escribe Adam Hanieh
Las dimensiones ecológicas del COVID-19 han cobrado un lugar preponderante, y numerosos trabajos analizan la relación de la pandemia con la expansión capitalista del agronegocio, la pérdida de biodiversidad y la destrucción de los ecosistemas naturales. Pero hay un elemento adicional a este análisis ‘ecológico’ que merece una mayor atención: cómo la pandemia se entrecruza, y actúa simultáneamente como acelerador, de un profundo golpe a la industria de los combustibles fósiles.
Los mercados mundiales están atravesando una transformación inédita como resultado de este shock, y si bien hay trayectorias de largo plazo que siguen su curso, esto que está sucediendo indudablemente forjará las políticas petroleras -y las perspectivas de mitigación de cambio climático-, por décadas.
Tomando en cuenta que los países que están bajo alguna modalidad de cuarentena representan el 90% del Producto Bruto Mundial, y que hay un cierre simultáneo de la industria manufacturera global, así como del transporte y el comercio, la demanda de petróleo y sus derivados cayó a niveles históricos. Un dato: con la pandemia se redujo en EE.UU el uso de automóviles y eso produjo una sorprendente caída de la demanda global del orden del 5%, lo que equivale a que toda Europa, África y el Cercano Oriente pararan todos sus automóviles simultáneamente.
El director ejecutivo de la Asociación Internacional de Energía, Fatih Birol, calculó a fines de marzo que la demanda global de petróleo bajó unos 20 millones de barriles por día, y ese cálculo fue revisado la segunda semana de abril; sostienen que la baja diaria es de 30 millones de barriles por día. El desplome en el uso mundial de energía no tiene parangón ni en velocidad ni en profundidad, es mucho más que cualquier otro, en 100 años.
Es en ese marco que aparece el debate entre Rusia y Arabia Saudita en torno a un recorte en la producción de crudo. Esta ‘Guerra petrolera’ combinada con los efectos de la pandemia, llevó los precios del crudo a los niveles más bajos en décadas, y a otro asunto inédito: algunos distribuidores e intermediarios están pidiendo a los productores que les paguen para retirarles el petróleo. De aquí a la quiebra de numerosas empresas petroleras en 2020, hay un paso. Pero esta quiebra no sólo impactará en las petroleras: se llevará consigo a renombrados bancos e instituciones financieras, del mismo modo que en 2008.
Dicho de otro modo, en el centro de debate está la posibilidad de terminar con la dependencia de los combustibles fósiles y la industria petrolera, y hay quienes afirman que el resultado de la pandemia será la liquidación de esa industria y ayudará a salvar el planeta. Algo así sostiene el diario The Guardian en su edición del 1 de abril, en la cual afirma que los productores pequeños se esfumarán y quedarán debilitados gigantes como Exxon Mobil, Royal Dutch Shell y BP, acelerando la transición hacia otras energías.
Creo que ese camino un poco pintado de rosa tiende a olvidar la catástrofe capitalista ligada inexorablemente a la extracción y explotación de combustibles fósiles, y que ha impuesto el Dios Petróleo en todas las facetas de nuestras vidas. Como en cualquier otro momento de cambios profundos, el sendero para salir de esta encrucijada múltiple de quiebre petrolero, severa recesión y pandemia viral, dependerá de nuestras capacidades para construir alternativas políticas al Capital Fósil (ver https://www.versobooks.com/books/2002-fossil-capital).
Hay que mirar detenidamente los ganadores y perdedores que pueden emerger de un momento así, y ser cautos a la hora de equiparar un colapso temporal (sí, gigante, pero temporal) de una economía basada en el petróleo, con la desaparición del propio sistema.
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QUÉ PASA CON EL PETRÓLEO DE MEDIO ORIENTE, RUSIA Y ESTADOS UNIDOS
La historia que rodea al surgimiento de un capitalismo global centrado en el petróleo es larga y compleja, y se monta a caballo del desplazamiento del lugar central que ocupaba el carbón a comienzos del siglo XX. En ese mismo movimiento, aparecen los productores de petróleo del Cercano Oriente, con Arabia Saudita a la cabeza en la Segunda posguerra, numerosas guerras y revoluciones, gigantescas fluctuaciones de los precios del crudo en los años ‘70 y ‘80, y saltos tremendos en la estructura de esa industria a nivel mundial (ver https://merip.org/2020/03/saudi-arabias-weaponization-of-oil-abundance/ ).
Pero lo esencial es que esa historia está totalmente ligada a cómo se desarrolló el mundo financiero internacional en la posguerra, un tema que suele omitirse cuando se pone el foco en el petróleo sólo como commodity.
El flujo de los llamados ‘petrodólares’ fue esencial para la emergencia de los nuevos mercados financieros (como los Euromarkets) desde los años ‘60 en adelante, con el dominio financiero anglo-norteamericano, y las estructuras de dependencia financiera -la deuda-, que continúa vigente entre el Norte y el Sur hasta hoy. En síntesis, el siglo comenzó con el desplazamiento del lugar central que tenía el carbón para dejar en el quiebre del milenio un mundo capitalista donde el petróleo había permeado todo.
Pero al comenzar el nuevo siglo, ocurrió algo que cambió el recorrido previo. Los precios del petróleo subieron sin parar, en directa relación con el ascenso de China, y la demanda global. Cayeron mucho en 2008 con la crisis financiera mundial, pero pronto retomaron su senda, y tocaron un pico de U$S 114 por barril, a mediados de 2014. Esto derivó en un boom financiero para la mayoría de los exportadores del Medio Oriente, y a la vez produjo brutales consecuencias políticas en toda la región. Esos recursos también beneficiaron a productores marginales de otros lugares del mundo. Es ahí cuando afloran las grandes inversiones en las reservas de petróleo y gas ‘no convencionales’, las cuales son de difícil extracción y significativamente más caras de extraer que los yacimientos convencionales.
En este tema, tiene particular relevancia el shale oil, el crudo obtenido en Estados Unidos a partir de fracturar la roca con presión de líquido, y de ahí el nombre que adopta: fracking.
Hay muchos modos de calcular el costo de producir shale oil, donde entran a jugar factores como el costo de la tecnología, los salarios, impuestos y tantos otros factores, pero hay consenso en que ese crudo ‘frackeado’ precisa un precio de U$S 45 o más, para ser rentable.
En comparación, el costo de producción del barril para los sauditas es de U$S 4, y para los rusos U$S 10. Esto de todos modos amerita una aclaración: Arabia Saudita y Rusia no son empresas, son estados, y dependen tremendamente de la renta petrolera y gasífera para hacer frente a sus presupuestos nacionales; por ende, el precio ‘adecuado’ para esos estados es mucho más alto y varía de acuerdo a la variación de los gastos en cada país. No obstante, los altos precios del crudo durante casi dos décadas sirvió para que enormes inversiones fueran a los campos de shale oil, y desarrollar esas tecnologías extractivas.
Ciertamente, el fracking ha sido un desastre ecológico y social sin mitigación, llevado a cabo con una incesante violencia estatal (o con el visto bueno estatal) hacia las poblaciones indígenas de los EE.UU y Canadá, para poder trazar los oleoductos y otras infraestructuras (ver https://theconversation.com/raid-of-wetsuweten-part-of-canadas-ongoing-police-violence-against-indigenous-peoples-131118).
Pero al fin de cuentas, el resultado es un salto espectacular en la producción de crudo en Norteamérica: entre 2009 y 2014 la producción de shale oil en Estados Unidos se triplicó, colocando a ese país entre los principales productores de petróleo en el mundo. No sólo eso. EE.UU pasó a exportar petróleo en 2011 y en 2013 le arrebató a Arabia Saudita el primer lugar mundial, una posición que mantiene hasta hoy, y que terminó con los gritos de pánico de ‘dependencia energética’ que marcaban la agenda política norteamericana a fines del siglo pasado y comienzos del nuevo milenio.
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¿QUÉ PASA CON LA OPEP Y POR QUÉ LA GUERRA DEL PETRÓLEO?
El resultado de esa enorme producción petrolera norteamericana, determinó -junto con una menor demanda energética de China, la pulverización de la economía mundial y un mayor impulso de las energías renovables-, una abrupta caída de los precios a mediados de 2014. El Brent perdió un 70% y tocó los 30 dólares por barril a principios de 2016. Fue la caída más grande en tres décadas. Con la primera baja en la producción norteamericana desde 2008, muchas pequeñas y medianas compañías acumularon pérdidas en 2015 que la US Energy Information Administration calculó en 67 mil millones de dólares.
Aquí es donde retomamos el tema del entrelazamiento financiero. Los únicos golpeados no fueron los productores petroleros norteamericanos. Todos los exportadores mundiales tuvieron déficits presupuestarios y una hemorragia de reservas: Arabia Saudita quemó un tercio de sus reservas internacionales en el período 2014-2016, y ahí la presión fiscal llevó a los líderes petroleros mundiales, Rusia y Arabia Saudita, a fortalecer los precios del crudo a través de un recorte coordinado en la producción. Esto se formalizó en un pacto, llamado OPEP+, establecido entre la Organización de Países Exportadores de Petróleo y 11 países que no forman parte de la OPEP, en diciembre de 2016. El esquema funcionó hasta principios de marzo de este año; mantuvo la banda de precios del petróleo entre los U$S 50 y los U$S 80.
Para las petroleras norteamericanas, aunque no tienen nada que ver con la OPEP, este acuerdo fue extremadamente beneficioso, porque a pesar del derrumbe de precios de 2015 y las bancarrotas en la industria petrolera local, les permitió revigorizar su complejo petrolero: en enero de 2020 la producción diaria de petróleo en los EE.UU llegó a 12,7 millones de barriles, o sea, un 45% más que en diciembre 2016, y algo así como 5 millones de barriles más por día de lo que producían en 2008. Se entiende, entonces, que mientras que el conjunto mundial de productores y exportadores reunidos en la OPEP+ combinaron una baja de la producción para mantener los precios, las compañías estadounidenses tuvieron las manos libres para aumentar la producción.
Sin embargo, ya instalada la pandemia, el 6 de marzo pasado la alianza OPEP+ se quebró. Rusia no aceptó bajar la producción global en 1,5 millones de barriles por día, y Arabia Saudita contraatacó el 8 de marzo, cuando anunció que tampoco iba a respetar el acuerdo, y que a partir de abril subía su producción de 9,7 a 12,3 millones de barriles por día, y de ahí en adelante elevarla a 13 millones.
La consecuencia fue inmediata: el precio cayó un 30% en solo 48 horas, y esa caída arrastró a los mercados de acciones del mundo. El Indice Dow Jones que releva las empresas industriales perdió 2000 puntos el 9 de marzo. Nunca antes había ocurrido algo semejante.
Los analistas entienden que detrás de esta guerra de poderes hay muchas explicaciones, pero lo cierto es que ambos países fueron espectadores de cómo a expensas de ellos las corporaciones norteamericanas (que no se atenían a los límites de la OPEP+) seguían ganando porciones de mercado. Instalar la amenaza de inundar el mercado mundial de petróleo -en este punto la capacidad de los sauditas de aumentar de golpe la producción no tiene comparación-, daría un golpe a los precios del mercado. Las consecuencias para ellos y para Rusia serían duras y por años, pero el petróleo dependiente del fracking que dio autonomía a los yankees, los dejaría contra las cuerdas. Repasemos los costos: U$S 45 contra U$S 4 o U$S 10 por barril.
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EL MATRIMONIO ENTRE LA GUERRA DEL PETRÓLEO Y EL COVID-19
Los días subsiguientes (marzo parece haber tenido años, no semanas) los mercados del petróleo acusaron recibo de esta guerra y la escalada del virus en China: un tsunami que llevó la demanda al subsuelo. El 29 de marzo el precio en Texas (el WTI) había perdido un 60% y se ubicó por debajo de los U$S 20. En paralelo, el precio internacional del crudo Brent se arrastró a precios de 2002 (!) hasta los U$S 23,03 por barril. Pero, una vez más, los precios son los precios pero la realidad es otra, porque algunos tipos de petróleo se vendieron a U$S 8 por barril, y ante la perspectiva de que el precio internacional quedara en 10 dólares, las petroleras congelaron cualquier gasto en exploración, construcción de estructuras y expansión de capital. En alguna medida, el fracking comenzaba a ser pasado, y no futuro.
El dilema no era sólo el precio en el sótano, sino qué hacer con las reservas físicas, o sea, dónde guardar el petróleo para ‘esperar mejores vientos’ futuros. Aquí sí hay un límite inexorable porque la capacidad de estoqueo (en especial en tierra) es muy limitada, y hay costos de logística y técnicos para guardar con seguridad el crudo. Los especialistas estiman que el 75% de los depósitos están llenos, y que a fin de mayo no habrá donde guardarlo (ver https://www.petroleum-economist.com/articles/markets/outlook/2020/approaching-tank-tops-to-further-pressure-oil ).
A mediados de marzo, comenzaron las preocupaciones de las petroleras norteamericanas, porque si los productores iban a guardar el crudo en los tanques en vez de transferirlo, se imponía usar una factura de ‘recepción final’ del crudo antes de aceptar el nuevo. ¿Se entiende? Las petroleras preferían regalar el petróleo antes que tener que cerrar el grifo de la producción, porque un cierre temporal (eso sin contar que los contratos suelen tener cláusulas que establecen la producción continua) era peor. Algunos consorcios le ofrecieron a la Wyoming Asphalt Sour que produce asfalto, que se quedara con barriles de petróleo a -19 centavos por barril, lo que significa que pagaban para que se lo lleven.
Esto no ocurrió en una ficción. Pasó hace semanas (ver https://www.bloomberg.com/news/articles/2020-03-27/one-corner-of-u-s-oil-market-has-already-seen-negative-prices).
Indudablemente, esto pone una presión indescriptible en toda la cadena de valor del petróleo, sean empresas o países. El cierre de pozos y la quiebra de empresas es inminente y dejará en el camino a las que precisaban de precios altos para sostenerse (la paradoja de un acuerdo OPEP+ que mantuvo el precio promedio alto para satisfacer las necesidades presupuestarias de los países productores y exportadores pero terminó siendo un subsidio indirecto a las corporaciones dedicadas al fracking gasífero y petrolero en Canadá y Estados Unidos).
Las perspectivas trazadas por la Dallas Federal Reserve hablan de ‘desastre’, ‘tormenta’ y ‘pésimos precios históricos’.
Por todo esto, vamos a analizar la profunda interconexión entre la industria petrolera y los mercados financieros.
Porque esa debacle en el Dow Jones de Nueva York se emparenta fuertemente con la emisión de deuda y las acciones de las empresas que componen el complejo petrolero (productores, empresas de servicios, refinerías, fabricantes de caños y muchas otras). Esa deuda fue degradada a rango ‘below investment grade’, es decir, no rentable. Los principales emisores de los ‘bonos basura’ en EE.UU durante 10 de los últimos 11 años, fueron precisamente las corporaciones energéticas (ver https://www.nytimes.com/2020/03/20/business/energy-environment/coronavirus-oil-companies-debt.html).
¿Entonces? El problema es el significativo volumen de deuda que no tiene respaldo, el cual ha superado por primera vez desde 2016 al volumen de deuda de esas empresas que sí tiene respaldo. Son unos 70.000 millones de dólares. El Grupo UBS estimó que el valor de bonos ‘voladores’ era de 140.000 millones de dólares, y la baja sostenida de los precios y la demanda mundial de petróleo -producto del stop industrial producto de la pandemia-, bajará aún más la rentabilidad de los bonos basura energéticos.
Lo que está a la vista es una crisis de liquidez: las empresas de energía no solo no encuentran quién compre su deuda, en medio de un año en el que tienen que renegociarla, sino que además deberán pagar tasas más altas por sus bonos (menos confianza, menor renta, tasa de riesgo más alta). Quiebras y más quiebras de empresas energéticas en 2020 y 2021, esa es la perspectiva. Y no tan ‘perspectiva’: el 1 de abril la mayor petrolera independiente de Dakota del Norte, Whiting Petroleum, presentó quiebra, con pasivos de 2.800 millones de dólares, lo que igualmente no privó a los CEO de la empresa (ver https://www.bloomberg.com/news/articles/2020-04-01/whiting-executives-got-14-6-million-bonuses-before-bankruptcy) de llevarse unos bonos de casi 15 millones, algo que no ocurrió con un tercio de la fuerza de trabajo que en julio pasado fue despedida.
Otras seguirán ese sendero: la consultora Rystad Energy (ver https://www.rystadenergy.com/newsevents/news/press-releases/rystad-energys-covid-19-report/) estima que unas 500 firmas presentarán quiebra este año.
Este default va a desestabilizar al conjunto del sistema financiero. Los fondos de pensión, las compañías de seguros, los bancos y otras instituciones financieras tienen en su cartera mucha deuda emitida por las energéticas; pero el riesgo también se asocia al mercado secundario de bonos. Una deuda emitida sobre una ficción sin respaldo, asegurada por otros, vendida por otros, lo que en inglés se conoce como Collateralized Loan Obligations. Por cierto, el entramado es tan complejo que no se puede hacer el análisis pormenorizado de cuántos de estos ‘papeles’ corresponden directamente a las corporaciones energéticas en riesgo, pero el efecto cascada será similar a la crisis de las hipotecas que llevó al desastre de 2008-2009.
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GANADORES Y PERDEDORES
Todo esto ¿qué impacto tendrá en el futuro ecológico planetario? Digamos que, solo si ahora nos enfrentamos al capital fósil, se podría evitar que la industria petrolera, tras la ola de bancarrotas, quede en manos de las ‘grandes hermanas’ Exxon, Shell, BP y algunas otras, que son las únicas que pueden sobrevivir. Su esquema vertical (dominan todos los segmentos del mercado) y la distribución de riesgos financieros y operativos a nivel global, les permiten zafar de la rentabilidad nula del fracking y del shale oil en EE.UU. Por ejemplo, British Petroleum y Shell representan el 20% del total de dividendos de la Bolsa de Londres, el FTSE.
Entre otras razones, esto explica por qué las grandes petroleras mundiales rechazaron que Donald Trump incluyera a las pequeñas y medianas en el salvataje de miles de millones que aprobó el Congreso…Exxon es dueña y señora del American Petroleum Institute y de la TXOGA (Texas Oil and Gas Association). Ese mismo grupo de lobistas es el que había logrado el 26 de marzo que Trump elimine cláusulas de protección ambiental y que las energéticas se ‘monitoreen a sí mismas’ (ver https://www.nytimes.com/2020/03/26/climate/epa-coronavirus-pollution-rules.html)
El mundo, el Hemisferio Sur, debe tener claro que las petroleras no aumentarán sus inversiones, sino que prevén bajarlas hasta un 40% en 2020, y no se sabe qué harán en 2021. Las inversiones petroleras y gasíferas siempre se mueven lentamente, y reabrir los grifos de lo que se frena hoy llevará mucho tiempo.
Colateralmente, lo que ocurre con las grandes corporaciones se replica en los países productores y exportadores, donde el ajuste impactará en los trabajadores: el 50% de la fuerza laboral en la industria petrolera de los países del Golfo son extranjeros migrantes. Y si fueron echados con las manos vacías de Dubai con la crisis mundial de 2008, ahora podría ocurrir algo similar. O sea, que los que pueden sostener el tsunami del COVID-19 esperarán, y luego irán a recoger los despojos en los que se habrá convertido en el mundo post-viral la industria petrolera en países más frágiles.
En este esquema, también hay que consignar dónde están parados y qué problemas tienen con la caída de los precios aquellos exportadores más pobres, como Ecuador, Venezuela e Irán (país que además enfrenta sanciones salvajes de EE.UU). Nigeria, por ejemplo concentra el 90% de sus divisas en la renta petrolera y el 57% del presupuesto nacional se basa en el petróleo. Irak está peor, porque el 90% del presupuesto nacional depende de esto, y el grueso de la masa salarial es estatal… Cuesta pensar cómo esos países harán frente a esta situación, aunque aquí vamos a ser drásticos: los problemas que enfrenten hoy no son por la caída del precio del petróleo sino por problema heredados del colonialismo, de la destrucción nacional producto de guerras a las que los sometieron las potencias occidentales, a las relaciones de dependencia que generaron la deuda externa: el conjunto constante de dominación que hoy tampoco les permite tener los recursos para hacer frente a la pandemia.
Más allá de cómo termine y cuanto dure un nuevo acuerdo OPEP+, no hay ninguna fiesta para celebrar por la caída de las energéticas, ni menos aún brindar por anticipado por un salto del modelo energético fósil-dependiente a otro: cualquier intento para salir del capitalismo fósil que lleva más de un siglo debe enfrentar el desafío conjunto del petróleo, la deuda, y las finanzas.
La inversa, el resurgimiento concentrado y fortalecido de esas fuerzas sería una pesadilla post-viral.<><>
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* Adam Hanieh es profesor del Development Studies Department of the School of Oriental and African Studies (SOAS), de la University of London. Es miembro fundador del SOAS Centre for Palestine Studies, y especialista en investigación de marxismo, política económica en Medio Oriente, y trabajo migrante. Hanieh es Doctor en Ciencias Políticas de la York University de Canada. Su libro más reciente es “Money, Markets, and Monarchies: The Gulf Cooperation Council and the Political Economy of the Contemporary Middle East», editado por Cambridge University Press, en 2018 <><>