Escribe Sergio Villalobos Ruminott
El incremento de los discursos securitarios que se benefician de la producción sostenida del miedo, conlleva la profesionalización del personal policial en tareas no solo tradicionales, sino anti-terroristas y contra-insurgentes.
El policía contemporáneo parece estar cada vez menos preocupado de la paz y el orden, y cada vez más abocado a su guerra contra el crimen, una guerra urbana con altos costos colaterales.
¿Se trata acaso de ‘excesos’ la brutalidad policial contemporánea, de una exageración, o de un cambio en la función histórica de la policía, de una radicalización de su condición estructuralmente excepcional? Y ésta no es una pregunta focalizada en un país.
Más de 500 niños asesinados por los Escuadrones de la muerte en Río de Janeiro durante los años 1990; la innegable participación del ejército y la policía mexicana en incontables crímenes contra la población civil -siendo la matanza de Ayotzinapa uno entre muchos ejemplos-; la activa disposición criminalizante de la policía norteamericana en relación a la población afroamericana, y la producción sistemática de víctimas gracias a una concepción racializada del orden y la seguridad; la brutalidad sin límites de la policía federal argentina que suplementa con la fuerza las reformas expropiadoras del gobierno de Mauricio Macri; y, también, cómo no, los excesos innegables de la policía chilena respecto a los movimientos estudiantiles, de mujeres y de pobladores precarizados por el sistema económico, para no hablar de los Mapuche, en un contexto local donde todavía se aprecia la mancha imborrable de haber participado activamente en la represión y en los crímenes de la dictadura.
En su devastadora novela, The Kindly Ones (Las benévolas, 2006), Jonathan Littell apuntaba a la forma en que la conscripción obligatoria del servicio militar suponía también la conculcación de un derecho humano fundamental: el derecho a no matar. De hecho, todos los argumentos que justifican la necesidad del ejército profesional moderno están basados en la obliteración de tal derecho, obligando a los jóvenes conscriptos a convertirse en agentes de un mandato surgido de la relación entre soberanía y crueldad (no hace falta ir demasiado lejos para ver semanalmente imágenes de esta crueldad de los jóvenes soldados israelíes con la población civil en los territorios palestinos), disfrazada bajo el supuesto monopolio estatal de la fuerza y la violencia como condición del orden social.
El ejército, pero también la policía, cumplen así una función ejecutante que consiste en implementar la ley (ese es su mandato), a partir de un principio sacrificial que consiste en suspender el derecho para preservar el derecho.
Dicho principio sacrificial tiene una clara raíz teológica, según el brillante análisis del filósofo franco-argelino Jacques Derrida (La pena de muerte, 2012), que se expresa en la condición mítica del derecho en los modernos estados occidentales. En este sentido, si el ejército constituye una institución central para establecer las condiciones de posibilidad de los procesos de acumulación, la policía refuerza esas condiciones mediante su control y vigilancia permanente.
En este sentido, la policía como juez y como verdugo, encarna la ficción soberana moderna que consiste en la invención de un pacto inmemorial que garantizaría el orden, naturalizándolo. Nunca nadie asistió a su firma, pero sería dicho pacto el que nos permite distinguir entre usos legítimos de la violencia (cuyo monopolio le pertenece al Estado y, esencialmente, a la policía como aparato de Estado) y usos ilegítimos o privados de ella. Habiendo sido investida con esta facultad, la de suspender la ley en nombre de su propia conservación, le cabe a la policía entonces la ignominia de la excepcionalidad. La violencia policial tiene así, como fundamento último, no una excepcionalidad puntual, sino la constitución estructuralmente excepcional del orden jurídico moderno, que le garantiza a ésta el monopolio de la fuerza. Según este mecanismo auto-inmunitario, no hay crimen policial al usar la fuerza porque es constitutivo de su propia función.
Esto significa, en otras palabras, que la crítica de la violencia policial no puede ser hecha en términos de un desajuste con respecto al derecho, en términos de su posible instrumentalización para fines ilegítimos, o apelando a su corrupción (aunque mucho de eso todavía subsista), precisamente porque estas críticas no entienden la función gubernamental de la policía como institución abocada al gobierno de los vivos. Es como si la policía estuviese investida con un aura mágica que le permitiera torcer la ley según su propia conveniencia, precisamente porque la conveniencia de la policía coincidiría siempre con aquella del Estado de derecho.
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En tal caso, una crítica de la institución policial y sus prácticas violentas requiere de una crítica de la función sacrificial de la ley y del monopolio estatal de la violencia. Es decir, que una crítica de la policía no puede ser sino una crítica a la función preventiva e inmunitaria del derecho, y de la función gubernamental del Estado moderno.
Sin embargo, las cosas se complican aún más cuando dicho Estado parece estar en crisis a partir de los procesos de globalización y de metamorfosis de la soberanía, pues en un contexto de paulatina transferencia desde la clásica soberanía estatal a la soberanía corporativa del capital, no emerge con claridad la función policial. Más aún si la apelación a la soberanía popular corre el riesgo de reactivar el mismo principio soberano y sacrificial, según muestran los linchamientos públicos, los tribunales populares y los comités de auto-defensa, siempre que en ellos se perpetúe la estructuración sacrificial del castigo y de la ley.
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Este es el contexto que interesa explorar para elaborar una crítica de la policía contemporánea, pues sería dicho proceso de corporativización el que marcaría un desplazamiento histórico de la misma función policial. En otras palabras, si el modelo securitario clásico suponía que la función policial era la de conservar el orden social y prevenir el crimen (o sea, aquello de ‘el bien común’), ahora esa función se ve radicalmente alterada con los procesos de metamorfosis de la soberanía y de acumulación flexible del capitalismo contemporáneo.
Así, la llamada modernización del aparato policial implica no solo una privatización progresiva de sus servicios, sino una autonomización de sus criterios de evaluación, los que ya no responden al llamado interés público o comunitario, sino a criterios mercantiles de eficacia y rentabilidad.
Si antes la policía podía ser evaluada según la opinión pública, ese constructo sociológico e inverificable donde se hipotecaba la legitimidad institucional, hoy en día, con la misma multiplicación de las encuestas y con la proliferación de agencias consagradas a la llamada imagen institucional, ya no importa tanto la opinión pública, pues ésta puede ser fácilmente manejada según la producción de un criterio sensacionalista de inseguridad.
El incremento y manipulación de los discursos securitarios que se benefician de la producción sostenida del miedo, conlleva la profesionalización del personal policial en tareas no solo tradicionales, sino anti-terroristas y contra-insurgentes.
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De esta forma, la modernización del aparato policial implica, entre otras cosas, la flexibilización de sus formas administrativas y la militarización de su personal. El policía contemporáneo parece estar cada vez menos preocupado de la paz y el orden y cada vez más abocado a su guerra contra el crimen, una guerra urbana con altos costos colaterales.
Pero la policía no es una institución del todo autónoma, y no porque responda, en última instancia, a un Estado de derecho que la controle, sino porque ella, en cuanto institución corporativizada, está articulada al complejo industrial-carcelario-militar contemporáneo. Se trata de una serie de corporaciones abocadas a usufructuar de la producción del miedo y la inseguridad, mediante procesos de militarización, encarcelamiento e incremento en gastos operacionales (administrativos, equipamientos, infraestructuras, armas, etc.), que terminan por transferir recursos públicos a manos privadas.
Sin atender a este proceso de modernización corporativa, se corre el riesgo de cuestionar la violencia policial según criterios ya desplazados por la propia dinámica contemporánea. La novela de Littell muestra a la guerra como escenario distintivo del orden moderno, y a la formación del ejercito profesional como suspensión del derecho a no matar, a no ser parte de la ficción sacrificial de la seguridad y del orden. Ahora, sin embargo, más allá de esa escena originaria, habría que advertir no solo la conculcación del derecho a no matar, sino la masificación del principio sacrificial del castigo y de la ley.
Frente a un infractor del orden no solo operan criterios clásicos de seguridad, sino que toda la población se siente interpelada a restituir el orden.
Y no solo porque llevamos un policía en el inconsciente, sino porque la lógica corporativa y privatizadora del neoliberalismo hace de cada uno no solo un empresario de sí mismo, sino un vigilante de los demás.♦♦
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Sergio Villalobos Ruminott – Chileno- Profesor de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Michigan, Estados Unidos – Autor de Soberanías en suspenso. Imaginación y violencia en América Latina (Buenos Aires, La Cebra, 2013) y Heterografías de la violencia. Historia, nihilismo, destrucción (Buenos Aires, La Cebra, 2015).
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