CAPITAL, INTERCAMBIO DESIGUAL Y MORALIDAD
Por Alf Hornborg, Profesor de Ecología Humana en el Departamento de Geografía Humana de la Universidad de Lund (Suecia). Es Doctor en Antropología Cultural de la Universidad de Uppsala y ha enseñado en esa universidad y en Gotemburgo. Sus trabajos de campo fueron en Perú, Nova Scotia, el reino de Tonga y Brasil. Desde 1992 ha realizado más de 200 publicaciones.
En un artículo publicado en 2016 en The Anthropocene Review, Will Steffen y otros colegas confirman el argumento que Andreas Malm y yo sostuvimos en esa misma publicación un año atrás. Decíamos que la definición de “Antropoceno” sugiere erróneamente que los cambios ambientales globales serían resultado de la humanidad en su conjunto.
Lo que llaman “la profunda escala de la inequidad mundial” se ve claramente reflejado en las estadísticas de la OCDE 2010, en las cuales los países más ricos daban cuenta del 74% del Producto Bruto Global, pero con apenas el 18% de la población mundial.
“Hasta hace poco tiempo –afirman Steffen y los colegas- la llamada Gran Aceleración estuvo en manos de una pequeña fracción de la población humana, ubicada en los países desarrollados”. Sin embargo, sostienen que esto está comenzando a cambiar, y para ello muestran que en 2013 las emisiones de dióxido de carbono en China superaron a las de Europa. A primera vista esas cifras son impactantes, pero a menos que se diga si esas emisiones derivan de la producción o del consumo, no pueden usarse para aseverar que las transformaciones planetarias del Antropoceno se deben a “la humanidad toda”. En Suecia, por ejemplo, se estima que las emisiones totales de dióxido de carbono per cápita (incluyendo las emisiones por la producción de todos los bienes consumidos en Suecia) son el doble de lo que sugieren las estadísticas oficiales usadas para comparar las emisiones de país en país.
Este es mi punto de vista: el proceso de cambio climático mundial refleja relaciones de poder, de intercambio y de distribución inequitativas en la sociedad mundial.
¿Hablamos de Antropoceno o de Capitaloceno?
Desde mi perspectiva, no hay una equivalencia entre ambos términos como para haber elegido “Antropoceno” -en términos de la historia del capitalismo- más que los de la historia de las especies humanas.
Dipesh Chakrabarty, y luego Clive Hamilton creen que mi posición y la de Malm sostienen esa elección, y nos define como ‘historiadores desde la ortodoxia marxiana’, afirmando que la Unión Soviética y la China de Mao no fueron menos prometeicas que el capitalismo, y que el ‘populismo ampliado’ colaboró con empeño en destruir su propio futuro. Y desde esa crítica hacia nuestro trabajo, Hamilton convoca a integrar la historia de nuestras especies con la historia del capital. Graciosamente, ese es mi punto: en un libro de edición reciente (co-editado por Hamilton), digo que es la capacidad humana de representación abstracta, única entre las especies, el pre requisito para el dinero, y el dinero fue el pre requisito para la Revolución Industrial, y eso inauguró le era del Antropoceno. En eso reside la integración de la historia de las especies con la historia del capital. Las capacidades semióticas de nuestras especies nos hicieron posible generar inequidades intra-específicas sin precedentes. Ninguna otra especie podría haber desarrollado el capitalismo. Subrayar las más recientes desigualdades en el cambio climático no es negar que la capacidad de desarrollar esas inequidades es exclusivamente humana; el punto de vista que compartimos con Malm quería significar que si nos referimos simplemente al “Antropoceno” arriesgamos dejar las desigualdades afuera del cuadro general. La definición de nuestro tiempo presente como “La Era de los Humanos” pareciera sugerir que el cambio climático es la consecuencia inevitable de cómo se han constituido nuestras especies. Mi objeción es que aun aceptando que el capitalismo es inherente a nuestras especies, no es un producto inevitable de nuestra biología, ni de lo cual todos tengamos una responsabilidad común.
¡Qué ironía que la publicación que hicimos en coautoría con Malm sea interpretada como una expresión de la ortodoxia marxista, teniendo en cuenta todo lo que expuse para trascender los múltiples prejuicios industrialistas y productivistas de los teóricos marxistas convencionales! La teoría marxista básica no tiene el monopolio de relatar los conflictos, las desigualdades o el materialismo.
Cuando Malm habla de ‘capital fosilizado’ es un ejemplo fantástico de los procesos de acumulación de capital que tiene precedentes milenios atrás.
El énfasis marxiano en los ‘valores de uso’ e incluso el valor de uso de la fuerza de trabajo, sugiere una preocupación emergente con la termodinámica, y la predicción de la caída de la tasa de ganancia una comprensión intuitiva del problema de la energía neta (EROI en inglés) y los beneficios decrecientes. A la par de un entusiasmo prometeico en el progreso tecnológico, el mayor obstáculo conceptual para el marxismo temprano era liberar esas preocupaciones sobre el gasto de energía física en los procesos de producción, del discurso omnipresente sobre los réditos monetarios y el valor económico. Más que un genuino debate transdisciplinario sobre la relación entre energía y dinero, algunas partes del edificio teórico del marxismo tradicional siguen deterioradas por la aspiración de derivar analíticamente el beneficio monetario de los gastos de energía. Esa es la hegemonía conceptual que se tiene del dinero hoy.
El concepto de ‘capitalismo’ se aplica generalmente a un sistema económico particular que comenzó en Europa no antes del siglo XVI; pero algunos teóricos se apartan de esta discontinuidad histórica y abonan a la búsqueda de trayectorias de acumulación de capital de varios milenios atrás. Según estos últimos, la verdadera ruptura reside en el salto en el uso de los combustibles fósiles a fines del siglo XVIII en Gran Bretaña. Desde esta perspectiva los debates de los economistas políticos clásicos como David Ricardo y Karl Marx se entenderían no como un ‘modo de producción’ completamente nuevo sino de un nuevo tipo de sociedad generado por el impulso del vapor.
La acumulación de capital fue significativa en sociedades estratificadas milenios antes de la Revolución Industrial, pero las tecnologías dependientes del vapor fueron la forma particular de capital analizada por Marx. Las formas preindustriales de capital eran la agricultura, la ganadería, la apertura de caminos y canales, los ejércitos, los barcos y la arquitectura. Esas también eran estructuras materiales que podían acumularse a través de la apropiación de la fuerza de trabajo y de los recursos naturales, y cuya expansión –a su vez- contribuyó luego a su apropiación.
Ese es el nudo del poder capitalista: la constante relación entre algún tipo de estructura material y la capacidad de hacerse del trabajo y los recursos de otros.
Esta definición de capital, basada en la apropiación, nos conduce a repensar nuestro concepto de tecnología. La tecnología no refiere a los proyectos o conocimientos de ingeniería necesarios para construir una determinada máquina o infraestructura, sino a esa máquina o infraestructura como una entidad material, la cual requiere provisión de combustible y trabajo de mantenimiento para funcionar. La operación continua de una tecnología dada, en este sentido, es contingente de los flujos asimétricos de energía, tiempo de trabajo, y/u otros recursos. En otras palabras: la tecnología moderna es absolutamente dependiente de las tasas de flujos de los recursos organizados por la economía. Esta perspectiva requiere la participación de las ciencias sociales y de las ciencias naturales, lo que tal vez no sea muy entendible para los investigadores mainstream, los economistas neoclásicos que casi nunca aplican las perspectivas de las ciencias naturales a su trabajo, pero sí es más habitual para los economistas heterodoxos con conocimientos de ecología o de economía marxista.
La Revolución Industrial y la economía del tiempo y del espacio
Es apropiado ilustrar la dependencia de la tecnología de los flujos asimétricos de insumos, considerando la aparición de la máquina de vapor a fines del siglo XVIII en Gran Bretaña. El metabolismo material de las fábricas impulsadas por la tecnología de vapor, en el comienzo de la industrialización, estuvo atada a la mano de obra barata empleada en los campos de algodón norteamericanos y en las minas de carbón británicas, y al mismo tiempo la disposición de tierra barata para las plantaciones de algodón en Norteamérica.
Los precios en el mercado de la materia prima algodón versus los tejidos de algodón, confirman que el propietario de una fábrica textil algodonera inglesa que vendía sus tejidos elaborados y compraba el insumo por la misma suma de dinero en 1850, lograba una ganancia neta en términos de tiempo de trabajo invertido y más dramáticamente aun en términos de espacio utilizado.
El progreso tecnológico, entonces, puede redefinirse como el ahorro o la liberación de tiempo humano y espacio natural en las regiones centrales del sistema-mundo, y el gasto de tiempo y espacio perdido en la periferia. A esto lo llamo apropiación espacio-temporal.
Un análisis económico convencional podría discernir los flujos de dinero, pero al considerar las mediciones biofísicas tales como el trabajo incorporado y la tierra, podemos identificar los flujos asimétricos de los insumos, opacados por la aparente reciprocidad de los precios de mercado. Los flujos desiguales de tiempo de trabajo incorporado en las economías modernas ya fueron revelados por economistas que trabajan en la tradición marxiana, de donde se sigue que los flujos asimétricos de embodied land o tierra incorporada (NdeT: embodied land es la cantidad de tierra necesaria que debe ser reservada para cumplir con las demandas de la producción) indican que existe lo que yo denomino el intercambio desigual ecológico. El factor de producción referido como ‘tierra’ puede subdividirse en materias primas, energía, y espacio eco-productivo. Recientes investigaciones muestran que las regiones centrales del actual sistema-mundo (EE.UU., la UE y Japón) son importadores netos de ambos: materias primas y embodied energy o energía incorporada (NdeT: la cantidad de energía necesaria que debe ser reservada para cumplir con las demandas de la producción), así como de espacio incorporado (NdeT: el lugar donde la experiencia humana y la conciencia toma forma material en el espacio).
Fernand Braudel, un historiador con una mirada inusualmente amplia y coherente sobre las continuidades de largo plazo en las sociedades humanas, sostiene que hay una constante sucesión de estrategias de desplazamiento de las cargas laborales en los otros. “Siempre hubo un número privilegiado de personas de varios tipos, que se las arreglaron para descargar en las espaldas de otros las más variadas tareas necesarias para la vida del conjunto”.
Naturalmente que aceptamos la narrativa marxiana que va de la esclavitud a la servidumbre y de allí al trabajo asalariado. Tal como lo expresó Marx hace tanto tiempo: “economía de tiempo, a esto se reduce finalmente la economía”. Sostengo que el fenómeno del “desarrollo tecnológico” es otra estrategia que debe agregarse a la lista de ese desplazamiento. La tecnología moderna, en su mayor parte, no es tanto el reemplazo de mano de obra como el desplazamiento de las cargas laborales y ambientales. El tiempo finito que los humanos tienen a disposición es un recurso escaso y durante milenios ha sido objeto de variadas estrategias de las elites para redistribuirlo. Sin embargo, entendido como recurso, el tiempo humano es, en última instancia, reducible a espacio, como se verifica en el concepto de huella ecológica. Si una persona promedio de una nación dada tiene una huella anual de, digamos, dos hectáreas de tierra eco-productiva, su tiempo (calculado en horas anuales de trabajo o en horas de vida) puede traducirse en fracciones de ese espacio geográfico. Veamos: dadas 1840 horas de trabajo por año, cada hora de trabajo contribuido por trabajador con una huella anual de dos hectáreas (20 mil metros cuadrados) puede verse como el equivalente a 10,87 metros cuadrados de tierra.
Esto significa que el intercambio desigual de trabajo incorporado podría, teóricamente, traducirse en un intercambio desigual de tierra incorporada.
Si el crecimiento de la infraestructura industrial en la Gran Bretaña del siglo XIX y de las modernas regiones centrales se orientara por los flujos desiguales de materias primas medidos objetivamente, deberíamos hacernos algunas preguntas sobre sus implicancias. Por ejemplo: ¿Pueden castigarse moralmente esos flujos asimétricos? ¿Implican que el progreso tecnológico en los Estados Unidos, Europa y Japón se logra a expensas de otras partes del mundo? ¿Cómo es que las ciencias económicas se las arreglaron para tapar semejantes asimetrías materiales?
Economía y moralidad
Diría que los flujos asimétricos de recursos en el moderno sistema-mundo son moralmente cuestionables porque implican que el crecimiento económico y el progreso tecnológico de las regiones centrales ocurrió gracias a los socios comerciales de otras partes del mundo, y que esa prosperidad de las economías centrales no puede lograrse a nivel mundial. Las ganancias netas de trabajo y de tierra incorporada que durante 200 años fueron el prerrequisito para la expansión de las regiones centrales, implicaron una pérdida neta de esos recursos en los confines del sistema-mundo. Las ciencias económicas opacaron esas asimetrías materiales y sus implicancias morales al excluir simultáneamente las preocupaciones sobre el sustrato material de los commodities negociados y las preocupaciones sobre su moralidad. Justamente, esta visión del intercambio comercial en el que ni lo uno ni lo otro tiene relevancia, fue establecido por la revolución marginalista en economía sobre fines del siglo XIX. La escuela neoclásica que se hizo cargo de esa ‘omisión’ continúa dominando la disciplina económica hasta hoy. Considerando que su preocupación con el equilibrio de los mercados sistemáticamente oscurece las fuentes y los mecanismos del poder mundial y sus desigualdades, termina siendo un reflejo paradigmático de una ideología: ni siquiera pone en debate el intercambio desigual. A veces, usan este concepto para denotar el poder del mercado -como el monopolio, por ejemplo- pero el conjunto del esquema de pensamiento de la economía moderna no toma el intercambio asimétrico del flujo de recursos como una creciente inequidad. Ellos trabajan todo el tiempo sobre los precios de mercado y los volúmenes monetarios, y las transacciones son correctas o moralmente neutras salvo en algunos casos en que advierten sobre algunos actores del mercado abusando de su posición. La reciprocidad está fuera de su campo visual.
Sin embargo, debo recordar que hasta la ‘revolución’ marginalista de la ciencia económica, tanto los mercantilistas como los fisiócratas y los economistas clásicos mostraron sus preocupaciones morales sobre el sustrato material de los commodities intercambiados. Es obvio que al abandonarlo a favor del ‘equilibrio del mercado’ el único parámetro válido pasó a ser el ‘reino de la libertad de mercado’.
No es casual que este modo de pensamiento haya surgido en Gran Bretaña en el cenit de su poder colonial, como la ideología acompañante de la integración del moderno sistema-mundo. Aquellas asimetrías materiales del mundo victoriano se han expandido e intensificado: basta ver las imágenes satelitales nocturnas de las regiones donde hay mayor concentración de infraestructura luminosa como Europa y Norteamérica versus la oscuridad de las zonas extractivistas como África y Sudamérica. La paradoja es que aun cuando todas las evidencias muestran que las injusticias globales se han agravado, siguen intentando convencer que el libre mercado va a lograr liberar a las masas del mundo de la pobreza.
La economía debe necesariamente tener que ver con la moralidad. No puede pensarse que las tasas a las que los humanos intercambian su trabajo y otros recursos en el mercado estén exentas de preocupaciones morales. Para comprender hasta qué punto la preocupación por el dinero condujo a una ilusoria delegación de la regulación moral en el ciego mercado cibernético, necesitamos repasar la mismísima idea de dinero.
La capacidad de usar monedas dinerarias para representar el intercambio de relaciones y anclar las estructuras sociales en expansión a esos artefactos extra-somáticos, es algo exclusivamente humano.
Por milenios se usaron diferentes tipos de monedas para concretizar y regular la reciprocidad social y las deudas. Sin embargo, como otros sistemas de signos, la administración de monedas tendió a ser un juego en sí mismo, con reglas permanentemente re-escritas. Los humanos fabricantes de estas monedas devinieron serviles a la lógica de estos artefactos. La reificación de las relaciones interpersonales -y la concomitante inversión de poder entre los sujetos humanos y sus objetos dinerarios- fue deplorada durante 2500 años. Aristóteles la llamó crematística. San Pablo decía que el amor por el dinero era la ruta hacia todos los males. Tomás de Aquino proclamaba que la codicia era un pecado capital. Karl Marx acuñó el concepto del fetichismo del dinero. Y en otra dirección, otra corriente de pensamiento progresivamente cooptó la reificación del intercambio humano. Filósofos de los siglos XVII y XVIII como Mandeville declaraban que el comercio era preferible a las pasiones, allanando el camino para ‘La Riqueza de las Naciones’ de Adam Smith, cuya celebración del mercado es la piedra fundamental de la economía moderna. La creciente apreciación del comercio y la acumulación desde el comienzo de la modernidad reflejan la significación creciente del dinero entre los estados mercantiles de la Europa de la época. En contraste con las extensas sociedades agrarias de la Europa medieval, los imperios genoveses, holandeses y británicos, prosperaron principalmente a través de la acumulación de beneficios monetarios. Aquellas sociedades se enfocaban predominantemente en cosechar energía solar a través de los cultivos, el ganado, y el trabajo de los humanos y los animales de tiro. Las nuevas se concentraron en la administración del dinero.
Si bien los conceptos modernos de energía no aparecieron hasta mediados del siglo XIX, los seres humanos sin dudarlo han estado intuitivamente conscientes de la vital importancia del sol y de lo que conocemos como la fotosíntesis.
La creciente preocupación con el dinero no representó una liberación de esos flujos vitales de energía, sino una estrategia para acceder a ellos, a través de la compra de energía. La acumulación de dinero en Europa permitió acceder a un enorme conjunto de insumos solar-derivados de otros continentes, incluyendo tierras de cultivo, bosques, ganado, caza, pesca, y el trabajo humano. El dinero puede verse como una suerte de energía ficticia, en el sentido de que es imaginado como un flujo vital que alimenta la sociedad.
El dinero como pilar de la tecnología
En la Inglaterra de fines del siglo XVIII y tras la adopción de la máquina de vapor, los industriales en un intento por bajar el costo de producción de los tejidos de algodón para venderlos en el mercado mundial, finalmente encontraron energía fósil más flexible, confiable y redituable que el impulso basado en el agua. Esto que magistralmente expuso Malm recientemente, muestra que no menos que los esclavos encadenados en galeones, la tecnología impulsada con fósiles fue un medio para aprovechar la fuerza de trabajo tanto en las colonias como en los centros imperiales. Como la mayoría de otros artefactos que denominamos ‘tecnología’, las máquinas de vapor eran en última instancia dispositivos para reproducir relaciones de intercambio desigual de tiempo y espacio incorporado, y esas relaciones se definían con precios monetarios y tasas de cambio en el mercado mundial. Los ansiados beneficios de los industriales británicos fueron posibles por el fenómeno del dinero como tal. ‘Tecnología’ así como ‘producción’ o ‘beneficios’ son categorías políticamente neutrales, como si los mercados y el comercio fueran un sustrato inmutable e incuestionable de la innovación tecnológica. La ingeniería fue una condición necesaria pero no suficiente para el desarrollo de la máquina de vapor. El avance tecnológico que representó la máquina de vapor de James Watt no podría haber ocurrido ni ser útil si no hubiera habido una demanda global por los tejidos de algodón baratos entre los comerciantes de esclavos de la costa occidental de África y los propietarios de esclavos norteamericanos. La esclavitud, las plantaciones de esclavos y el comercio triangular entre Europa, África y América fueron el fundamento para la Revolución Industrial en muchos sentidos: crearon una demanda para sus productos, proveyeron trabajo barato en la captura de las materias primas y ofrecieron la plantación como un modelo de organización de la producción industrial. La tecnología industrial fue contingente -y una manifestación de- los procesos del sistema-mundo del siglo XVIII.
Reconceptualizar la maquinaria industrial y la infraestructura como cristalizaciones de las relaciones sociales es extraño al pensamiento moderno. Es difícil para la mayoría de los habitantes de la modernidad entrever en los objetos materiales los campos intangibles de las relaciones que los hicieron posibles. Pero esto es lo que nos ha enseñado la ciencia ecológica al mirar los organismos biológicos. El desafío es aplicar esa misma perspectiva a la tecnología. Una máquina funcionando no es menos dependiente de los flujos continuos de aprovisionamiento que un organismo. Como el flujo proveedor para la máquina es contingente a los mercados, una conclusión adicional es que la existencia de infraestructura tecnológica es contingente a los precios relativos del trabajo y de otros insumos.
Reemplazar localmente el gasto en tiempo de trabajo por tecnologías que requieren insumos importados que contienen tiempo de trabajo incorporado en otro lugar, sólo es factible cuando las diferencias salariales entre las dos áreas lo hacen económicamente racional. En otras palabras, la globalización tecnológica es producto de un arbitraje.
Esta es la lógica que está detrás de las exportaciones a Europa y Norteamérica de diversos productos electrónicos y electrodomésticos fabricados en China. Incluso si las estadísticas oficiales muestran que las emisiones de carbono en China por la producción de esos commodities son un problema, el hecho concreto de que sean vastamente consumidos en Europa y Norteamérica muestra hasta qué punto el predicamento del Antropoceno es de verdad un problema de distribución mundial.
El salto hacia los combustibles fósiles en Gran Bretaña a fines del siglo XIX en tanto fuente de energía mecánica fundamental, transformó las condiciones de la racionalidad económica. Aflojó el viejo imperativo de extraer energía (por ejemplo leña y forraje para los animales de tiro) del paisaje visible en la superficie, y en líneas generales redujo la significación atribuida a la tierra como un factor de producción. Ricardo concluyó que los tres factores de producción -tierra, trabajo y capital- eran sustituibles de modo tal que una escasez de tierras en Gran Bretaña podía compensarse con abundancia de trabajo y capital. Esta observación se basó en la experiencia de la Revolución Industrial, pero no puso en cuestión las implicancias globales de sustituir localmente capital por tierra. Como lo mostró la derogación de las leyes proteccionistas Corn Laws de 1846, la apropiación -vía comercio- de los productos de la tierra de otras naciones, es equivalente al desplazamiento de la carga medioambiental. El alivio ecológico que los combustibles fósiles y las importaciones de granos, madera, algodón, azúcar y otros productos coloniales hacia Gran Bretaña, representaron un espacio geográfico muchas veces mayor que la totalidad de las tierras de ese país.
La industrialización puede verse como una estrategia de apropiación eco-productiva de un espacio distante en el sistema-mundo, y los cálculos actuales de la huella ecológica confirman que esta misma estrategia ha continuado siendo fundamental para el crecimiento económico y el progreso tecnológico de los países centrales a lo largo de los últimos 200 años.
Conclusiones
Según lo expuesto en torno a la tecnología y al intercambio ecológico desigual, sobran razones para ser escéptico sobre las propuestas que pretenden resolver los problemas de sustentabilidad basados en supuestos progresos tecnológicos. El Utopismo Tecnológico es una parte integral de la visión del mundo moderno que acompañó la Revolución Industrial. Para proveer soluciones a los problemas de la sustentabilidad ecológica, debemos exponer en primer lugar las destructivas consecuencias del dinero en sentido moderno. El dinero es lo que ha hecho posible el mercado desigual, el empobrecimiento y el sobre-desarrollo tecnológico. Al hacer conmensurable e intercambiable todo lo que desean los seres humanos, el dinero automáticamente estimula el intercambio de commodities industriales incrementando las cantidades de recursos naturales utilizados para producirlos. El mercado mundial, en otras palabras, recompensa la acelerada disipación de recursos al proporcionar el acceso a mayores recursos para disipar. El enigma que tenemos que abordar es qué implicancias políticas surgen del reconocimiento que hizo en 1971 Nicholas Georgescu-Roegen acerca de que los procesos económicos incrementan simultáneamente la utilidad y la entropía, o dicho de otro modo, los beneficios monetarios y el desorden material.
Más que intentar que el dinero refleje la realidad material debemos aspirar a que sea la salvaguardia de las necesidades materiales de cada uno. Teóricamente es concebible el diseño de una moneda complementaria para aislar de las arenas de la especulación financiera global los flujos localizados de necesidades (y la integridad y resiliencia de las comunidades y los ecosistemas). Si nuestra prioridad es evitar las crisis financieras mundiales o el catastrófico cambio climático, debemos ante todo y fundamentalmente rediseñar la operatoria del dinero.
Qué gran artículo, y aún sin terminar de leerlo. Se agradece conocer una web nueva con semejante material!
Muchas gracias por tu comentario. Y gracias por divulgar nuestros contenidos. Saludos