* Escribe Martín W. Prieto
A más de medio año de inicio de la pandemia global y con un profundo horizonte de incertidumbre por delante, se comienza a sentir cada vez más claramente un mal síntoma en la cultura, un desfasaje entre las fórmulas sociales para pensar y actuar nuestros quehaceres y formatos de problemas habituales, y los nuevos desafíos.
La premisa detrás de esta crónica filosófica es que orientarse en situaciones de crisis es distinto de orientarse en situaciones de normalidad. La idea es ayudar a despertar otro tipo de pensamientos para poder definir la situación, y a nosotros mismos, como personas sociales en acción, ya sea en cooperación o en conflicto, y sobre todo en conflicto, de manera más sensible a las circunstancias.
Esta crónica toma también una posición: forma parte de la amplia y diversa búsqueda de transformaciones sustanciales en el mundo, especialmente de nuevas formas de autonomía y organización colectiva como las que hoy llevan en su agenda los movimientos ambientalistas, decolonialistas o feministas. A pesar del aumento de obstáculos que este año trajo para estas búsquedas, o tal vez justamente por ellos, es posible trabajar en una oportunidad.
Como dijo hace poco la socióloga y filósofa argentina Maristella Svampa: “al estar en una enorme crisis civilizatoria también estamos en un momento de liberación cognitiva, un momento en el cual es posible la redefinición de la situación (…) esto es pensar viable y posible aquello que hasta hace poco era pensado como inviable o como inimaginable.”
¿QUÉ INSTRUMENTOS PUEDE BRINDAR LA FILOSOFÍA EN ESTA CRISIS?
Históricamente el pensamiento filosófico se hace más palpable cuando existe una sed verdadera de transformación, y ahora nos puede ayudar a proyectar el pensamiento colectivo, atenazado en el individualismo por los mecanismos imperceptibles e interminables del capitalismo, con algo más de autonomía. Para eso hay que tirar del hilo de una serie de síntomas culturales y dilemas recurrentes, y pensar cómo atar de otras maneras algunos cabos que parecen sueltos en la tormenta de la pandemia.
La filosofía es buena para remover todo aquello que se mantiene tácito y lejano a la conciencia cotidiana pero que cumple un rol en la estructuración cultural de nuestra vida, y desde ahí, para liberar posibilidades a la conciencia de otros lazos entre lo individual y lo grupal, y entre lo grupal y el mundo que nos rodea.
Esta liberación no puede llegar pensando cosas aisladas en sí mismas sino a través de sus relaciones. Algunas de ellas hoy nos cruzan el camino y nos reúnen en horizontes de conflicto y acuerdo: pandemia e infodemia, salud y economía, sociedad y naturaleza. Repensarlas implica asumir el desafío de enfrentar otra relación que anida en cada una de ellas: la del pensamiento personal y el pensamiento colectivo.
Pero una advertencia: es improbable que desde la filosofía se pueda indicar qué tenemos que pensar exactamente sobre asuntos de actualidad. La filosofía debe mezclarse en la práctica o no será nada, puede guiar, pero al mismo tiempo debe ser guiada.
La intención es que las ideas que vayan apareciendo puedan ser percibidas como insumos para la acción pragmática, tanto de personas como de movimientos que usen ideas e ideales para trabajar en una realidad siempre tensionada, compleja, plural y sobre todo desigual… no en la realidad tal como nos gustaría que sea. Lo mejor que podemos incorporar en tiempos difíciles no son reglas o itinerarios simples de pensamiento, sino formas de construir mapas críticos para movernos constantemente en territorios cambiantes.
Ninguna realidad colectiva se presta a un solo tipo de mapa ni de reconstrucción.
EL HORROR SE VA TRANSFORMANDO EN COSTUMBRE
Pensamiento personal y pensamiento colectivo
Desde hace unos meses entramos en una nueva fase subjetiva de la pandemia. Antes nos afectaba algo pasajero, ahora tenemos una condición. La reacción defensiva de los primeros días, ocupada en identificar causas, responsables y salvadores definidos, dio paso a formas más personales de desesperación y a una marcha colectiva más cansada o resignada, ocupada en el arte de acomodarse a cosas menos definidas: incertidumbre, espera, distancia. Antes se esperaba volver cuanto antes a la vieja normalidad, hoy se habla mucho de la nueva normalidad, y de pensar la nueva normalidad.
En ese pasaje entre la reacción defensiva y la desesperación, recrudecieron los síntomas de crisis en el pensamiento colectivo. Asomaron cuando el miedo a una amenaza externa e imparcial, figura instalada con agilidad en los discursos oficiales por su efecto unificador y facilitador de la toma de decisiones rápidas y centralizadas, dio paso a una relajación del estrés inicial. Entonces ese embudo que era la realidad empezó a disgregarse en el sinfín de perspectivas, narrativas y propuestas.
La necesidad de evaluar cambios importantes nos hace mirar de nuevo hacia adentro, y cualquier mirada atenta revela que lo externo (el virus, sí, pero sobre todo lo que verdaderamente nos afecta: su escala) es en gran parte un efecto de nuestras acciones, algo conforme al mundo que construimos. Ahora bien, ¿de cuál de todos los mundos narrados en los que vivimos simultáneamente? ¿De las acciones de quiénes especialmente? En este dilema se revela el enemigo interno, el que cuenta otra historia y compite por imponer las formas de metabolizar este trance y otros futuros.
Pero el estrés y el conflicto son normales, no constituyen crisis
La crisis es un diagnóstico especial que hacen ciertas personas, y aparece cuando nos percibimos en la situación en que el rango de soluciones que generamos, normalmente agravan los mismos problemas que intentan solucionar. Esto puede verse en algunas discusiones actuales. Para sectores crecientes, medidas como la toma de deuda o la instalación de factorías de carne porcina de exportación -si bien implican estímulos inmediatos como “inversión”, “apertura”, “divisas”- reproducen, en el fondo, lógicas contraproducentes para enfrentar la verdadera estructura endémica de los problemas económicos y sociales.
La pérdida de confianza en las recetas tradicionales hace que, en estas situaciones, el conflicto escale fácilmente: qué entendemos por “desarrollo” económico, cómo se interpreta la economía en relación a la salud, o cómo se interpreta lo social en relación a esa contraparte que es “la naturaleza”.
Estas discusiones activan otras, y así esa realidad que todos llamamos por el mismo nombre, se multiplica rabiosamente no solo en distintas historias, sino en distintos niveles. En este nivel de definición de problemas sociales también tenemos otro más general, el de cómo ponernos de acuerdo sobre esas redefiniciones, y también sucede que las soluciones tradicionales para ponernos de acuerdo empeoran a su vez este problema.
Algo que define a una crisis con respecto a períodos culturales ‘normales’ es la velocidad con la que pasamos de un nivel a otro, sin resistencias claras ni puntos de apoyo, por lo cual lo constantemente implícito se vuelve explícito, a la vista de todos. Efectivamente, implícito a todos estos interrogantes está el de quién tiene el derecho de reducir diferencias tan grandes de perspectiva, para lo cual no hay reglas escritas. Por eso es difícil comprender lo que es fácil ver: que la controversia sobre las factorías de carne porcina (como también lo son las controversias sobre las muertes de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel, las pasteras sobre el río Uruguay, la legalización del aborto, etc.), son parcialmente una lucha con la razón y parcialmente una lucha por la razón, en la que cada colectivo va proponiendo relaciones y balances distintos, y donde en cada momento una parte del desacuerdo parece decidible y otra no.
Este es todo el asunto de definirnos como un colectivo de individualidades.
La tarea es siempre práctica y urgente, porque nos permite alcanzar la definición de situaciones comunes sin las cuales no se podrían definir problemas, ni redes de dependencia y confianza para intentar transformaciones. Pero el desafío central de un colectivo democrático es el de cómo definir los términos del conflicto: cómo se formula una diferencia legítima de opinión, qué lenguajes pueden competir por la verdad, qué parte de nuestra libertad de pensamiento es democrática y cuál antidemocrática; qué es pensar correctamente e incorrectamente. La lógica de lo colectivo no es todo inclusión y confianza: es también el reflejo de formas dominantes de independencia y desconfianza. A pesar de las dificultades, entonces, la crisis nos facilita al menos la visión de variables recónditas de nuestra vida colectiva, y nuevas pruebas de cómo funcionan a presión.
Pero si bien profundizar en el problema de cada problema, y en los conflictos sobre cada conflicto, nos ayuda a despertar miradas más abarcadoras y reflexivas sobre nuestra sociedad, a la vez parece encerrarnos en lógicas circulares de pensamiento. Cuando cada vez más nos encontramos en situaciones en donde todo parece estar siendo discutido y hecho al mismo tiempo y en el mismo lugar, cuando esta profundidad no da lugar a una nueva claridad para la vida en común sino que constantemente la oscurece, es que estamos estancados en el medio de una crisis de pensamiento colectivo.
El potencial productivo de una crisis
Lo interesante de las filosofías de la práctica es que nos muestran que este círculo no es imposible sino sólo muy complejo, y lleno de trampas. Es importante poder orientarse en esta complejidad, porque la oportunidad en una crisis es saber aprovechar su potencial productivo, que ayude a lograr transformaciones de mayor nivel.
Una forma de facilitar esto es reenfocar el pensamiento propio en otro trasfondo: no en relación a la Verdad (en posesión o sin posesión de ella), lo que nos pone en un lugar estático, ni tampoco como siendo afectado por problemas, lo que nos pone en un lugar externo. Sino como siendo una variable misma del problema colectivo, lo que nos obliga a movernos y relacionarnos en distintas historias y niveles.
Desde acá podemos preguntar entonces, para aclarar un poco este concepto confuso: ¿Qué es lo colectivo? ¿Qué puede significar concretamente ese “nosotros” que “piensa” o “decide”? ¿Cuáles son sus caminos?
Ante estas preguntas, las respuestas que podríamos traducir mejor a una práctica de crisis no son generalmente las formales o metafísicas, que suelen tener más rigidez. En términos de alcance, lo colectivo no puede significar principalmente la suma de todas las personas físicas con documento de un país, límite originado generalmente en antiguas batallas y acuerdos que a veces poco tienen que ver con los escenarios actuales de cooperación y enfrentamiento; ni tampoco algo tan amplio como los “ciudadanos del mundo”, donde las historias y contextos son tan distintos que es muy improbable que las coincidencias sean más fuertes.
La idea de “lo colectivo” que llega a ser significativa para la práctica personal, es más versátil y abstracta. Colectivos hay muchos, superpuestos entre sí y formados bajo circunstancias, intereses y problemas muy diversos. Cada uno genera una conciencia de sí y algún dialecto de pensamiento que lo diferencia de otros. Es de la existencia natural y cambiante de estos que emerge otro tipo de colectivo, que alcanza a todos aquellos que desde su lugar reclaman algo en juego cuando se discuten medidas y usos de recursos escasos y comunes. Acá aparece la búsqueda de un sentido de lo público, y de prácticas para asegurar este sentido en instituciones políticas y de conocimiento.
En lo público, lo primero que tenemos en común es la necesidad de definir cómo canalizar nuestras diferencias y regular su competencia natural de una manera que haga factible ese “querer vivir juntos” del que hablaba Hannah Arendt, que en realidad es en cada momento una mezcla de deseo, necesidad e imposición. El ideal democrático es el proyecto de organización social donde los términos de este problema se mantienen en constante definición, proyecto que nos dará momentos más estables y más inestables.
En cuanto a sus caminos, entonces, estos no pueden llevarnos hacia la resolución fraternal de todas las diferencias y la sincronización del pensamiento propio con el de los otros, como en las ficciones utópicas. Tampoco es un camino desde una voluntad constante, unificada y subterránea entre las personas, que siempre alguien declara tener el oído privilegiado para escuchar y traducir. Estos sentidos, que se camuflan cotidianamente en los discursos políticos bajo el nombre de “el pueblo” o “la gente”, pueden desorientarnos en el proceso de usar el pensamiento como herramienta de transformación colectiva, siempre que lo que nos interese sea construir lo colectivo, más que definirlo de antemano.
Lo colectivo como público es un gris entre estas cosas, más que un conjunto existente es una búsqueda o un experimento permanente, como dijo el filósofo John Dewey.
En líneas generales es la búsqueda de formas democráticas de vivir juntos, y con esto nos tenemos que referir a algo más que la maquinaria de votos y elecciones, sino a formas de practicar colectivamente el pensamiento personal. Porque más allá de los resultados de una elección, lo que buscamos todos los días es la renovación de los fundamentos y las garantías. En lo particular, entonces, lo colectivo es esa búsqueda intencional y más imperfecta de los distintos subgrupos sociales de formar -para distintos asuntos-, lo que a veces se llama “conciencia social” o “consensos”, y traducirlos en instituciones legítimas y con capacidad de sanción.
Un mapa de transformación tiene que tener en cuenta los abismos entre los distintos puntos de vista entre los que estamos forzados a avanzar. Como lo más accesible y controlable en esta búsqueda intencional es el pensamiento personal o grupal, el desafío del pensamiento colectivo tiene que ser planteado desde estas condiciones. Una pregunta que ahora ayuda a afinar la búsqueda es ¿Cómo una mecánica colectiva de pensamiento puede emerger de muchos pensamientos individuales, parcialmente independientes y en competencia entre sí? Y sobre todo, ¿cómo cambia el territorio cuando las condiciones reales para poner en acción el pensamiento no son iguales para todos?
CADA UNO ELIGE SUS BATALLAS
A pesar del cansancio que supone sentirse parte de una crisis cultural en medio de una pandemia, no podemos darnos el lujo de quedarnos sin reacción. A la hora de elegir, cada uno elige sus batallas; desafiamos en ideas o actos otras ideas y actos que nos oprimen o no nos parecen justos. Usamos estrategias para cambiar unas ideas por otras en la cabeza de las personas, y señalamos a algunos grupos como especialmente responsables de nuestras desgracias. Pero al mismo tiempo no nos queda otra que aceptar que ese trabajo lleno de argumentos, datos o de forcejeo puro en nombre de la razón y la justicia tiene un límite, el panorama global de las cosas desde el lugar de otro como uno, pero que no es uno.
Dónde empieza legítimamente ese límite es la cuestión. En una crisis hay que actuar urgente y entonces ese límite entre las personas se vuelve más estratégico y más rebelde.
Cuando el otro piensa contra nosotros, presionar este límite hasta su espacio mínimo de legitimidad y poder ganar ese terreno para nuestras creencias se lleva muchas de nuestras energías, y en los grises el criterio que parece quedar en pie es el éxito a nuestro favor. Una estrategia de éxito eficaz y a veces necesaria para correrlo es la violencia pura, sin una construcción de legitimidad que la justifique. Pero cualquier activista sabe que la violencia y la contraviolencia nublan el entendimiento y generan resentimientos, los derrotados no quedan convencidos y por lo tanto lo que se consigue es frágil.
Un éxito más duradero es el que se logra mediante una persuasión más pacífica del entendimiento del otro. La diferencia con la violencia pura es que para que las estrategias de este tipo puedan ser exitosas necesitamos poder entendernos, apoyarnos en un terreno de comprensión mutua sobre el cual construir los puentes de influencia para que el otro pueda llegar a considerar las cosas como uno (o viceversa), y eventualmente a defenderlas. Esta comprensión de base se logra usando elementos de un fondo común y más distribuido de pensamiento del que todos/as participamos: significados estables, zonas iluminadas de una realidad en las que pisamos el mismo suelo, porque repetimos las mismas formas de interpretar, hablar y actuar. En estos relámpagos de entendimiento no habría competencia, diría el filósofo Jürgen Habermas, sino reciprocidad.
En la vida social estas formas de reciprocidad tienden a consolidarse en instituciones (oficiales y no oficiales), y así mantenerse estables. Que nuestras acciones puedan coordinarse cotidianamente a pesar de que cada uno actúa en la realidad desde la perspectiva de su situación personal, y se siente libre y conductor de sus decisiones, es porque también cada uno construye la realidad desde la perspectiva de los otros y porque a la vez es una especie de vehículo del pensamiento colectivo. Lo que esto significa es que siempre que queramos presentar nuestro desacuerdo personal de manera que pueda ser comunicado y entendido, estamos forzados a movilizar algún trasfondo mayor de acuerdos con aquellos contra quienes nos enfrentamos o queremos convencer. De lo contrario, en lo práctico no puede haber desacuerdo real porque no hay criterios mutuos para resolver esos desacuerdos. Entonces tampoco hay razones que valgan a favor o en contra, y las “razones” sobre las que insistimos terminan siendo solo palabras que adornan relaciones de choque.
Estábamos con la pregunta sobre los caminos que conectan el pensamiento personal y el colectivo, ahora podemos ganar más indicios.
Primero, estos caminos se crean en la acción misma, y se abren simultáneamente en dos direcciones diferentes pero suplementarias de competencia y reciprocidad. Estas direcciones marcan siempre un espacio en parte libre y en parte predeterminado para lo que podemos generar con el pensamiento personal.
Segundo, que siempre que usamos estrategias dirigidas a que nuestros pensamientos personales, sobre algún punto explícito, lleguen a establecerse en las instituciones por sobre los de otras personas, a la vez reforzamos implícitamente acuerdos en otros puntos. Por lo tanto, la conexión entre pensamiento personal y colectivo se da incluso en el conflicto, o gracias al conflicto.
Tercero, que la “Razón” final que exigimos a nuestros pares no es algo que en realidad podamos definir, descubrir o poseer pensando de manera unilateral. Lo racional emerge siempre con una pata en lo individual y una pata en lo colectivo, como un conjunto de contenidos pero también de actos, es algo que en parte describe y en parte se crea en la interacción y en la búsqueda de lo público.
CERRAR LA GRIETA…
Todo esto puede ayudar a orientarnos en ese llamado grandilocuente y urgente de “cerrar la grieta”, como el remedio general para terminar de una vez con los ciclos de crisis y resolver ahora medidas sanitarias coherentes.
Evidentemente en esta consigna hay muchas cosas al mismo tiempo, y los enunciados nunca son suficientes para dimensionar una idea; lo importante es lo que se haga con ella, cómo se usan para dirigir la mirada.
En un sentido, cerrar la grieta significa la búsqueda de estrategias intermedias entre los abismos de incomprensión, para generar medidas democráticas sostenibles en el tiempo. Pero en otro, la idea de “cerrar” lleva implícita la idea de que no existen incompatibilidades reales y relevantes, que todos damos y recibimos más o menos lo mismo. “La grieta”, algo que divide en dos, sobreentiende que todas las formas personales de pensar lo colectivo que no se alinean en una u otra de las oposiciones binarias tienen poca o ninguna relevancia estratégica, y no ofrecen términos realistas para el consenso. Reducir los caminos colectivos a un solo canal, finalmente conciliable mediante el diálogo, puede sonar bien, pero también trae el peligro de confundir lo posible con lo real y lo real con el rango dominante, de empobrecer las capacidades colectivas de experimentar con sus propias instituciones, y ocultar exclusiones profundas que no se pueden traducir en razones.
LA RAZÓN PÚBLICA NO ES UNA COSA SINO UN REFLEJO
La mirada de que el pensamiento colectivo se tracciona menos desde las mentes que desde las prácticas, y que toda práctica tiene su situación, nos puede mostrar usos y límites para el camino del diálogo.
El contraste entre lo que en cada caso es variable o relativo y lo que es fijo en la interpretación de un asunto, no depende tanto de características esenciales de ese asunto mirado a la luz de una lógica pura, sino de actos de posición, foco y recorte. Los asuntos sociales en general se componen de distintos aspectos y se significan en sus relaciones con otros asuntos. A la hora de definir cuáles son las relaciones importantes, no tenemos términos universales y atemporales de entendimiento que podamos decir: “que nuestras discusiones tengan más de estos y solo de estos”.
Si partimos de un consenso alrededor de las reglas generales que dominan un tema, y concentramos el desacuerdo sólo en algún punto específico, el mismo peso de estas reglas nos presionará a admitir formas correctas e incorrectas de interpretar. Pero si una incomodidad profunda nos lleva a mirar con escepticismo algún conjunto más amplio de relaciones sobre ese tema, tarde o temprano bajo esa mirada atenta y proactiva, las reglas que ahí se aplican mostrarán su margen de incerteza y arbitrariedad.
Desde este margen podemos construir otro itinerario bajo el cual las cosas se puedan organizar de otra manera, y para ello se tiene que disputar tanto el mérito de una nueva idea como el poder de situarse, enfocar y recortar. Y aun así, para transformarlas debemos sostenernos en otras relaciones que no podemos modificar al mismo tiempo y en el mismo lugar, solo aceptar. Porque, justamente, es a través de las relaciones que marcan los asuntos y los condicionan más allá de nuestra voluntad, que llegan a convertirse en una posibilidad para una acción colectiva, una relación entre un hecho presente y una opción futura.
Hay otra serie de puntos interesantes que podemos sacar de esto por el camino inverso. De la misma manera que un tipo de prácticas llevan a la creación de estos vínculos, otras llevan a su rotura.
Las posiciones que toman como premisa que el conflicto contra las instituciones es siempre indeseable o signo de irracionalidad, que aseguran que en cada caso el uso correcto del pensamiento en el diálogo decantaría lógicamente todo conflicto a favor de una postura, que insisten en que no hay que meter en la discusión de los asuntos comunes la perspectiva desde la situación personal; o al revés, las posiciones que reivindican la necesidad de pensar desde la situación, pero que aseguran que en cada caso hay una única estrategia que es la que se muestra máximamente racional dada la correlación de fuerzas: todas estas posiciones, cuando quieren influir en nombre del interés colectivo y ganar las instituciones, crean a su paso obstáculos para una construcción democrática de “abajo hacia arriba”.
Lo peligroso de estos discursos no es su orientación estratégica -como a veces se censura diciendo que la búsqueda de lo común debe ser en términos imparciales y objetivos-, sino la forma engañosa en cómo se presentan.
Se validan personalmente apelando a la razón, pero a la vez niegan sus mecanismos colectivos; hablan en nombre de una democracia utópica, o solo de la parte de la democracia que funciona a su favor. La “razón pública” no siempre tiene que ser el imperativo, justamente porque no es perfecta ni completa, y, a veces, -para cambiar el dicho- hay razones de las que la Razón nada sabe.
Estas últimas semanas la lógica del diálogo se puso en máxima evidencia y tensión. En un primer momento, cuando la figura del virus como amenaza externa pareció limitar nuestros problemas a unas pocas variables y por un momento la realidad fue para muchos una misma historia, pareja y coherente, Alberto Fernández y Horacio Rodríguez Larreta, la vertiente dialoguista dentro sus respectivas facciones políticas, pudieron lucirse con consignas y ejemplos.
“Para mí el diálogo es un camino y nunca voy a ceder en ese camino”-dijo Fernández en una de sus conferencias- “…sé que hay un conflicto e invito a que las partes se sienten, dialoguen y encuentren una solución«, y también agregó que «no es hora de conflictos, ya tenemos demasiados como para sumar nuevos«.
Pero la llegada de una nueva normalidad, dentro de este estado de excepción, hizo que volvamos a recobrar un mundo contado de muchas maneras, y hoy, ante alguna suma mayor de conflictos, el presidente y el jefe de gobierno porteño declaran o mantienen un diálogo “lesionado”, “limitado”, muy selectivo. Más allá de las responsabilidades del caso, no todos los conflictos pueden resolverse mediante el diálogo racional, porque a veces lo primordial es darle a la realidad un recorte y un sentido a partir del cual después razonamos.
En la práctica, toda consigna de diálogo permanente y abierto siempre tiene vaivenes, recortes. Estos vaivenes son una pista para entender las diferencias en las situaciones de los portavoces del diálogo. La sociedad racional que prometieron los teóricos europeos de la Ilustración no existe; todos tenemos las mismas facultades de pensamiento pero no el mismo acceso a los mecanismos colectivos para expresarlas y ser escuchados. Por eso, no es casual que quienes ocupan posiciones institucionales, económicas o mediáticas de centralidad puedan ubicarse con más soltura en el centro del diálogo democrático y, con ese panorama, marcar a la vez cuáles van siendo las voces verdaderamente razonables y cuáles no, según si responden a la historia que desde esos mecanismos se escribe. El diálogo abierto habilita y legitima, pero dado que nunca es del todo abierto, también oculta las estrategias mediante las que unos y otros lo van cerrando.
Del otro lado, entonces, tampoco es casual que quien está en situación crónica de exclusión tenga que delimitar a sus interlocutores posibles de manera más anticipada y abrir más caminos de violencia o contraviolencia fuera del diálogo, como se puede notar en los distintos colectivos de izquierda o indígenas.
Aunque esto pueda resultar menos legítimo desde el punto de vista institucional, también responde a un mandato práctico de representatividad. Es la forma en que las pocas estrategias colectivas posibles para su pensamiento, sean más claramente reconocibles para las necesidades de su audiencia, y más eficaces para evitar a quienes no están dispuestos a escucharlas. “Nuestra idea es elevar el nivel de la discusión. Discutir proyectos e ideas” –dijo recientemente Juan Grabois, dirigente del Frente Patria Grande, pero agregó: “Yo hago un cuadro tipo FODA que dice: amigos, aliados, rivales, enemigos. En el cuadrado de enemigos están los sectores antidemocráticos. Ahí están Macri y Patricia Bullrich. Rodríguez Larreta está en el de rivales, porque es un tipo de la democracia. Pero con Bullrich no hay nada que dialogar, hay que confrontar”.
Estas diferencias de pensamiento no las podríamos entender bien en su fundamento práctico si tomáramos a la razón como el único indicador para evaluar su validez pública, en vez de una relación compleja entre la razón y el conflicto por ella.
Este bosquejo de partes más claras y más oscuras nos puede dar algunas ideas de cómo se forma en la práctica un mapa de conexiones fluidas y rotas entre pensamiento personal y colectivo. Pero un ‘mapa de estrategias recíprocas’ no marca necesariamente un camino metódico hacia grandes reconciliaciones en climas de conflicto muy divididos. La reciprocidad está en todos lados, pero no implica comunión o igualdad, sino una mecánica de la práctica social que hace que la diversidad de subjetividades se ordene compulsivamente en instituciones y genere acciones en conjunto. Confundir la reciprocidad que experimentamos con la que idealizamos trae muchas desconexiones en el pensamiento colectivo.
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Lo anterior nos deja frente a una cuestión especialmente sensible en los momentos de crisis, en que hay que tomar y fundamentar acciones en muchos frentes: ¿Qué pasa cuando buscamos un cambio más estructural en las relaciones de entendimiento colectivo? ¿Cómo plantear acciones de cambio profundo, siendo al mismo tiempo democráticos y estratégicos?
Más allá de si se comparten las posturas o no, el pensamiento colectivo y sus condiciones de reciprocidad vienen siempre unidos a alguna forma de coerción.
Coerción y razón no son excluyentes, todo consenso básico que aspira a incluir y a conservarse implica exclusiones a formas contrarias de pensar y sanciones a quien lo amenaza, la diferencia no es la presencia de violencia sino cómo se legitima. No hay hechos puros: la represión policial, las cárceles, la toma de deuda, la fuga de capitales, la contaminación, las expropiaciones, los cortes de calle, los cupos femeninos, las tomas de tierra, la corrección política: la violencia depende del marco en que se interpreta el daño.
En términos prácticos, ni los programas más revolucionarios proponen un camino de liberación sin regulaciones, ni los más reaccionarios proponen regulaciones que no conserven un mundo donde algunas personas se sienten verdaderamente libres y a gusto. La diferencia entre ellos no está en la pureza de lo que ofrecen, sino más bien en qué ofrecen, a quiénes y a cuántos. En función de esto se han usado como palancas históricas para plasmar en las instituciones ciertas alianzas entre formas de pensar y formas de sancionar, a través de las cuales la violencia puede ser significada como un medio defensivo y legítimo para proteger un orden justo.
En momentos de crisis la necesidad de cambiar una cultura puede llegar a sentirse como algo concreto y vital, y a la vez pensar en cómo hacerlo puede resultar muy abstracto y agotador.
La práctica siempre es mucho más difícil e imperfecta que su enunciación, pero nos da la medida de su significado y posibilidad real.
Pensar en crisis significa defender la democracia animándose a experimentar con ella.
Autor: Martín W. Prieto, graduado en la Universidad de Buenos Aires, es docente e investigador en filosofía (LICH-UNSAM-CONICET). Se especializa en epistemología social y ambiente. Ver: investigadores.unsam.edu.ar/es/investigador/512/Prieto-Martin
Publicó en revistas académicas y culturales, nacionales e internacionales. También ver: “Los enredos de una taxonomía: sociedades y naturalezas en las fauces de la crisis ambiental”, en Conexiones y fronteras. Desafíos filosóficos de las ciencias sociales en el siglo XXI, Buenos Aires, Ed. Biblos
Arte: Toyin Ojih Odutola es una artista plástica nacida en Ile-Ife, Nigeria (1985), vive y trabaja en Nueva York. Obtuvo un Master in Arts del California College of the Arts in San Francisco- Los trabajos aquí incluidos forman parte de las series Of Context and Without, The Object is the Technique + The Technique is the Object, y The Treatment – https://toyinojihodutola.com