TODOS GRISES DE AUSENCIAS Y TUTE CABRERO



Las obras de Roberto Cossa, al menos las que este cronista recuerda, parecen estar enlazadas por un único tema, con sutiles variaciones, que no deja ni una sola cuerda de la comedia humana sin pulsar: la frustración.

Un repaso incompleto y, por eso mismo, arbitrario, nos invita a pensar en la frustración de los empleados de Tute Cabrero, mortificados por el plan de reducción de personal que anunció la empresa, compelidos a barajar y dar de nuevo, con pocos naipes en el mazo, se vuelven rehenes de sus propias miserias.

Julián Bisbal apura entre copas los fantasmas de una vida malograda en los circunloquios de la rutina sin umbrales —¿qué hice yo? ¿qué soy? Trabajo todo el día, a la noche voy al café…yo no hice nada con mi vida…se lamenta; el matrimonio vacío de Nuestro fin de semana (de 1964) maquilla el hastío organizando reuniones para escuchar aventuras ajenas.

El profesor de Yepeto confiesa, resignado:

un escritor no es más que las ganas de escribir. Y yo no tengo ganas de escribir…; el mismo profesor que agobiado por el peso de los años descubre que

un escritor se apasiona con la realidad sólo cuando le sirve para escribirla. Y, cuando la escribe, deja de apasionarlo. Se acabó el misterio

En Yepeto la frustración del profesor funciona con la lógica de la presbicia, necesita alejarse de las cosas para verlas con un grado aceptable de nitidez aunque la distancia y la experiencia vanamente acumuladas no lo salvan de exclamar, luego de discutir con un párvulo y de luchar con una buena idea narrativa sacrificada en un cuento mediocre: —¡me cago en la literatura! La frustración es el resultado de una carencia o del rapto de lucidez que revela un acto de negación, un fracaso reprimido.


YepetoUlises Dumont – Darío Grandinetti


TEATRO ABIERTO

En 1981, durante esa gesta cultural sin precedentes que fue Teatro Abierto, epopeya artística desplegada en plena dictadura militar, Roberto Cossa estrenó Gris de Ausencia. Los represores no arrojaron una bomba Molotov, como habían hecho en 1977 en la entrada del Lasalle donde tuvo lugar el estreno de La Nona. Esta vez fueron más lejos: a la semana quemaron el Teatro del Picadero, sala fundadora y epicentro del movimiento, que se trasladó y multiplicó a otras salas, pero no fue derrotado por la mano de la tiranía.



Gris de ausencia, tal como el propio autor lo ha confesado, fue inspirada por su segundo viaje a Europa donde, además de solazarse con la lindura del viejo continente, aprovechó para visitar a algunos amigos exiliados y observar el proceso de adaptación de los desterrados a un contexto político y cultural diferente al de América Latina, asolada en aquellos años, por la tragedia del Plan Cóndor. Al retornar, Tito Cossa ordenó las impresiones de aquel viaje y escribió Gris de ausencia para participar de ese movimiento de resistencia cultural llamado Teatro Abierto junto a Osvaldo Dragún, Carlos Gorostiza, Griselda Gambaro, Rubens Correa, Carlos Gandolfo, Eduardo Pavlovsky, Raúl Serrano, Carlos Somigliana, entre otras figuras del teatro argentino. Una frase de Kive Staiff, director del Teatro San Martín en los años de la dictadura, encendió la chispa del movimiento. Corría el año 1980 cuando el funcionario anunció en una conferencia de prensa la ausencia de piezas nacionales en la programación de las salas “porque no hay autores argentinos”. La frase de Staiff reverberaba en un contexto agravado por la decisión de la rectora/interventora del Conservatorio Nacional de Arte Dramático de excluir del plan de estudio la asignatura Dramaturgia Argentina Contemporánea.



Ese clima opresivo sirvió de marco para el nacimiento de Gris de ausencia.

Será conveniente repasar el argumento de la pieza de teatro para quienes no la hayan visto: una familia de inmigrantes de origen italiano ha retornado a Roma donde sobreviven a duras penas gracias a una trattoria llamada “La Argentina”. La familia está compuesta por tres generaciones. De la primera solo ha quedado el Abuelo, nacido en Italia y emigrado a la Argentina cuando tenía veinte años; a la segunda pertenecen Dante, hijo del Abuelo, su esposa Lucía, italianos también, que emigraron a Buenos Aires cuando jóvenes y Chilo, hermano de Dante, ya nacido en la Argentina; de la tercera generación participan Frida y Martín, porteños de nacimiento ambos, pero radicados en Madrid y en Londres respectivamente.

La imagen de Pepe Soriano acunando el acordeón, empecinado en repetir las estrofas del tango Canzoneta como una letanía incesante, sintetiza la mezcla de dos identidades: la natal y la adoptiva. El Tratesvere romano y La Boca convergen en la evocación doliente.

Frida, como dijimos, es la nieta que se ha instalado en Madrid y visita ocasionalmente a su familia de manera cada vez más esporádica; Lucía, su madre le reprocha el desarraigo que las separa.

La situación dramática y los personajes vibran en la herencia inapelable del grotesco. La condición flotante del inmigrante, la mueca feroz del desarraigo, la certeza de no ser de ningún lugar que aflora en la hibridación de las costumbres y el lenguaje hilvana el drama social de Gris de ausencia. Lucía se pregunta si Dios es una agencia de turismo que decide el destino de cada uno. La pregunta por el lugar excluye a Dios porque la respuesta resuena en la membrana sensible del existencialismo que responsabiliza al ser humano de cada uno de sus actos. El abuelo se pregunta ¿cuándo vamo a volver a Buenosaira? y la respuesta mecánica y a la vez sentida que llega de la boca de Chilo es “algún día”; la situación invierte la lógica del inmigrante llegado de Europa, que miraba los barcos del puerto en Buenos Aires añorando el terruño allende los mares.

La comunicación fragmentaria entre los miembros de la familia evidencia el cruce de fracturas lingüísticas: Frida imposta españolismos; el hermano, cuya voz se aísla en el teléfono, adoptó el inglés como lengua oficial; el abuelo y sus padres mascullan un cocoliche cerrado, y el tío Chilo se expresa en un porteño colmado de giros coloquiales. Roberto Cossa homenajea, en la figura de los italianos emigrados a Buenos Aires, el cocoliche, una jerga inspirada en un peón calabrés, Antonio Cuculicchio a quien caricaturizó el actor Celestino Petray en el circo criollo de los Hermanos Podestá. Según parece el recurso expresivo característico de Petray era la imitación de los acentos y giros lingüísticos derivados de la hibridación del italiano y el habla criolla, atravesada, a su vez, por la inventiva coloquial porteña. El cocoliche en boca del Abuelo –creación insuperable de Soriano- abre y cierra la pieza.



Roberto Cossa describe una Babel doméstica que es también un mapa filológico de personajes cuya voz ha sido tomada por el desarraigo, la rémora identitaria y una morriña rociada con el gris de ausencia de la jerigonza y el desconcierto. El Doctor en Filosofía Miguel Ángel Giella lo ha resumido en una sola frase: «Las circunstancias especiales de la emigración del grupo producen el primer hiato de intercomunicación. Cossa focaliza fundamentalmente el ámbito familiar y la desposesión del vínculo lingüístico entre allegados con todas las consecuencias que ello implica»[1]. Las consecuencias del empobrecimiento progresivo del código lingüístico compartido traza en la comunicación oral de la familia fronteras impermeables. El peaje cultural que suele pagar cada inmigrante en la patria adoptiva se expresa en un desplazamiento espontáneo del código lingüístico vernáculo hacia una región intermedia, una media lengua con rasgos de identidad cruzados.

Los porteñismos de Chilo le provocan hilaridad a su sobrina. “¡Qué churro! … ¿Así te dicen?” Pregunta él como si en la frase acodara la voz sobre el alféizar de la vieja ventana de un bar esquinero. Ella le responde: “No… ¡Qué maja!”. El españolismo forzado de Frida desata una disputa territorial en la mente de Chilo. El tío descubre que en el acento, la postura, el gracejo lingüístico de la sobrina se borra de a poco su marca de origen y, en el afán de retenerla en un terreno ya perdido, insiste: “Y en cuanto te dicen ¡qué maja! …vos le decís ‘soy argentina’”.  La respuesta de Frida es una frase aprendida como una muletilla infantil desprovista de contenido emocional, es una fórmula doméstica: “Argentina…porteña y del barrio de La Boca”. Hasta allí funciona el entendimiento. La llamada telefónica de Martin desde Londres altera el eje precario de la comprensión introduciendo un código ya no de origen latino sino sajón. La comunicación se astilla y Frida, destinada a oficiar de traductora, ubicada en el centro de la comunicación familiar, al fin confiesa: “no te entiendo, madre”.

Los radios de la noria del lenguaje ya no responden a su eje y solo queda la imitación de una gestualidad vacía. Parafraseando a Roland Barthes que definía al acto de escribir como una resquebrajadura operada sobre una materia plana, Gris de ausencia lleva al terreno oral, al campo dramático de la comunicación familiar, quebraduras ejercidas sobre el plano sensible de la lengua.

La otra cuerda que pulsa Gris de Ausencia es la memoria tratada como un conjunto de imágenes dispersas orientadas a configurar un mapa cuarteado, una geografía difusa que ensambla, por momentos, zonas del barrio de La Boca y del Trastevere romano. El único espacio, claramente recordado por los miembros de esa familia astillada es una zona flotante: el barco.



La memoria del Abuelo cierra la obra. Esa memoria díscola del anciano que entrevera tiempos y espacios remotos traza una cronología dramática de exilios, sacrificios y frustraciones. Roberto Cossa aprovecha la disminución retentiva del anciano para mezclar su voz en un asunto que este cronista no valida —al fin y al cabo una semblanza debería servir también para pensar zonas penumbrosas y expresar algunas discrepancias— el dramaturgo mezcla su voz a la del personaje para confundir a Mussolini con Perón como si fueran el anverso y reverso de la misma moneda: el fascismo.

Esa analogía es excesiva, antipática, alineada con sectores ideológicos a los que el propio Cossa criticaba pero, admitámoslo, ese enfoque del Perón fascista es útil tanto para la izquierda como para los sectores reaccionarios de la derecha más rancia. La catarsis del abuelo con el acordeón, viñeta al fin, entinta al cuadro teatral de un efecto melodramático sustentado por la identificación emocional con los personajes y, quizá sin proponérselo, subestima el fervor popular ligado al movimiento peronista. Esa multitud que iba a la plaza y que hizo el 17 de Octubre distinguía muy bien entre Il Duce y Perón. El remate final, no obstante, siempre conmueve: ¿Cuándo vamo a volver a Italia, don Pacual? ¿Cuándo vamo a volver a Italia?

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La analogía entre Perón y el fascismo, Cossa también la deja expuesta en Ya nadie recuerda a Fréderic Chopin, estrenada también durante la dictadura, en 1982,cuando Frank dice: “Hasta los nuestros se hicieron fascistas. Se lo dije al burócrata: jueputa sos un fascista…”. La fecha con la que juega Cossa en esa pieza es el 17 de Octubre, recurso útil en el afán de articular el aniversario de la muerte de Chopin y la gran marcha popular de los obreros a la Plaza de Mayo para pedir la libertad del General Perón.



ANGELITO: EL CABARET SOCIALISTA

Once años después del estreno de Gris de ausencia, en 1992, Roberto Cossa presentó Angelito. El contexto político nacional e internacional había cambiado drásticamente. El sistema democrático, en la Argentina, había sido restaurado en la versión neoliberal cuyos perjuicios acaso nunca lograremos medir de manera fehaciente. El giro político acontecido en el panorama internacional no era menos negativo. La disolución definitiva de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) el 26 de diciembre de 1991, alteró el pulso político mundial. Las reformas de Mijaíl Gorbachov impulsaron el capítulo final de una larga crisis, y Alemania iniciaba el camino de la unificación. Roberto Cossa estrenó, en ese contexto, Angelito.

Cossa parte de una situación entre irónica y risueña: un grupo de militantes de izquierda proyecta montar una obra musical pensada como un ‘cabaret socialista’. Resuena entre bastidores una carcajada brechtiana. El tono de la obra los desconcierta: “no se puede ser gracioso y socialista”, sentencia Igor. La dificultad mayor, sin embargo, es otra: qué contar. El Responsable de montar el futuro espectáculo le sugiere al Administrador trabajar sobre la vida de Angelito, un militante socialista. Angelito es repartidor de diarios, su vida no ofrece ningún atractivo épico, al contrario, es un personaje prosaico carente de los atributos del militante recto que pretenden erigir.

Cossa ridiculiza a la militancia mediocre condenada a una formación precaria, impedida de desarrollar las herramientas del pensamiento crítico, prisionera de los escurridizos contornos de una coherencia ideológica siempre lábil, nunca firme y envuelta en una dosis de oportunismo tejido con las sustancias de la misma estructura social que esos militantes pretenden soterrar. La inconsistencia es un atributo negativo que puede aplicarse a cualquier estructura político-partidaria sin importar su orientación ideológica. Roberto Cossa lo ha dicho en una entrevista: “me dolió siempre ver que algunos socialistas y comunistas que eran hombres inteligentes, buenos militantes, cultos y rigurosos, traicionaran al amigo o maltratasen a la mujer o a sus empleados, si los tenían. Yo pensé siempre que si el socialismo no sirve para ser buena persona, ¿para qué sirve?”[2]

Esa inconsistencia entre el militante comprometido con la causa social y el maltratador contumaz de sus empleados y familiares, esa convivencia de dos esquemas opuestos cohabitando en el mismo cuerpo, ya ha dejado de sorprendernos cuando, sin disimulos y a la vista de todos, diversos ‘militantes’ luego devenidos en representantes legislativos de su pueblo se prestan al soborno y corrompen su labor parlamentaria.

Tito Cossa escribió Angelito, probablemente, entre los escombros de todos los debates que se habían sucedido desde los años previos a la caída del muro de Berlín. En la letra de la Canción del artista socialista el dramaturgo sintetizó: ¿De qué podemos hablar/ que haga al hombre soñar/ con una nueva sociedad? …La consigna de un mundo mejor, más justo y equilibrado se había consumido tras el último chispazo de la revolución. Ya no era posible sostener semejante lema sin pagar el costo del descrédito. Soñar no es el verbo más adecuado para convocar a la adhesión política y menos en épocas de grandes convulsiones que nos exhortan a tener los ojos bien abiertos. No es posible soñar en mitad de una tormenta. La canción de Cossa lo expresa sin ambages: No nos creen más/ dejemos de ser la aventura/ ¿qué pasa con la cultura/ cuando paga el Citi Bank? La pregunta es cómo seducir al pueblo cuando los discursos, consignas y apelaciones políticas quedaron vacías de sentido, se han vuelto un molde hueco. El cabaret socialista de Cossa acomete con salvas de ironía el punto más sensible de la militancia utópica: la inconsistencia. El problema no es solamente ‘de qué’ hablar sino ‘cómo’ hacerlo cuando no hay una voz capaz de encarnar una proclama auténtica. Quien tiene una voz tiene un destino, escribió Horacio González en La ética picaresca.



Desteñidas las pancartas, desprovistos de palabras consistentes, con la garganta afónica, la única estrategia es inventar el paradigma del militante ejemplar en un intento desesperado por edificar una fábula épica funcional a la mística menguada que dejó la derrota del gran proyecto socialista. El Dogma (otro de los personajes) desalienta la idea del grupo de insuflarle a Angelito un perfil épico arrobador: “no se puede juntar lo que no existe con lo que no está”.  Los grandes medios de comunicación y las redes sociales, en una combinación eficaz de manipulación y posverdad, han demostrado que es posible mezclar lo que no existe y lo que no está, cocinarlo a fuego lento y luego suministrar el veneno en cómodas dosis hasta disolver la convicción más enraizada. Por eso Masha, una de las coristas del malogrado cabaret, canturrea: “¡La unidad! Yo sufro por la unidad, un día con éste y mañana no va más. Al siguiente con otro y otra vez marcha atrás. Simpatizo con alguien y después lo tengo que odiar”. Esa voltereta inmoral que algunos bautizaron, extremando la flexibilidad de los eufemismos, “la búsqueda del consenso” o “la pragmática dialoguista” es artífice del rechazo y el desprestigio que sufre la dirigencia política.

La obra de Roberto ‘Tito’ Cossa integra el reservorio virtuoso de la dramaturgia producida en la Argentina desde la segunda mitad del siglo XX. Su legado artístico y su nombre cintila en todos los tablados del país como una guía que enlaza costumbres, alimenta debates, y tradiciones.


Foto: Página 12

Foto: Página 12


Interrogado sobre la utilidad del teatro, Cossa respondió:

El teatro sirve como cualquier otro arte, para despertar la sensibilidad de un espectador, divertirlo, seducirlo, hacerlo reír o llorar[3].  Y también sirve para pensar, agregamos, recordando el impulso a la reflexión existencial que el teatro de Cossa representa.


[1] Giella, Miguel Ángel, “Inmigración y exilio: el limbo del lenguaje” en Teatro y Teatristas, Estudios sobre teatro iberoamericano y argentino, Osvaldo Pelletieri Editor, Buenos Aires, Galerna/Facultad de Filosofía y Letras (UBA), 1992

[2] https://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/10-14056-2009-05-31.html

[3]https://elpais.com/argentina/2024-06-06/muere-roberto-tito-cossa-maestro-del-teatro-argentino.html





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REGISTRO ISSN 2953-3945

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