con armamento que intrusaron los edificios públicos para protestar contra las restricciones por el Covid que impuso el Estado, reivindicaban su libertad y enarbolaban pancartas con la consigna que su país es la tierra de los libres (The Land of the Free).
¿De qué libertad hablaban estos energúmenos? Estados Unidos de América escribió la palabra libertad en sus documentos fundacionales, pero desde el primer minuto los legisladores de ese país decidieron olvidar a los millones de esclavos. Estos energúmenos, entonces, están hablando de una libertad que legitima y garantiza el esclavismo.
En los primeros días de confinamiento en Italia, en marzo 2020, cuando las autoridades decidieron que toda la población entrara en cuarentena excepto los trabajadores considerados como esenciales, algunos analistas, y en particular el filósofo Giorgio Agamben, se opusieron a la lógica de esas medidas restrictivas, con el argumento de que “el despotismo tecno-sanitario preparaba el terreno para un sistema de control tecno-totalitario generalizado”.
Esa observación de Agamben no me parece infundada, y creo que la agresión de la que fue objeto es un síntoma del conformismo intelectual.
Sin embargo, yo no me reconozco en el palabrerío ‘libertario´, ni comparto la crítica a las medidas de confinamiento, porque pienso que la oposición contra estas reglas oculta la manipulación de un concepto que, aunque tenga buenas intenciones, no está filosóficamente fundado, y en esta coyuntura es sobre todo un eslogan vacío: el concepto de ‘libertad’.
En este paradojal intercambio de roles, los anti-autoritarios de ayer exigen el respeto a las regla, mientras los fascistas reclaman libertad contra la opresión que ejercitan los gobiernos ‘izquierdistas’.
Algunos criminales como Trump, Bolsonaro y toda su cría, lanzaron campañas contra las restricciones, y pusieron la palabra libertad en el centro mismo de su política manifiestamente reaccionaria y autoritaria. Antes de antes, los héroes románticos morían batiéndose por la libertad contra el dominio tiránico.
Hoy son los liberal-fascistas los que gritan libertad y ‘no a los barbijos y tapabocas’. La libertad que importa es la de explotar a los que solo tienen la libertad de ser explotados o morir. En el universo de la desigualdad, libertad significa supremacismo, privilegio, violencia.
La retórica de la libertad se basa en un malentendido
Me propongo pensar sobre el fundamento filosófico de la retórica de la libertad en la época moderna, y en el aprovechamiento que hicieron los paladines de la libertad económica de este concepto: libertad de empresa, no libertad de los trabajadores.
Asimismo, quiero preguntarme sobre el uso instrumental de la retórica de la libertad por parte del imperialismo occidental, que emprende sus agresiones con el argumento de imponer la libertad a quienes no habrían entendido muy bien de qué se trata…
Por cierto, no pretendo desarrollar este tema de forma exhaustiva; me alcanza con delinear la génesis filosófica de este falso concepto de libertad y las paradojas pragmáticas que esto produce en el mundo real. Esto permitirá iluminar un poco la ambigüedad implícita en el concepto ‘libertad’ y la manipulación política que nace desde ahí.
El abuso político de la palabra libertad se asienta en una manipulación lingüística. Hay tres niveles diferentes que se confunden y mezclan: el ontológico, el político y el físico.
Es por eso que resulta factible identificar la esclavitud laboral con la libertad: de hecho, el régimen más automático y menos libre que ha existido sobre la faz de la tierra –el neoliberalismo- ha sido promocionado como el símbolo de la libertad, basado en el dominio absoluto de la acumulación de capital, sobre la esclavitud masiva del trabajo, y sobre la automatización de las relaciones semióticas.
El concepto de libertad, para la perspectiva humanista, en tanto libre albedrío, se deriva de la condición ontológica de independencia de la determinación divina.
En el marco del pensamiento humanista, la aventura humana no es la implementación de la conciencia universal de Dios y de la Providencia, sino el desarrollo práctico de proyectos individuales y colectivos. Incluso si Dios es la fuente de cada entidad, y si el conocimiento de Dios contiene la determinación de cada evento que se verifica en el mundo, Dios no decidió desde el principio no asignar ningún destino necesario a su hijo Adán, y sobre todo, a su hija Eva. Según la voluntad del propio Dios, las acciones de los humanos no están predeterminadas por su omnipotente voluntad. Para el espíritu humanista, la excepción humana consiste esencialmente en esto: la posibilidad de elegir, el libre albedrío. Dios quiere que seamos independientes de sus resoluciones.
Esta libertad ontológica es la condición que hace pensable la eficacia de la acción voluntaria, es decir, es la condición del tiempo histórico. La sucesión del tiempo toma un carácter histórico cuando la acción voluntaria es capaz de transformar la naturaleza y el ambiente que lo rodea.
Según Maquiavelo, la voluntad humana está dotada de la potencia de gobernar eventos y acontecimientos aleatorios, y de someter la naturaleza caprichosa de Fortuna –que en latín significa lo imprevisible de los sucesos humanos- a las intenciones del poder.
Potencia y libertad
La potencia de la voluntad y de la libertad de la acción voluntaria, en consecuencia, están ligadas con la política moderna. Pero el problema es que la retórica de la libertad supone que la voluntad sea infinitamente potente, y que esta potencia se inscriba en un espacio de libertad. Pero esto es un incorrecto y engañoso.
La acción voluntaria se desenvuelve en la realidad del mundo físico en el que choca con las fuerzas materiales: por eso la libertad existe solamente en el espacio de la potencia. No somos libres de hacer cualquier cosa, pero somos libres de hacer lo que tenemos la potencia de hacer.
Es un problema de potencia, no de libertad.
La pregunta ¿qué puede hacer un cuerpo?, es traducción de la pregunta ¿cuál es la extensión de la libertad de ese cuerpo? ¿Cuáles son los límites de su libertad?
La acción voluntaria no tiene lugar en un espacio de infinita apertura: las diferentes dimensiones de la realidad (el mundo natural, la descomposición del cuerpo, la presencia de otros cuerpos, las tecnologías) actúan como límites de la acción voluntaria, mientras las formas que se estructuran en la mente actúan como trampas epistémicas de nuestra imaginación y por tanto, como límites de la voluntad (entanglement, es la palabra intraducible que me gustaría usar aquí, y que traduzco como «trampas epistémicas»).
Si subestimamos la relación entre la potencia del contexto limitante y la potencia del sujeto, lo que queda es una libertad vacía. Desenlazar nuestra acción de las trampas que preceden a la voluntad y que la limitan es lo que yo prefiero llamar ‘autonomía’, más que ‘libertad’. En la Modernidad, desde Maquiavelo hasta Lenin, la voluntad pudo actuar de un modo relativamente autónomo, porque la potencia del contexto no era abrumadora: había una baja densidad tecnológica, y una lenta circulación de la información. La Modernidad desarrolló las tecnologías de la Revolución industrial, y fueron instrumentales para que la mano del hombre las usara a voluntad.
Sin embargo, en la modernidad tardía, la omnipotencia de la tecnología derrumbó esa libre voluntad, con la penetración de automatismos económicos y técnicos, y erosionó la textura del tiempo y la formación de la voluntad.
La potencia de la voluntad disminuyó de forma directamente proporcional a la creciente complejidad y potencia del Umwelt técnico, y finalmente la potencia de la voluntad se chocó con la omnipotencia del capital, cuyos automatismos técnicos y económicos, erosionaron el tejido temporal común de la sociedad.
Sin duda, las tecnologías en red hicieron posible la emancipación de un universo que tiene un carácter super-liminal: si bien son producto de la cooperación y la inteligencia de los humanos, su potencia va más allá de nuestra posibilidad de conocimiento y dominio.
En el marco que crearon las condiciones técnicas de la escritura alfabética, surgieron formas de conocimiento crítico, pero cuando los flujos de información en la red digital se aceleran más allá del límite de la elaboración secuencial, discriminar crítica y analíticamente entre verdadero y falso, se vuelve impracticable.
En este punto, la libertad se ha reducido a una mera ilusión óptica: la democracia formal nos engaña con que una elección es posible, y que la acción voluntaria puede cambiar el curso de los acontecimientos según una intención consciente, pero esta ilusión es desmentida, sistemáticamente. La voluntad colectiva aparece impotente ante la inexorabilidad del matrimonio entre la economía con la tecnología.
En aquella afirmación humanista de la libertad como condición ontológica, podía pensarse la libertad como concepto político, y con el libre albedrío, los seres humanos podían convertirse en ciudadanos; la libertad se convirtió en independencia de cualquier poder tradicional y tomó la forma de democracia. Pero luego el tecno-capitalismo despojó a la democracia de su potencia y reveló la fragilidad de la libertad como un concepto puramente político.
El colapso de la pandemia nos revela la imposibilidad de la libertad en las condiciones de esta hiper-complejidad, que produce la propagación de un virus en el cuerpo físico de la sociedad.
Vernos obligados a reconocer nuestra impotencia, provoca una sensación de frustración que alimenta una ola cultural de ira, desesperación y agresión. Hemos sido humillados por los efectos tecnológicos de nuestro propio poder cognitivo: esta humillación alimenta movimientos reaccionarios de nuevo tipo, que no son otra cosa que orgullosas declaraciones de ignorancia cuya meta es restaurar el orden supersticioso de la identidad.
La libertad política era eficaz, inclusive en un marco limitado, cuando la acción se medía en el espacio del conflicto y la colaboración con los otros, en un ámbito urbano construido a la medida de lo humano.
La premisa fundamental de la civilización moderna era que la consciencia aumenta nuestro poder; esto se ha vuelto paradojalmente en lo contrario. La expansión de nuestra consciencia redujo el espacio de nuestra libertad. Macro-tendencias y micro-eventos escapan al dominio de nuestra voluntad política, y recortan el espacio de la libertad humana.
Frente a la impotencia de la voluntad, ¿qué queda de la libertad?
¿Qué queda del libre albedrío cuando el tecno-capitalismo ha marcado sus prioridades y necesidades en cada aspecto de las relaciones humanas? Y ¿qué queda del pensamiento libre cuando los medios globales han estructurado cada instante de nuestra atención?
La libertad política fue borrada por la intervención de los automatismos tecnológicos en el flujo del lenguaje social.
De improviso, sin embargo, sucedió algo que no estaba previsto. Una micro-entidad, invisible, pero de materialidad concreta, cuya misión es proliferar, tiene el poder de enloquecer y hasta asesinar el organismo en el que penetra: el virus.
Este agente biológico desencadenó diversas transformaciones sanitarias en la vida cotidiana, y está provocando desconexiones en el campo económico, geopolítico, y algo no menos importante, en el campo psicológico.
La pandemia ha roto los automatismos económicos de oferta y demanda, de producción y distribución, provocando un colapso de la economía capitalista y la interrupción del funcionamiento de la máquina global. Al mismo tiempo, sin embargo, está creando nuevos automatismos no menos invasivos que los incluidos en la máquina económica: automatismos sanitarios, distanciamientos tecno-mediados, y obsesiones psíquicas.
El virus actúa como un factor de caos, y por el virus la voluntad consciente pierde su potencia.
Es así que la política se ha reducido a la implementación de reglas sanitarias, al mismo tiempo que la política irresponsable del individualismo facho-libertario se manifiesta como pura demencia agresiva.
La proliferación del virus actúa como un difusor del caos: a raíz del caos producido por lo invisible, la voluntad consciente pierde su potencia, y la política se reduce a la mera ejecución de las reglas sanitarias. Pero estas reglas, a su vez, no están asentadas en una certeza de tipo determinista, porque la circulación de la concreción material invisible que llamamos virus, es una variación infinita. Biólogos y virólogos procuran incesantemente obtener la regularidad de la difusión del contagio, para poder prever la evolución de la pandemia, y de ahí organizar la protección y la cura. Previeron una segunda ola después de la primera, que estamos transitando. Pero al fin de cuentas, nos dimos cuenta de que las olas son innumerables, porque el contagio es un acontecimiento totalmente singular.
El virus no nació un día determinado en Wuhan: existe desde siempre, solo que recientemente devino peligroso para el organismo humano. Y tampoco está destinado a desaparecer, sino que será una vacuna o una cura lo que pueda frenar el contagio. El virus está destinado a evolucionar en algo menos peligroso, según como evolucione el sistema inmunitario del organismo humano.
Es cierto que hay algunas regularidades visibles durante la pandemia, pero no son determinantes en la génesis y difusión del contagio, que se muestra de manera imprevisible. Un cierto determinismo está implícito en la transmisión de la enfermedad, pero el contagio desencadena continuamente emergencias imprevisibles. Que el organismo dañado sea una singularidad que no corresponde a un modelo homogéneo, y que cambia continuamente por el contexto ambiental técnico, económico, de hábitos y de conductas sexuales es lo que lleva a que la búsqueda de un modelo de contagio sea una investigación interminable.
Precisamente por esto es que las manifestaciones del contagio son diversas: los organismos pueden reaccionar de forma asintomático, o con síntomas bien diferentes, tanto leves, como devastadores o letales. La singularidad de las condiciones en las que el virus se expande provoca un efecto de indeterminación, a pesar del determinismo específico de algunos fenómenos de transmisión.
El salto cuántico de la consciencia: el inconsciente
Si la materia evolucionara de manera determinista, y conociendo la posición exacta y la relación de cada partícula de la materia, pudiéramos conocer la futura evolución de los fenómenos singulares, como afirmaba Laplace, ¿por qué no podemos prever las configuraciones que sobrevendrán en el mundo, si los medios para recoger enormes masas de datos se han perfeccionado increíblemente en los últimos tiempos? ¿Acaso debemos hipotetizar que la infinita complejidad del determinismo físico no puede ser conocida plenamente por los límites de nuestra potencia de comprensión y previsión? ¿Será, acaso, que la propia realidad material evoluciona de forma no determinista?
Este dilema es importante cuando pensamos en la relación entre neurociencias y psicoanálisis.
¿La materia neurológica actúa en modo determinista sobre nuestro comportamiento psicológico y cognitivo, o la relación entre cerebelo neurológico y mente consciente es esencialmente indeterminada?
¿Este salto cuántico diferencia la actividad mental de la dinámica neurológica?
La irrupción del virus en el panorama contemporáneo, y en particular en el panorama de la tierra extranjera del inconsciente, ha mostrado la falacia y la vacuidad de la pretendida libertad.
La libertad debe entenderse como dimensiones a las que accedemos persiguiendo sin desmayo la autonomía: y por ello depende solo de la potencia. Autonomía, en efecto, significa la potencia del actuar dentro de condiciones limitadas. No hay otra libertad que no sea la que tenemos la potencia de experimentar.
Según William James “nuestro primer acto de libre albedrío consiste en elegir creer en el libre albedrío”.
Las condiciones neurológicas limitan la libertad de la mente, pero la mente tiene la potencia de afirmar su libertad.
Es aquí donde podemos ver la diferencia entre neurociencia y psicoanálisis, como diferencia entre determinismo físico de la neurología y la indeterminación del deseo. Una diferencia que tiene un carácter absolutamente singular.
Franco ‘Bifo’ Berardi, filósofo y militante italiano – Bologna, 2021
Imágenes: Sandro Botticelli – Galeria del los Oficios- Florencia
El material publicado por www.purochamuyo.com / Cuadernos de Crisis puede reproducirse sin modificar ni editar su contenido, citando la fuente.