NOSOTROS, LAS ELITES. ¿OLIGOCRACIA O DEMOCRACIA?

¿Qué tipo de sistema de gobierno hay en Estados Unidos?

Esa es la pregunta inicial de Robert Ovetz a sus alumnos de la San José University, en California.

Poco antes de las recientes elecciones norteamericanas, que dejaron a Joe Biden con una ínfima mayoría en el Senado y perdedor en la Cámara baja, el ex candidato presidencial Bernie Sanders se había preguntado si eran una oligocracia o una democracia, al mostrar que en los 30 años desde el triunfo definitivo del neoliberalismo de Reagan hasta el comienzo de la pandemia, los ultra ricos (el 10% de la población) pasaron a quedarse con el  72 por ciento de toda la riqueza del país.

Robert Ovetz acaba de publicar su último libro titulado “Nosotros, las Elites”- We the Elites, un profundo ensayo para entender el origen del funcionamiento de la política de los EE.UU. y la Introducción del libro, la ofrecemos como primicia en esta edición de www.purochamuyo.com / Cuadernos de Crisis.

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La inmensa mayoría de los norteamericanos siempre responde a la pregunta sobre cuál es el sistema de gobierno de la misma manera: no tienen ni idea. ¿Es una república? ¿Una democracia? ¿Una democracia representativa? ¿Una república democrática? ¿Una oligarquía? ¿Una plutocracia? El que nadie elige es una monarquía. Los que crecimos en los EE.UU. hemos aprendido desde la infancia que los EE.UU. se rebelaron contra un rey.

Mis alumnos no están tan confundidos como creen, pues como está claro que no funciona como se dice, bien podemos no ponernos de acuerdo sobre cómo llamar al sistema de EE.UU., casi sin cambios desde 1787.

Los autores de la Constitución, al igual que sus compañeros de las élites ricas, aborrecían la democracia por considerarla básicamente anárquica y despótica. Para los ‘padres fundadores’, la democracia significaba el gobierno del «pueblo fuera de las puertas», un término utilizado para la gente común que literalmente trabajaba fuera, que no sólo tenía el voto, sino también el poder de legislar sobre la propiedad…que pertenece a la élite.

El objetivo de los Forjadores era formar una república, sin rey, sin aristocracia y que fuera un sistema representativo, el cual permitiría que sólo las élites propietarias voten a los suyos, que gobiernan a toda la población.

De esta forma, la toma de decisiones no fue asentada en la mayoría, sino por su influencia, el poder, el rango y el estatus. A decir verdad, cualquier sistema con representantes, incluidos los sistemas autoritarios, son repúblicas, porque tienen representantes aunque no sean elegidos.

En nuestro sistema, originalmente sólo los hombres blancos con una cierta cantidad de propiedades podían votar, e incluso su voto estaba limitado a elegir a algunos de sus representantes, aunque carecían del poder para destituir al resto. Tampoco tenían la autoridad para hacer leyes o cambiar la Constitución. A medida que el sistema de votación se ha ampliado, la definición más aproximada sería república democrática o una democracia representativa. Los Estados Unidos no son una democracia directa porque el pueblo no puede hacer directamente la ley, decidir la política, o votar sobre cuestiones de impuestos, o la guerra y la paz sin un intermediario.

El genio de los Forjadores fue diseñar un sistema prácticamente inmutable que en apariencia otorga al pueblo una participación, y permite que unos pocos seleccionen a algunos representantes, mientras el resto renuncia al poder de autogobierno. Cómo y por qué lo hicieron, por qué sigue funcionando de la misma manera, y por qué tenemos que superarlo, es el objetivo del libro que presentamos.

No es casualidad que los inconformistas, los outsiders y los independientes se presenten a los cargos públicos prometiendo ir por el costado y por encima de la Constitución.


Lo que sabemos es que la Constitución funciona por la regla de la mayoría, que las elecciones importan, y también que las coaliciones pluralistas de ‘grupos de interés’ pueden convertirse en mayoría y poner el poder en manos de la gente común. Pero esa es la excepción que confirma la regla. La mayoría de las veces, por no decir que apenas un puñado de veces en casi 240 años,  el sistema siempre ha frustrado la voluntad de la mayoría económica y política.

El Colegio Electoral, el Congreso bicameral, el poder de la supremacía blanca, el veto del Ejecutivo, la cláusula de comercio interestatal, el Presidente, la elaboración de tratados y el alto umbral de votos para enmendar la Constitución -entre otras muchas características-, son parte de las razones por las que la Constitución impide la democracia política e impide la democracia económica en Norteamérica.

Los 39 autores que firmaron la Constitución en septiembre de 1787 tenían la intención de utilizar la separación de poderes y el fraccionamiento de los poderes del gobierno federal, haciendo casi imposible que una mayoría pueda gobernar cada rama del gobierno nacional al mismo tiempo.

Para estar seguros, en el caso de que la mayoría gobernara una de las ramas, las otras dos ramas podrían revisarlo y frustrarlo.

De este modo, los Forjadores diseñaron la Constitución utilizando lo que el periodista Daniel Lazare llamó el «milagro de la complejidad» que limita, amortigua y absorbe todos los intentos de la gran mayoría de las personas para cambiar el sistema.

Como resultado, en Estados Unidos tenemos un sistema antidemocrático que sirve a los intereses de una pequeña élite.

La Constitución impide el control democrático del gobierno, e impide el control democrático de la economía. Al concentrar en el Congreso el poder sobre la economía y colocando numerosos controles minoritarios sobre ese poder, es extremadamente difícil, si no imposible, que cualquier partido político, el presidente o el Congreso pueda llevar a cabo iniciativas para restringir o incluso iniciar un tránsito ajeno a la economía capitalista.


En contra de las afirmaciones de que nos gobierna una «Constitución viva» que puede adaptarse a las normas, intereses y valores cambiantes de la sociedad, la Constitución fue diseñada y sigue funcionando para lograr exactamente lo contrario.

El hecho es que la Constitución ha sido modificada apenas 27 veces en más de 230 años, sin que se haya producido ni un solo cambio en las últimas tres décadas.

Para algunos resulta difícil comprender la contradicción de tener una constitución «democrática» que funciona de forma antidemocrática. La realidad es que quienes la pensaron eran hombres blancos de finales del siglo XVIII, que compartían un único interés nacionalista primordial, tanto si tenían esclavos como si no. Querían un gobierno nacional fuerte que les ayudara a defender y ampliar la frontera, promover el comercio exterior, recaudar impuestos para pagar las deudas pendientes de la Guerra de la Independencia, crear y financiar un ejército, y establecer una poderosa economía de mercado nacional. Su genialidad fue establecer un sistema que permite a las élites lograr sus objetivos.

Los politólogos e historiadores nos recuerdan que, como la Constitución sigue funcionando después de más de dos siglos, podemos contarnos entre los pocos países afortunados que nunca se han apartado de las transferencias pacíficas de poder cada cuatro u ocho años, y se celebra que el sistema constitucional es «excepcionalmente» estable y pacífico, sin entender que el precio de esa estabilidad es haber frustrado el verdadero cambio democrático.

Ahí hay que poner el foco, pues dado que el sistema se percibe tan ‘estable’, cuando fracasan los intentos por hacer cambios, se ve la causa de ellos en todas partes menos donde realmente está. Culpamos a las élites contemporáneas, a la calidad de nuestros ‘líderes’, al abuso de las normas, a la corrupción, a la complacencia o a nuestra falta de capacidad de organizarse para el cambio, en lugar de verlo en el insidioso diseño de la Constitución para impedir el cambio.

Todos los innumerables problemas y crisis a los que nos enfrentamos -una larga lista- se explican como que existen a pesar de la Constitución, no causados por ella.


EL ‘PELIGRO’ DE LA DEMOCRACIA

Los autores desconfiaban de la democracia y del gobierno de la mayoría, lo que James Madison llamaba las «combinaciones opresivas de una mayoría», y trataron de impedirlo. Alexander Hamilton denunció la democracia como la «sorprendente violencia y turbulencia del espíritu democrático». John Adams advirtió que la democracia «se agota y asesina a sí misma» e incluso sentía «terror» cuando pensaba en las elecciones, que eran «productora de horrores”. Los «padres de la patria» no fueron padres de una democracia.

Su creencia de que la naturaleza humana trae consigo conflicto, desorden y peligro les llevó a diseñar una constitución destinada a impedir todo cambio deseado por la mayoría. Escribiendo a John Jay a mediados de 1786, George Washington se lamentaba, «probablemente hemos tenido una opinión demasiado buena de la naturaleza humana». La humanidad era incapaz de gobernarse a sí misma, pensaba: «La experiencia nos ha enseñado que los hombres no adoptan y ejecutan las medidas mejor calculadas para su propio provecho sin una fuerza coercitiva superior para controlar al pueblo”. Porque para Washington, la humanidad está gobernada por un poder defectuoso

A falta de confianza en la democracia, Madison, Hamilton, Washington y los demás autores diseñaron el sistema para que el cambio sólo pudiera concretarse si era apoyado por la minoría de las elites que controlan el gobierno y la economía.


Para ser claros, digamos que la Constitución se utilizaría con este objetivo tanto para contrarrestar a un presidente como Bernie Sanders, y también se utiliza contra un presidente como Donald Trump cuando sus políticas no tienen el apoyo de la minoría de la élite. Ya sea en el tema de la inmigración, el cambio climático o los impuestos de las empresas, los candidatos de los partidos Demócrata como del Republicano, que ganan casi el 99% de todas las elecciones, una vez elegidos deben obtener el consentimiento de la minoría para legislar.

En cada paso de nuestro sistema constitucional, la gran mayoría se ve obligada a obtener el consentimiento de la élite a sus demandas, o ver sus preocupaciones desatendidas y sus intereses insatisfechos. Ya sea el colegio electoral, o la necesidad de que cada proyecto de ley pase por las dos cámaras, evite el veto presidencial y sobreviva a ser tachado de inconstitucional en los tribunales, la mayoría nunca tiene la última palabra.

La minoría de la élite sólo necesita ganar una vez para impedir el cambio, mientras que la mayoría debe pasar cada control de la minoría, a menudo comprometiéndose más y más para poder superarlo.

La ironía es que nos aferramos a la idea de que el sistema opera a favor de los intereses de la mayoría. Pero el sistema fue diseñado por un pequeño grupo de hombres que se tomaron en serio la idea del filósofo David Hume, de que «de la misma manera que el particular obtiene la mayor seguridad en la posesión de su comercio y riquezas merced al poder público, de la misma manera las instituciones públicas obtienen su poder en proporción a las riquezas y a la extensión del comercio de los particulares”.

Cada día nos dicen que el sistema funciona para todos cuando funciona primero para los que están en la cima, después de lo cual la riqueza «gotea» para beneficiar a las mayorías. El legado de los Forjadores, hoy, es que seguimos confundiendo los intereses de las élites con los intereses del conjunto.

EL PROBLEMA NO ES ‘EL CANDIDATO

Consideramos, erróneamente, que la razón por la que el gobierno no actúa a favor de la mayoría es porque los cargos políticos los ocupan las personas equivocadas. Y entonces, si sólo pudiéramos elegir a otra persona o pudiéramos cambiar el partido que lidera, dicen, podríamos conseguir por fin lo que queremos. Esta idea tiene su origen en el discurso de despedida del presidente Washington en 1796, en el cual advertía sobre las manos en que se ponen las riendas del gobierno.

Tras la era Trump es fácil culpar de nuestros problemas a uno u otro líder desagradable. Sin embargo, nada debería alarmarnos más que el hecho de que esta advertencia viniera de Washington, el hombre que estaba allí desde el principio y que lo aseveró cuando estaba de salida. Desde entonces, las riendas no han hecho más que pasar de un lado a otro entre diferentes facciones, partidos y combinaciones o asociaciones de la élite, quienes fueran pero que demostraran mayor eficacia en el manejo de los poderes de la Constitución.

Sin el consentimiento de la minoría de la élite, la única forma que queda para hacer el cambio es forzarlo. Forzarlos a aceptar el cambio es la causa de los mayores periodos de reforma en la historia de EEUU., sea el sufragio universal de los hombres blancos, la abolición de la esclavitud, la Reconstrucción posterior a la Guerra de Secesión, el ciclo populista y de reformas de los años 1890 a fines de la década de 1910, el sufragio femenino, los derechos laborales,  el movimiento por los derechos civiles, el fin de la guerra de Vietnam, las protecciones medioambientales y los derechos de las personas LGBT, todo fue ganado a las elites por la fuerza.

El profesor de derecho Jeffrey Toobin prefiere llamar la disfunción en el sistema como la «absolución habitual de los fundadores: las virtudes del sistema se deben todas a ellos; los defectos se deben todos a nosotros».

El sistema de gobierno norteamericano, ineficaz, paralizado, insensible y sobredimensionado no se puede atribuir simplemente a las disputas y divisiones partidistas ni se va a corregir mediante elecciones.

La causa se encuentra en la propia Constitución, el libro de las reglas que rige el funcionamiento del sistema.

Por eso, los balidos y bramidos por lo que ocurre no está dado porque el gobierno de EE.UU. está «quebrado»; por el contrario, está funcionando tal y como lo diseñaron los autores de la Constitución.

La razón de esto es que, como explicó una vez Arthur Hadley, el presidente de la Universidad de Yale, «los derechos de la propiedad privada están claramente  establecidos en la Constitución para que los votantes pudieran elegir a quienes quisieran y pudieran hacer las leyes que quisieran, siempre que esas leyes no afectaran al derecho de propiedad». De ahí que la pretendida neutralidad de la Constitución esconde la protección de la propiedad contra cualquier intento de democracia económica.

No vivimos lo que Daniel Lazare llamó «dictadura del pasado», sino del presente, porque las élites están esencialmente fuera y por encima del Estado, que, como describió la filósofa Hannah Arendt, es la característica básica de los sistemas totalitarios.

Aunque nuestro sistema no es el nazi ni el soviético estalinista al que se refería Arendt, vivimos bajo una dictadura de clase en la que el derecho de propiedad está por encima del Estado, protegido como ley suprema que triunfa sobre todo lo demás -incluso la propia supervivencia del planeta-, ya que la catástrofe climática que se agrava rápidamente es ignorada para proteger los derechos de los propietarios de los combustibles fósiles.

En resumen, las tres primeras palabras de la Constitución norteamericana son las más importantes: «Nosotros, el pueblo,» (We, the People). En verdad, mejor debiera decir «Nosotros las élites».

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Esta publicación es una edición reducida de la Introducción del libro We The Elites, publicado por Pluto Press, y fue especialmente cedida por el autor.

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Robert Ovetz, es PHD en Ciencia Política por la Universidad de Austin, Texas. Colaborador de numerosos medios, militante social y sindical, profesor en la San José University. Autor de When Workers Shot Back: Class Conflict from 1877 to 1921 (Brill en 2018, y Haymarket en 2019); Workers’ Inquiry and Global Class Struggle: Strategy, Tactics, Objectives (Pluto Press, 2021) y We The Elites, when the U.S. Constitution Serves the Few (Pluto Press, 2022).

Ovetz es miembro del Comité Editorial del Journal of Labor and Society.


El material que publica la revista web www.purochamuyo.com / Cuadernos de Crisis pertenece al Colectivo Editorial Crisis Asociación Civil. Los contenidos solo pueden reproducirse, sin edición ni modificación, y citando la fecha de publicación y la fuente.

REGISTRO ISSN 2953-3945

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