Eduardo Rovira fue un genio musical, nacido el 30 de abril de 1925. Contemporáneo de los grandes nombres del tango desde los años ’40, hizo un camino diverso y paralelo a Astor Piazzolla. Quiso la vida, y también el aparato mediático, que su incomparable talento y dedicación quedaran en la sombra. La revista purochamuyo.com / Cuadernos de Crisis celebra su potencia creativa arrolladora, y una selección de su música. Escribe Gustavo Provitina.
Mi tango es esta ciudad, que yo siento así. El otro tango, ese que llaman clásico, es pura intuición; nosotros le agregamos estudio, perseverancia, espíritu crítico, modernidad. Nuestro tango y el otro no se oponen, se complementan. No existe contradicción ni tiene sentido discutir tendencia. Aquel es un tango para bailar, pensado para los pies, el nuestro es para escuchar; está más allá del puro compás y melodía, tiene armonía y contrapunto….[1]
EL MÚSICO SILENCIADO
La anécdota repetida como un mantra lo ubica a Eduardo Rovira en el Aula Magna de la Facultad de Medicina de Buenos Aires, a comienzos de la década del 60, en un concierto al frente de su Agrupación de Tango Moderno. En la sala estaba presente Astor Piazzolla, en calidad de oyente. Cuando Rovira lo descubrió, lo nombró y pidió un aplauso para ese músico al que él tanto admiraba (las singulares versiones de Bandó, Tango del ángel y Melancólico Buenos Aires registradas por Rovira y su conjunto lo confirman).
La ovación se prolongó en una invitación que Astor no rehusó: Rovira le ofrecía el bandoneón para que deleitara a la concurrencia con su arte. Piazzolla eligió interpretar Los mareados. La audiencia agradeció efusivamente el solo de bandoneón y no faltó el pedido de aquellos que deseaban escuchar también a Rovira improvisar alguna pieza fuera de programa con su instrumento.
Conozco dos versiones diferentes sobre la obra que utilizó para improvisar. Una pretende que fue Los mareados, el mismo tango elegido por Piazzolla (me permito dudar, porque esa actitud hubiera significado una provocación y no hay ningún dato en el carácter de Rovira afín a una disposición semejante); en cambio, Mabel Rodríguez, su entrañable compañera de vida, me contó la anécdota desde otra perspectiva. Rovira -ella recordaba bien el episodio- tomó el bandoneón y empezó a tocar el Arroz con leche, sometiéndolo a un tratamiento armónico y morfológico que empezaba en el barroco y avanzaba progresivamente hacia un planteo musical moderno del tema. Rovira se divirtió creando una serie de complejas variaciones, no escatimó recursos técnicos y expresivos. Mabel remarcó, lo recuerdo bien, que “Eduardo prefirió usar una melodía conocida por todos para que tuviera un efecto didáctico su demostración”.
Poco importa saber cuál es el tema que escogió Rovira para sus variaciones frente a Piazzolla, el detalle no modifica la relevancia de la anécdota. El público allí en el mítico escenario de esa Facultad de la UBA, que conocía el virtuosismo de Rovira, celebraba su arte, mientras buena parte de los músicos del tango y comunicadores radiales y televisivos, elegía silenciar la originalidad de su aporte.
Ninguna época fue favorable para los afanes vanguardistas, pero algunas son francamente imposibles para quienes desafían la corriente, y más aun tratándose de un artista como Eduardo Rovira, hombre renuente a las concesiones comerciales y fiel a sus principios artísticos.
Desde mediados de la década del 60, el tango afronta una crisis profunda, de la que nunca logró recuperarse en lo atinente a la difusión y acompañamiento popular. Sin embargo, aún con limitaciones, en aquella época había espacios para difundir las propuestas musicales más innovadoras.
Desde antes, pero en particular en la cultura de masas del siglo XX, la tensión entre “el arte” y “el mercado” es insoluble cuando para el artista la búsqueda estética pesa más que el resultado comercial. La coherencia de Rovira tal vez explique tanto el ascetismo de su vida como la elisión de la que fue víctima. Hay una serie de argumentos pobremente esgrimidos para menoscabar el aporte de su figura, sin dudas, trascendente.
LA TRADICIÓN
El primero de esos argumentos es que no conocía en profundidad el género que pretendió cambiar, es decir, que no estaba plenamente consustanciado con la tradición. Esa falacia la echaron a rodar quienes desconocen que la palabra “tradición” remite al legado que pasa de una generación a otra. También ignoran que, parafraseando a Ricardo Piglia, el creador construye su propia tradición al asumir el lugar, la posición desde la que erige su voz.
¿Qué puede transmitirle una generación a la otra sino el testimonio de su propio tiempo? Recordemos que los tradicionalistas hablan desde la pretensión de conocer en profundidad eso —tan volátil como impreciso— que dan en llamar la esencia del tango, y reafirman su confianza en sí mismos pretendiendo que Rovira y los músicos vanguardistas desconocen en profundidad las raíces del género. Bastan unos pocos datos biográficos para echar por tierra la audacia de semejante enunciado.
Rovira, nació en Lanús en 1925 y debutó en la orquesta típica de su maestro, Francisco Alessio, a los nueve años, y a los once se unió a la de Vicente Fiorentino. Integró la “Orquesta de las Estrellas” dirigida por Miguel Caló antes de haber cumplido los veinte años y completó su formación en los conjuntos de Osmar Maderna, Antonio Rodio, Horacio Salgán, José Basso y Alfredo Gobbi a quien le dedicó El engobbiao.
Oscar Zucchi[1] señaló en un documental que Gobbi, halagado y sorprendido a la vez por el homenaje y más aún por el enjambre de notas respondió, al ver la partitura: “esto es más bien el enrovirado”. El tango fue grabado el 13 de junio de 1955.
Para avanzar en esta desarticulación de un supuesto desconocimiento de “las raíces” del tango, agregamos que Rovira, dirigió el acompañamiento de Alberto Castillo y poco después tuvo a su cargo una orquesta en la que participaron Alfredo Del Río, Jorge Hidalgo y José Berón. En síntesis, conoció la anatomía profunda de las orquestas típicas y la sonoridad musical del ’40, generación que integró desde sus albores.
¿Por qué decidió hacer algo diferente?
La respuesta es sencilla: por agotamiento formal de un estilo musical surgido en un contexto que había cambiado. ¿Acaso la dinámica social y urbana en que se desplegó el tango era idéntica luego de medio siglo? Los géneros que no se renuevan, se agotan. ¿Por qué el tango iba a ser la excepción a esa regla? ¿Cómo pretender cristalizarlo en una forma estanca, con una única sonoridad, cuando desde sus orígenes no hizo otra cosa que cambiar? Permitan esta ironía: los defensores de esa postura se iluminan con luz eléctrica, aunque parecen añorar las lámparas de aceite.
Hay quienes piensan que los géneros artísticos, como el hombre, nacen, crecen y mueren. Preferimos sustituir ese enfoque por otro esquema, también de signo evolutivo, en el cual la transformación reemplaza a la muerte. Imaginemos qué hubiera pasado de haberse cristalizado el tango en su estadio germinal. Se tocaría en 2 x 4 con ritmo de habanera. En la Guardia Vieja los tangos tenían tres partes, los cambios de ritmo eran infrecuentes y la armonía elemental. Era tan monótona la ejecución —basta con escuchar cualquiera de esas grabaciones para constatarlo— como el sonido de los organitos. ¿Cómo hubiera escuchado un milonguero de la “guardia vieja” los contratiempos y los rubatos de Osvaldo Pugliese? Los detractores de Rovira y de Piazzolla los acusan de no hacer tango. La misma imputación podrían haberle hecho a Troilo o a Salgán los milongueros de 1900.
¿Qué motivó, entonces, los cambios en la evolución musical del tango? El conocimiento de la técnica y la receptividad de músicos inconformistas como Bardi, Firpo, Delfino, Cobián, Joaquín Mora o los hermanos De Caro, por nombrar unos pocos. Ya el pasaje del músico orejero al conocedor de la notación y lectura musical constituyó un paso decisivo en la evolución del género. El arte de escuchar y de apreciar la música, sin embargo, no es una habilidad desarrollada por quienes se reconocen como los peritos infalibles del tango.
El tango —como todas las músicas del planeta— recibe y genera influencias. Un oído estancado en la escucha de un mismo repertorio, de un estilo recurrente, de un mismo (¿monótono?) patrón sonoro, se torna inflexible para el reconocimiento de otras expresiones musicales. La jactancia del hombre de tango que declama su ignorancia de otros géneros y formas musicales en nombre de una cierta pureza o lealtad carece de fundamentos sólidos para argumentar su descontento frente a lo novedoso. Los oídos de estos pertinaces defensores de lo fatuo son tan duros como una piedra de afilar. No escuchan, se complacen en seguir un patrón mecánicamente incorporado.
La naturalización de cierta rigidez formal impedida de evolución es consecuencia de otro factor que dificulta la apreciación del arte de Eduardo Rovira y esto es la escasa o nula cultura musical de los detractores, el desinterés por todo aquello que se aleje de su capacidad de escucha mezquina y acotada. Algunos se asombraron cuando Osvaldo Pugliese grabó en 1969 A Evaristo Carriego, el tango más difundido de Rovira en todo el mundo. Antes, el Sexteto Tango, había grabado El engobbiao por iniciativa del maestro Víctor Lavallén que estudiaba composición con Rovira en aquellos tiempos. Esos son los únicos registros, además de los realizados por el Cuarteto Cedrón y el conjunto del violoncellista Enrique Lannoo, de obras de Rovira grabadas en vida del maestro.
EL VANGUARDISTA
Eduardo Rovira, como Astor Piazzolla, pertenecen a lo que ciertos sectores identifican como “la vanguardia” (para diferenciar esa configuración formal de las etapas anteriores: la Guardia Vieja, la Época Decareana y el tango de los años ’40). Los detractores de los músicos llamados vanguardistas suelen elegir un período al que califican “de oro” y rechazan toda propuesta ajena a ese establo donde encierran al tango para que no se contagie de otras influencias peligrosas.
La palabra vanguardia deriva de una expresión francesa avant-garde (avanguardia). Avant proviene del latín avante que podría traducirse como (sin nadie adelante). Garde remite a guardia y a guardar. El vanguardista es alguien que va adelante y por esa misma razón, por estar a la vista, debe guardarse o resguardarse de las provocaciones de los detractores.
Los ataques nunca llegan de frente puesto que los difamadores de los vanguardistas se arrastran detrás de él a una distancia infranqueable. Ser vanguardista o reconocido como tal presenta otra implicancia de signo negativo para sus maldicientes: la convicción de ejercer la vocación musical frente a un público selecto o minoritario, dicho en otras palabras, renunciar al triunfo popular en beneficio de un camino más personal, cuya remuneración económica es siempre escasa.
Eduardo Rovira murió en condiciones económicas apremiantes, lejos del reconocimiento y privado de la merecida difusión, pero nunca le puso precio a su arte cuyo valor está en el punto exacto donde no llega la vulgaridad de las cotizaciones. Cuando María Susana Azzi y Simón Collier señalan que Rovira pudo ser considerado un contendiente de Piazzolla: pero nunca pudo sacar partido de la calidad de su música [2], evitan señalar que Rovira fue absolutamente intransigente con la prepotencia comercial del momento y se negó a pensar su arte como una mercancía: fue un artista en toda la extensión ética de la palabra. La época que le tocó en suerte coincidió con la progresiva disolución de los espacios culturales donde su música podía circular y ser apreciada.
En palabras de Rovira:
El tango de vanguardia es producto de artistas populares, por lo tanto es popular de origen. Los impedimentos que he encontrado para interpretar mi música son la mediocridad ambiental y la comodidad mental de las personas que tienen la obligación de ilustrar y educar a nuestro pueblo…[3] (Revista ACA, 1963)
Alguien que graba un Serial Dodecafónico en 1963, en un disco de tango, cuando nunca antes se había utilizado esa técnica de composición en el género no parece demostrar un marcado interés por el éxito comercial. ¿Qué partido podía sacar Rovira de su Suite Tango. Buenos Aires, verdadero compendio de la abundancia de recursos formales, compositivos, que daban cuenta de su virtuosismo técnico y expresivo? ¿Qué partido puede sacar un artista de su obra si ésta se adelanta al horizonte estético de su tiempo?
La frase de Azzi y Collier pone el acento en lo comercial antes que en lo musical y es en ese punto donde resulta equívoca y contradictoria si su horizonte era analizar la vanguardia del tango. No hay, en toda la obra discográfica de Eduardo Rovira ninguna evidencia de adecuación de sus parámetros artísticos a los requerimientos del mercado, como corresponde, por otra parte, a la convicción de un vanguardista que se reconozca como tal.
Recordemos que grabó para sellos de escasa repercusión, como Microfón, Allegro, Record, Global, Show Records y hasta un disco simple, “obsequio y gentileza de Química Argentina”. El maestro Rovira para desarrollar su obra requirió el soporte incondicional de ciertos mecenas ocasionales, como Eduardo Parula y el Círculo de Amigos del Buen Tango, la Universidad del Litoral, Oscar del Priore, entre otros.
Aquí un fragmento de un documental de la TV de Alemania, en 1974
Su situación profesional sufrió un quiebre cuando, en septiembre de 1964, Eduardo Parula, productor de Rovira, falleció. Parula dirigía los sellos Record y Microfón donde Rovira grabó tres discos fundamentales: Tangos en una nueva dimensión (1961); la suite de ballet Tango Buenos Aires (1962), y Tango vanguardia (1963).
«EL PIAZZOLA QUE NO FUE«
El Piazzolla que no fue es una frase de corte publicitario que le ha servido a algunos escribas. Una falacia recurrente esa de “el Piazzolla que no fue”. Desmontarla es fácil: basta con escuchar a Astor y a Eduardo Rovira, quien a decir verdad fue el único músico de los llamados “vanguardistas” que se apartó del influjo glutinoso de Piazzolla a quien por otra parte, admiró sin retacearle jamás el elogio.
Las versiones de Bandó, Melacólico Buenos Aires y Tango del ángel permiten reconocer la nobleza de esa admiración. Rovira supo que su camino era absolutamente diferente del que se había fijado Piazzolla. Cualquier comparación entre las obras de ambos revelará la impericia de quien se atreva a intentar hallar un denominador común para acercarlos.
En sentido estricto, tal vez, lo único que los una sea justamente el derrotero que los llevó a la renovación del tango, y las herramientas técnicas que debieron incorporar para logarlo. Ambos, Piazzolla y Rovira, fueron músicos precoces. Ambos integraron, en calidad de ejecutantes y arregladores, orquestas típicas relevantes en los circuitos de rigor: clubes nocturnos, bailes, radios, estudios de grabación. Ambos comprendieron que “el oficio” no bastaba, que era necesaria una formación rigurosa y amplia. Ambos habían aprendido de primera mano los secretos de la ortodoxia tanguera. Hasta allí es posible trazar una línea que, con ciertos matices, da cuenta de un recorrido parecido.
En la primera edición del libro de Natalio Gorín A manera de memorias, un texto urdido con una serie de entrevistas que Astor Piazzolla concertó con el recordado periodista de El Gráfico en la primavera de 1990, es posible leer una alusión muy breve a la figura de Eduardo Rovira. Recuerdo hasta el número de la página, 35: «Sin Piazzolla no hubiesen existido los Rodolfo Mederos, los Dino Saluzzi, y todos esos tipos que salieron a jugarse después por algo nuevo. Como Eduardo Rovira que lamentablemente murió muy joven«.
La mención de Piazzolla, hay que decirlo, no le hace justicia porque a diferencia de Mederos y Saluzzi, el maestro Rovira pertenecía a la misma generación de Astor y compartieron los mismos años de polémicas, rechazos y discusiones.
En los últimos años se han formado algunos conjuntos que interpretan la música de Eduardo Rovira, como Sónico, en Bélgica, o el quinteto Rovirado aquí en la Argentina. César Stroscio con el Trío Esquina nunca cesó de homenajearlo y gracias a su fidelidad al recuerdo de Rovira, los jóvenes han descubierto un manantial de obras que desean explorar con la respetuosa dedicación que tan complejo desafío supone.
La obra musical de Eduardo Rovira abarcó una profusión de formas y técnicas compositivas. Compuso piezas eminentemente barrocas, como, Contrapunteando; clásicas: Para piano y orquesta; contemporáneas: Serial Dodecafónico. Presentadas todas en el mismo disco, punto de inflexión en la historia de su discografía, Tango Vanguardia (1963).
Allí, con su octeto, integrado por algunos de sus más fieles colaboradores, como Osvaldo Manzi (piano), Reynaldo Nichele (violín), Quique Lanoo (violoncello), entre otros, se permitió establecer un recorrido histórico de una amplitud excesiva, demasiado elevada para ese momento y, por esa razón, su valioso legado recién ahora, más de medio siglo después, parece estar resurgiendo.
Los discos de esa primera etapa de su carrera advierten las resonancias formales de los músicos que estudió en detalle: Bach, Mozart, Ravel, Bártok, Schönberg…Nótese la palabra “resonancias”, porque su camino fue absolutamente personal, tomó aquellos materiales que le sirvieron para inspirarse y ensanchar su paleta sonora. La discografía de Rovira documenta las rigurosas fases de su formación, admite ser escuchada como un diario sonoro de su evolución.
BANDOMANÍA
Horacio Ferrer definió con claridad las virtudes musicales de Rovira:
Su absoluto dominio del bandoneón lo distinguió tempranamente entre los ejecutantes de la Generación de 1940 (…) artista estudioso, vocacional, profesionalmente independiente ha volcado los frutos de su estudio en un complejo tratamiento instrumental del tango[4]…
Esta definición ordena sintéticamente las características salientes de Rovira partiendo de un detalle insoslayable: su calidad de ejecutante. El bandoneón es una extensión portátil del barroco. Muchos bandoneonistas tomaron nota de este dato, pero, tal vez, el que mejor supo comprender esta exigencia polifónica del instrumento haya sido Eduardo Rovira.
Es conocida la nómina de grandes bandoneonistas cuyo mérito consistió en alcanzar un elevado nivel de resolución técnica, músicos dotados de ángel para trazar estilos definidos y vigorosos, lo suficientemente talentosos para unificar los hemisferios del bandoneón en una sonoridad compacta, equilibrada, donde ambas manos se funden en una misma ceremonia de intensidad expresiva.
Eduardo Rovira marcó la diferencia en el grado de independencia total de ambas manos cuya potencia expresiva coordinaba los recursos polifónicos del bandoneón, como si cada hemisferio correspondiera a un instrumento diferente. Rovira, experto conocedor del barroco, tomó de ese estilo la técnica desarrollada en los instrumentos armónicos y perfeccionó en su ejecución la unidad de la diversidad en el desarrollo simultáneo de dos o más líneas melódicas contrapuestas que deben sonar equilibradamente. Un ejemplo palmario es Bandomanía, obra registrada en 1963 en el disco Tango Vanguardia.
La mayoría de los ejecutantes condicionan la música que deben tocar a sus posibilidades técnicas. Rovira hizo lo contrario: agotó todos los medios técnicos y expresivos del bandoneón y a partir de ese dominio escribió su música sin la presión de un campo de ejecución limitada. Consciente de que el bandoneón era el medio que le permitía expresarse en toda su vasta dimensión creadora procuró hacer, como ejecutante, lo mismo que lo caracterizó como compositor: abarcarlo todo. Emprendió, después, la ejecución de otros instrumentos: el piano, el oboe, la guitarra, el corno inglés.
Eduardo Rovira orientó su obra hacia la síntesis, la concentración de formas y de técnicas diversas. Extendió su exploración hacia el campo de la música académica y en esa línea obtuvo el reconocimiento aunque se le restringió la difusión. Mencionemos la Sonatina para cuarteto de clarinetes (tres movimientos), Veinte preludios intersemitonales para piano (premio de la Municipalidad de Buenos Aires en 1969), Sinfonía concertante (tres movimientos) Premio de Honor Bellas Artes de Música Sinfónica de la Provincia de Buenos Aires. Estrenó en 1974 su Concierto para bandoneón y orquesta sinfónica en el Teatro Argentino de La Plata.
La música académica de Eduardo Rovira espera el momento de su descubrimiento y ejecución en salas de concierto y de grabación, al igual que la serie de Preludios Dodecafónicos para bandoneón y las canciones compuestas junto al gran poeta Alfredo Villata —estrenadas a fines de los años ‘70 por la cantante Susana Naidich, cuyo acompañamiento musical Eduardo Rovira había dirigido en el disco Cantares de madre— configuran una porción del amplio repertorio de música archivada que no resigna su turno de vibrar y de hacer vibrar.
Enemigo de los ‘moldes’ a los que diferenciaba de los ‘estilos’, su camino fue tan personal que no admitió discípulos, ni imitadores. ¿Cómo se hace para imitar a un artista tan original como complejo, sin fracasar en el intento?
CODA
Eduardo Rovira ha sido definido, usualmente, como un artista de bajo perfil, estudioso y concentrado en la técnica musical, inconformista, ascético, reflexivo y riguroso. Valores, estos últimos, que lo alejaron, tal vez, de la espectacularidad, del mero afán de trascendencia o de la necesidad de ser protagonistas que distingue a muchos.
Le tocó una época crítica, dirán algunos, pero, en rigor, las propuestas audaces, los desafíos radicales, siempre obtienen resistencias, justamente por responder a un objetivo mayor que el aplauso complaciente o el rédito económico. El mito de la bohemia dispersiva, se trastoca, en la vida de Rovira, en el mito del asceta prolífico y laborioso.
Sus últimos años los vivió en La Plata, ejerciendo la dirección del Teatro Argentino, la docencia en el Instituto de Minoridad de la Provincia de Buenos Aires y la composición de los arreglos para la Banda Sinfónica de la Policía de la Provincia de Buenos Aires.
Mabel Rodríguez, su compañera, me ha confiado las penurias, las ingratitudes, la incomprensión, los obstáculos anímicos que debió enfrentar para sostener su bandera en alto. Uno de sus últimos tangos, La depre, lo testimonia palmariamente.
Murió como consecuencia de un infarto, en La Plata, el 29 de julio de 1980, a los cincuenta y cinco años. Vivía en una casa del barrio de Tolosa que había comprado a otro músico de la ciudad, el pianista Omar Valente, quien le dedicó el tango Para Eduardo Rovira.
Conservó la independencia de su arte hasta el final a buen resguardo de las trampas de la fama y enfocó la energía hacia el único faro posible: la verdad de su música. Algunos de sus discos se han vuelto a editar y las nuevas generaciones de músicos acuden al rescate de ese repertorio apenas conocido.
La belleza perpetua de su impronta, lo sobrevive.
Gustavo Provitina – Graduado en la Universidad Nacional de La Plata con el film El Sur de Homero, ensayo audiovisual centrado en el universo político y poético de Manzi. Provitina es guionista, director de cine y docente universitario en la UNLP y la Universidad Nacional de las Artes – UNA.
Ganador del Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes (2013) en la categoría ‘Ensayo’ por el libro El Cine-Ensayo. El Ministerio de Cultura de la Nación, en 2015, lo distinguió con una mención especial en el Concurso Federal de Relatos La Historia la ganan los que escriben. En 2017 estrenó La sombra en la ventana en el Cine Gaumont en el Festival de Cine Inusual de Buenos Aires. Publicó El matiz de la mirada (Curso de Cine Italiano); en julio de 2021 apareció su libro Nouvelle Vague, Bajo el signo de Lumière, y en marzo 2024 su último libro El cine italiano, (ed. La marca).
[1] Documental dedicado a La Historia del Bandoneón, producido por el canal Solo Tango.
[2] Azzi, María Susana, Collier, Simon, Astor Piazzolla su vida y su música Buenos Aires, El Ateneo, 2002.
[3] Rovira, Eduardo, Buenos Aires, Revista ACA, 1963
[4] Ferrer Horacio, El libro del Tango. Arte popular de Buenos Aires. Diccionario. Tomo 3. Barcelona, Antonio Tersol editor, 1980-
[1] Rovira Eduardo, Diario El Mundo, 1965.
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