El Colectivo Editorial Crisis publica hoy la cuarta edición de los textos y narraciones escritos por presos.
¿Quiénes son las figuras maestras para estas personas presas?
Un siglo después, los nuevos Cuadernos de la Cárcel. No aquellos de Antonio Gramsci sino los textos de un universo de personas que están y piensan tras los muros.
Son los ESCRITOS DESDE LA LEONERA.
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El tiempo, nuestro mayor maestro
Escribe Maximiliano Nievas (42 años)
No me es ajena la semana del once de septiembre, porque en mi familia contamos con varios docentes de profesión. Más allá de lo que enseñen en sus lugares de trabajo y el tipo de contenido didáctico que implementan mediante una planificación que no escapa a la “construcción de aprendizaje instaurado”, me quedo con el compromiso y empatía con la que llevan adelante su profesión, donde más que enseñar acompañan a sus alumnos y me traen el recuerdo de esa maestra de 4° grado que hacía más que un trabajo social y pedagógico, el de una profesional que cumplía con sus horas laborales. Se salía de lo teórico, de lo planificado para convertirse en mamá o en una superheroína a la que esperábamos con ansias cada día.
Recordando a quienes marcaron esos años de orientación, puedo dar fe que fueron muchos los que han cumplido con dicha labor, algunos con más dedicación y otros con menos, aunque el mayor de ellos, puedo dar por sentado, fue el tiempo. Éste puso en mi camino romper con la linealidad instaurada para invitarme a una emancipación y así generar mis propios argumentos. Con la madurez, de quien vive prácticamente la mitad de su existir, puedo darme la oportunidad de qué contenido aceptar.
Las vueltas de la vida me han encontrado leyendo información sobre ese ´prócer’ que alguna vez fue presidente, al cual, maestros de la época, le hacían el primer reclamo por sueldos adeudados, y en consecuencia de aquel reclamo, varios eran despedidos por “su proceder irrespetuoso”.
Descubrir su egocentrismo sabiendo que se llevó trabajo a su casa (convirtiéndolo en “el padre del aula”) me hizo alejarme de esa construcción que se implanta en las aulas y que sale a la calle para venerar a Faustino Valentín Sarmiento.
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Con los ojos vendados
Escribe David Gross (32 años)
La escuela número Quince, fue la primera institución educativa a la que fui, enviado por mi madre. Ahí conocí personas con las que entablé amistades, sobre todo, recuerdo a Cristina, una profesora a quien estimo. Ella dictaba la materia de Ciencias Naturales, en la que me sentía muy cómodo; pero esa comodidad era generada por ella. Con esmero, volcaba todo su empeño en cada uno de los que asistíamos a su clase, con el objetivo de que entendiéramos los conceptos que se abordarían.
Algo rara solía ser la profe; dictaba clases de acontecimientos históricos que nada tenía que ver con su asignatura, videos, recortes de diarios y revistas, que eran material sobre la dictadura que había traído en alguna oportunidad. Sin duda, ella se salía de su estructura curricular.
Siempre decía con seriedad que era de vital importancia entender la magnitud de los sucesos ocurridos en la época oscura de la historia argentina. Lejos de interesarme, manifesté que esos hechos habían quedado en el pasado y no podrían volver a suceder. En ese momento se aproximó y dijo con desilusión “¿Sabés la razón por la cual los estudiantes pagan el boleto diez centavos?” No supe responder. El silencio se apodero de la clase, y luego de unos segundos comenzó a contar que para conseguir el boleto estudiantil, muchos adolescentes habían sido torturados, desaparecidos o asesinados. Entonces entendí que su compromiso iba más allá de las tizas y el pizarrón.
Por eso, hoy, a mis treinta y tres años, su recuerdo sigue vivo y espero que mis hijos tengan la suerte de cruzarse con maestras como lo era Cristina.
Transitamos una democracia donde algunos apuran el punitivismo y otros se desentienden de la cuestión criminal, suponiendo que el Estado hace justicia.
Es la cuna del “que se pudran en la cárcel”, y la matriz de una impunidad y corrupción que jamás se conoce de este lado de los muros.
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¿Quién pudiera?
Escribe Laureano Nievas (28 años)
Andaba por los abismos de la vida, lugares que siempre le fueron queriendo tapar, golpeando su pecho ante cada desafío, ante cada adversidad. De niño fue un excluido, lo crío su tía -eso le dijeron-, pero él la llamaba mamá, porque madre es quien te cría.
Con el tiempo fue adquiriendo malos hábitos. A los 10 años dejó la escuela primaria; decía estar cansado de que lo manden a dirección por sus macanas y por las ajenas, “la maestra es re mala, sabe que si llama a mi mamá, ella me va a cagar a palos, nunca me creen nada en la escuela, no voy más, ya fue». Esto le contó a su grupo de amigos mientras daba sus primeras pitadas a un cigarro barato, «seguro que mi vieja me rompe la jeta cuando le diga que me escapé de la escuela», y esbozaba una sonrisa.
Todos escuchaban atentos, ya se perfilaba para líder de ese grupito de pibitos sin contención; rebeldes por naturaleza y dolor causado por sus condiciones y ambiciones. Ahora la escuela para ellos es la calle, donde se puede verlos reír y llorar; donde no necesitan rendir cuentas a nadie por su insurrección.
Ojalá encuentren su camino, anhelo y compresión. ¿Quién pudiera ser como ellos? No lo sé, pero eligieron ser sus propios maestros. Feliz Día.
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Mutando
Escribe Maximiliano Ferreyra (38 años)
Entre tantos recuerdos, divagó por mi mente
una clara presencia en mí.
Fue despertando mis sentidos
una infancia de tristeza y pies descalzos,
criado a galopes, mutando sin descanso.
Trascender entre pasos desgastado por los azotes del tiempo,
una voz con suavidad,
pequeñas manos cambiando zapatos rotos,
dibujando enormes sonrisas en mi rostro,
regando raíces, formando tallos en flor de loto.
Un perfume indescifrable y un aroma como pocos.
Mi gran maestra, mi guía,
la que alimenta mi vida
con su cuerpo esculpido, pero deteriorado sobre los pasos del tiempo,
dejó experiencias que aún habitan en mí, sobre los cimientos.
Jamás soltó mi mano y hoy se las presento,
mi orgullo, mi vida, mi madre,
Mi gran maestro…
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Maestra de la vida
Escribe Diego Herrera (50 años)
ELOÍSA, una mujer de gran corazón y sabiduría, fue una de las personas más importantes de mi vida, con una sonrisa que iluminaba cualquier habitación y ojos que brillaban con calidez. Ella tenía una manera de hacer que todos se sintieran amados y valorados.
Recuerdo las tardes que pasamos juntos, sentados en la cocina, mientras contaba historias de su infancia y de los tiempos difíciles que había superado. Su voz era suave y tranquilizadora, y sus palabras estaban llenas de sabiduría y experiencia. Lo que más admiraba de ella era su fortaleza y resiliencia. A pesar de haber enfrentado muchos desafíos en su vida, siempre mantuvo una actitud positiva y una fe inquebrantable. Me enseñó que la vida puede ser difícil, pero que siempre hay algo por lo qué estar agradecido, porque la bondad y la compasión pueden conquistar cualquier obstáculo.
Costurera de profesión, confeccionaba ropa para chicos y pedía en distintos lugares calzados, todo tipo de abrigos; también útiles escolares que iba juntando para después repartirlos en distintas escuelas rurales en la provincia del Chaco. Tenía un gran sentido del humor y sabía cómo hacerme reír, incluso en los días más difíciles. También me acuerdo de sus bromas y juegos de palabras mientras volvíamos de la escuela.
A medida que crecí, comencé a apreciar más y más su sabiduría y el amor que me brindaba. Mi abuela fue mi guía, mi confidente y mi amiga; aunque ya no está conmigo, físicamente, su legado vive en mi corazón y en mis recuerdos. Haré todo lo posible para honrar su memoria y seguir su ejemplo porque fue y será mi maestra de la vida.
“Resistimos al olvido desde un proyecto vital con la épica idea de transmitir y generar cultura y expresar en el arte la voz de los nadies”, afirman los presos del Colectivo Cuenteros y Verseros
https://www.facebook.com/cuenterosyverseros/?locale=es_LA
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Un giro inesperado
Escribe Ricardo Lazarte (43 años)
El tiempo perdido en estas estructuras, en especial en esta condena, en esta última década, me di cuenta lo funcional que fui al sistema penitenciario que creí conocer; aunque ahora pienso diferente porque veo cómo éste doblega voluntades y manipula mentes.
Por suerte, mi manera de vivir en este contexto cambió al encontrar un pabellón con personas que mostraron el camino para que empiece a expresarme.
Jorgito wasá -así lo llamamos- durante el proceso de construcción de un texto que iba a ser publicado en un libro, me explicó cómo usar metáforas -cosa que aun cuesta-. El profe Gabi, con sus clases de gramática ayudó a que pierda, un poco, la vergüenza, o, mejor dicho, el miedo a equivocarme. Al Chuzo me acerqué porque se encargaba de corregir en la computadora las obras literarias de todos los compañeros del pabellón, y él me explicó que al releer, uno comienza a ver cómo se puede jugar con la sintaxis para que el texto no pierda su melodía fonética. También acá conocí a Alberto Sarlo; sus clases-debates de filosofía despertaron el interés –que nunca tuve- de buscar en una biblioteca historias diferentes, miradas que nada tenían en común con la mayoría de los libros o con la enseñanza tradicional de las instituciones educativas.
Estas personas, con el tiempo se volvieron compañeros, amigos y docentes. Algunos, por motivos judiciales e institucionales, se encuentran en otras cárceles; dos o tres tuvieron la suerte de recuperar la libertad ambulatoria; a otros se los devoró el sistema, llevándose sus vidas.
Ellos fueron y son la razón de que hoy siga aprendiendo desde este rincón oscuro, y a la vez desaprendiendo, de toda la tradición, que en cierta forma, construyó una gran parte de lo que fui.
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La sombra del pasado
Escribe Eduardo Vivas (30 años)
Recordar la escuela es recordar mi primera infancia, donde disfrutaba inocentemente mi niñez, y en esta ocasión, quiero dedicarle un pequeño homenaje a la primer maestra que me regaló la vida y me enseñó el respeto, la educación y cómo empuñar un lápiz. Ella es mi madre, Silvia Marcela Chávez, a quien honrosamente le debo mi existir.
Mi segunda maestra la tuve a los 6 años, allá, por el año 2001. Su nombre es Sandra, quien siempre ayudaba a los pibes del barrio, “La Tablada”, partido de La Matanza. Ella llevaba mercadería, ropa y hasta a veces, plata para ayudar a las familias que más la necesitaban; por eso de ella me llevo el compañerismo y aprendizaje, aunque de las instituciones educativas quisiera decirles que me encerraron varios años en una burbuja.
Con el paso del tiempo pude pincharla y salir de aquella caverna en la que me encontraba diciéndome: “padre y fundador de la escuela y la educación; la persona más buena del mundo, omitiendo que fue un racista que odiaba a los nativos, avalador de genocidas y violador de derechos humanos”. Voy a omitir su nombre debido a que me causa náuseas el sólo escuchar o pronunciar su nombre.
A los profesores y profesoras de todas las instituciones le debemos la educación, pero necesitamos saber la verdad, la otra cara, lo que no se cuenta, por eso quiero dedicar este escrito a mis dos maestras que siempre recuerdo y llevo en lo profundo del corazón, Silvia y Sandra.
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REGISTRO ISSN 2953-3945
Ediciones de ESCRITOS DESDE LA LEONERA
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Son muy conmovedores estos testimonios, reflejos de una niñez difícil sólo mitigada por el cariño y la comprensión de algunas personas encontradas en el camino. Duelen .
Gracias Flora por la lectura y tu comentario sobre la publicación, y agradecidos de antemano por acompañarnos en la divulgación de nuestra revista web de cultura y pensamiento crítico