escribe Mirta Fabre- Psicóloga
La desaparición forzada de personas instala siempre la aparición de un fantasma: el fantasma de lo siniestro.
El lugar familiar, se torna peligroso, aterrador, lo imposible se hace posible e implica irremediablemente estímulos sociales de características traumáticas.
La desaparición forzada instala la sospecha sobre quien no está y también extiende esa sospecha a su círculo íntimo, próximo y empático.
Esa sospecha es de por sí una persecución torturante para todos y cada uno de ellos. Porque ‘si le pasó a….por qué no podría pasarme a mí’.
La desaparición forzada automáticamente divide aguas, y automáticamente segrega: hace hablar a los bienpensantes en voz bien alta para que ellos dejen bien establecido que no tienen nada que ver, y que ‘los otros’ algo habrán hecho
La desaparición forzada de personas ataca el conjunto del cuerpo social: la persona desaparecida se convierte en la prueba concreta de la instalación del Terrorismo de Estado que disuelve la idea de Nación.
El efecto, entonces, tiene múltiples vetas, porque ante la sospecha sobre la persona desaparecida se establecen dos círculos paralelos: el de los que viven torturados y autocensurados en su decir y en su hacer, y el de la otra connivencia social de una mayoría silenciosa que avala a las fuerzas represivas para que ‘avancen’.
En ese aval, en ese avance, es donde aparece la rueca de los desaparecidos posibles. Desaparecidos que si una vez aparecen pueden decir hasta el cansancio que los han golpeado, incomunicado, vejado, violado, escupido, torturado y robado, pero nadie les creerá.
¿Cuáles serían, entonces, las conductas esperables de los funcionarios y responsables de Seguridad para disolver ese fantasma?
En primer lugar, investigar rápida y eficientemente el hecho en cuestión.
En segundo lugar, no silenciar en absoluto la gravedad de la situación e informar a la población y en especial a la familia de la víctima, el alcance de cada medida efectuada para dilucidar los hechos
En tercer lugar, garantizar la atención necesaria a cada miembro de esa familia.
La emergencia de una persona desaparecida establece de inmediato una célula sufriente directa: otras víctimas directas, sus familiares más cercanos, sus amigos, su grupo de pertenencia. Son ellos quienes deben llevar adelante la exigencia de la aparición con vida, sobreponiéndose a la angustia, al terror generado por la incertidumbre acerca de la suerte corrida por su hijo, su hermano o su amigo.
A Santiago Maldonado lo llevó la Gendarmería, el mismo cuerpo armado que hoy niega saber su paradero;
A Santiago Maldonado lo llevó una de las Fuerzas de Seguridad de Argentina que dice haber obedecido órdenes del juez Otranto y que luego de golpearlo brutalmente lo subió a una camioneta en condiciones de absoluta inermidad;
A Santiago Maldonado lo capturó la Gendarmería que depende de la Ministra de Seguridad de la Nación Patricia Bullrich y de su Jefe de Gabinete, Pablo Noceti, quienes ponen en duda la presencia de Santiago en el lugar de donde fuera llevado.
Un coro de voces no-angelicales justifica el accionar de la fuerza con el nunca gastado fantasma del ‘terrorismo’.
Silencio. Renegación de los hechos. Falsas respuestas. Tres elementos que en sí mismos son una franca violación a derechos fundamentales y constituyen una forma particular de tortura y de nuevas heridas hacia los familiares de Santiago.
En una comunidad virginal donde no hayan existido las desapariciones forzadas, no se pondría sobre la mesa diaria la pregunta que ya se desparramó en la nueva cotidianeidad de Argentina. ¿Quién sigue después de Santiago?
Trato cruel, inhumano y degradante…en ese sendero camina la tortura.
Y el monstruo del poder lo sabe.♦♦
** Mirta Fabre- Piscóloga especializada en Familia- Miembro Fundador del EPCT / Encuentro de Profesionales Contra la Tortura- Argentina