El gran narrador argentino, publicó su primera obra en 1960 y en agosto de 1976 su cuento ‘El hombre que vino de la lluvia’ apareció en la última revista Crisis, el mítico Nº 40. Luego partió al exilio. En 2003, publicó la obra que hoy acercamos, un verdadero manifiesto filosófico.
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UN HOMBRE DE BETANIA
El mayor de los miedos es no tenerlo.
Un predicador del siglo XVIII decía: “Hoy se vive como si nunca se hubiera de morir, y, sin embargo, lo más importante es saber qué será de nosotros en la eternidad. Tras la muerte. ¿Cuál es mi destino? ¿Cuál será mi suerte? ¿El cielo o el infierno?”
Afirman que el hombre es hombre desde que da sepultura a sus muertos. El descubrimiento de que somos mortales ha engendrado en nuestra mente y en nuestro corazón el sentimiento inevitable y trascendental del miedo a la muerte, a la cual -según decía La Rochefoucauld-, como al sol, es a lo único que no puede mirarse cara a cara.
La muerte, como consecuencia de un tabú bíblico violado, como maleficio del cual nadie podrá escapar – “Oh muerte disforme y de visión horrenda…”- despierta el más atroz y silente de los miedos.
La muerte es la ausencia irremediable, la descomposición o la pérdida de la individualidad, un no ser, una deuda impagable, la experiencia de la nada en el tiempo, una partida, un tránsito o un viaje cuyo destino se desconoce. La muerte es menos que la nada.
Quinientos años antes de que ocurriera el episodio que se va a narrar, un hombre, el más sabio de cuantos existían, a punto de beber una copa de cicuta, postulaba que el tránsito mortal debía ser recibido con indiferencia, al no saber si es un bien o un mal.
La muerte, quizá, es inmortalidad, quizá sueño, quizá nada. ¿Esto fue lo que atribuló a Lázaro?
Lázaro -así como la hija de Jairo y el hijo único de una pobre viuda vecina de una aldea cercana a Cafarnaúm-, poco después de su muerte física, fue resucitado por Jesús.
Pensando en esto se me dio por imaginar la atroz experiencia de alguien como Lázaro, y escribí lo que sigue.
HÉCTOR TIZÓN
Más de treinta estadios había andado desde que la noticia, como el viento, llegó hasta su refugio junto al mar, en la planicie calcárea y desolada; tenía el pecho enjuto y palpitante, los pies lacerados, resecos los labios.
Desde que había vuelto a la vida no hallaba descanso. A sus ojos, las doce horas de luz y las doce horas de sombra eran lo mismo. No hubo más noches para él, que había conocido la más tenebrosa y definitiva; y ya jamás pudo tenderse a dormir.
La noticia era absolutamente escandalosa para él: Aquel que había logrado rescatarlo de la tierra cuando comenzaba a ser alimento de gusanos ahora estaba preso, y pronto sería ejecutado. ¿Cómo era posible?
Una vez más recordaba: Marta y María, sus hermanas, no podían contener el llanto; tampoco Eusebio, el embalsamador, abrazado a Santiago. Era, también ése, un mediodía extremadamente caluroso, y el viento, incansable, se arremolinaba entre los olivos. Liberado del sudario, de las bolsitas de mirra sobre los párpados y del cáñamo empapado en bálsamo que le aprisionaba las mandíbulas, volvió a escuchar esa voz y a mirar aquellos ojos que ya no olvidaría jamás, junto a la yacija de piedra.
El había sido un hombre simple, respetuoso del Templo y de la Ley; un hombre sin imaginación ni acechanzas, que pagaba sus tributos puntualmente. Pero ahora era también un perseguido, no sólo de los que portaban cetro y decretaron su desaparición -puesto que vivo constituía un testimonio vehemente-, sino también de sí mismo, de su visión de horror, del abismo que de pronto, como las antiguas escrituras lo advirtieran, se había abierto ante sus ojos. Porque para él, la muerte ya no era un enigma.
¡Oh, Dios! ¿Por qué has modificado tu rostro? ¿Por qué me has devuelto a esta luz dependiente y efímera? ¡Yo, que acababa de convertirme en nada, he vuelto a ser mortal!
Se había puesto entonces en camino y, al llegar, durante un largo rato, lo vio atravesar los desparejos callejones maniatado e indefenso, entre unos soldados y no muchos curiosos, rumbo al cerro, donde también dos malhechores aguardaban su propio destino.
Y ahora estaba todo consumado.
Amparado en las sombras de la sexta hora, ocultándose lo mejor que pudo, observó el largo camino y las caídas. Luego sintió los martillazos secos y el desolador alarido cuando izaron el madero; vio cómo, luego de quebrantarle las piernas a los otros dos, los soldados echaban los abalorios para sortearse la túnica. Y cuando el hombre agonizaba en medio de espantosas convulsiones, él sintió todos los desamparos en el suyo, porque, conociendo ya el límite -aunque nunca su orgullo fue ser valiente, su tragedia era ya no temer a Dios, carecer de esperanza, puesto que esperanza es tener fe, creer que los días de nuestra vida o que la espera es un camino hacia algo-, sabía que desde ese momento quedaba librado a su propio destino, del que ahora nada ni nadie podría rescatarlo, que moriría definitivamente, que ya jamás sentiría ni horror, ni beatitud, ni habría juicio final; sólo no existencia, nada.
Al terror a la muerte debe Dios su gloria; la gracia, su triunfo; la religión, sus altares; la virtud, sus méritos; y a eso deben los pecadores su conversión y su salvación.
Pero él ya no tendría ese consuelo. De su propia vida -antes de perderla y recuperarla- recordaba el insoportable espanto de la muerte, el horror al infierno, a la condenación eterna.
Ahora sabe que la muerte, como fin de la vida, es un problema insoluto. Ya en el fondo de su corazón, sólo siente el peor de los temores, que es no sentir ninguno.
Pero de su boca no saldrá palabra, puesto que si lo revelara no sería más que un ingrato para quien lo rescató de la nada, y sólo causaría con ello la burla de los impíos, destruyendo así la única esperanza de los pobres.
Entonces, avanzando desde su escondite en dirección al osario, grita llamándolo. Pero el otro ya lo ha dejado solo. Y los soldados, a punta de lanza, lo empujan hacia las sombras.
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Los Cuentos Completos de Héctor Tizón – incluyendo material inédito – fue publicado por Alfaguara en 2006
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Cuando cumplió 80 años, Tizón volvió una vez más a interpretar con su prosa alguno de los temas bíblicos, en esta ocasión en la compilación “La Biblia, según 25 escritores argentinos” (Emece)
Ángela Pradelli-Esther Cross-María Granata-Griselda Gambaro-Luis Chitarroni-Carlos Chernov- José Pablo Feinmann-Ana María Shua-Luisa Valenzuela-Angélica Gorodischer-Héctor Tizón-Mempo Giardinelli- Aurora Venturini-Tununa Mercado-Elvio Gandolfo-Vicente Battista-Juan Martini-Sergio Olguín- Juana Bignozzi-Diana Bellessi-Juan Sasturain-Noé Jitrik-Luis Gusmán-Antonio Dal Masetto-Guillermo Saccomanno
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El cuadro de portada es La resurrección de Lázaro, de Rembrandt, en la versión de Vincent Van Gogh
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REGISTRO ISSN 2953-3945
Extraordinario el relato. Muchas gracias.
Impactante el relato de Tizón. No lo conocía . Pues no está en mi libro de sus obras ( creo que solo de cuentos) completas. Muy vívido.