¿CAPITALISMO CULTURAL O MARXISMO CULTURAL? ¿QUIÉN MANIPULA EL SENTIDO COMÚN?

escribe Martín Prieto*


Que además de brutal este gobierno es improvisado y negligente es el pan nuestro de cada día.  Desde el punto de vista de la política regular, una envergadura tal de fallidos y contradicciones resultaría en un golpe de nocaut a la legitimidad. Pero hay momentos en esta arremolinada oscuridad desatada sobre Argentina donde, sin embargo, se traslucen ciertas fórmulas; el brillo de algo parecido a una inteligencia. De ahí que esos fallidos, una vez aplicadas estas fórmulas, resultan en materia prima apta para cumplir el pacto de opinión pública, profundizar el modelo de gobierno, y lo más curioso, seguir improvisando mayores brutalidades.

¿A qué obedece este loop y cómo se frena?

Desde la política de la resistencia es imperioso caracterizar qué grado de previsión consciente maneja este gobierno, es decir: hasta qué punto considera que su inoperancia endémica resulta un factor secundario, en tanto sabe que puede reabsorber los efectos puntuales de cada traspié en otro registro de interpretación, convirtiéndolos -al menos en parte- en narrativas a su favor.

Partiendo de esta pregunta, quiero tomar un ejemplo bastante claro de cómo recetas fáciles explotan regularidades sociales más complejas. ¿Por qué un presidente sostendría ese exagerado y grotesco asedio verbal a una popular cantante pop como Lali Espósito?

A priori, ese asedio sería contradictorio y poco estratégico, según tuvo que salir a aclarar el Presidente, si no fuera porque la popularidad de la artista es justamente una plataforma para sacar a la luz, en términos comprensibles para la ciudadanía, una disputa opaca que involucra a poderosos grupos interés en lo que él llama “la batalla cultural”. Para justificar con un poco más de vuelo qué es la batalla cultural y por qué es fundamental para la cruzada por la libertad y el saneamiento de la nación, Milei se apalancó en un intelectual marxista poco conocido por la ciudadanía, Antonio Gramsci.



Dediquemos unos breves párrafos a Gramsci, porque es relevante entender quién era, en qué marco y qué dijo Gramsci en relación a esto.

Es la década del 30 del siglo pasado, un período de crisis y estancamiento de los mercados capitalistas y de ascenso de gobiernos socialistas y fascistas. Gramsci, desde su cautiverio en la cárcel de Mussolini, elaboraba un argumento para advertir a los socialistas que la liberación de la clase trabajadora de la explotación capitalista y fascista requería algo más que adueñarse de los mecanismos de la economía. El punto que quería enfatizar es que una dinámica social está siempre sostenida por un tejido psicológico altamente distribuido y resistente, el de los imaginarios compartidos. Estos imaginarios, se moldean en la exposición incesante de las personas a determinados lenguajes culturales (científicos, filosóficos, artísticos) amplificados por las instituciones educativas y los medios masivos de comunicación.

Dichos aparatos culturales realizan un trabajo sutil de adoctrinamiento, sesgando lentamente las sensibilidades, valores, deseos y razonamientos a favor de cierto ordenamiento económico, que se cristalizan, finalmente, en esa forma espontánea de socialización que llamamos “sentido común”. El sentido común no es localizable y por lo tanto no se puede derrocar.

La clase social que domina sobre los medios de producción -y además consigue imponer su cultura- logra hegemonía, algo así como una pendiente inclinada permanentemente a su favor que es muy difícil de reconocer como algo impuesto, como coerción externa, justamente porque parece nacer naturalmente de la subjetividad de cada persona. Así, los trabajadores nos unimos con este pegamento simbólico a quienes nos explotan y traccionamos la economía material para ellos, sin reconocer que son los términos de ellos, y que podrían ser diferentes.

Sin embargo, observaba Gramsci, en épocas de crisis ese enlace rutinario entre pensamiento y acción se vuelve inestable: aparecen fisuras y formas de desapego crítico, y por eso llamaba a fortalecer los aparatos y lenguajes culturales alternativos, y desde ahí apoyarse para la transformación de las relaciones económicas.

Históricamente, y sobre todo a partir de la caída del Muro, la derecha liberal tradicional confió en su hegemonía y trabajó por no perder mucho terreno frente a los imaginarios nacidos de las luchas plebeyas (con Think Tanks, lobbys culturales, propaganda, financiamiento estratégico). La escena actual es distinta, la nueva ultraderecha (ultra-neoliberalismo + ultra-conservadurismo) dice que es una batalla que en realidad se ha perdido. Y que se perdió, nada menos, que a manos del “marxismo cultural”. De esta corriente Lali, la ex Rincón de Luz y Casi Ángeles, sería un vehículo preferencial. He aquí entonces una de las fórmulas multipropósito: la “declaración” de “guerra” al “marxismo cultural”.

Como buena parte de todo lo que este gobierno no comunica en dialecto matemático lo hace en uno belicista, con ropa de fajina incluida, la condición básica para aplicar esta fórmula es escenificar un tipo de acción (bélica) en un territorio (el sentido común), en defensa de un pueblo (la gente de bien) y en vistas a un objetivo (la recuperación de la soberanía moral e intelectual).


En marzo el gobierno alcanzó su máximo despliegue en el ‘frente de batalla’. En un discurso en su escuela secundaria, Milei estigmatizaba a los «zurditos» y advertía que estaban ocultos en todas partes, incluso entre los mismos estudiantes; la diputada Lemoine denunciaba la conspiración marxista en la radio e informaba que ésta operaba de tal manera que “no te das cuenta que estás siendo domesticado”; la policía de Bullrich sumaba -como elemento justificatorio a la detención de una persona-, la amenaza al orden público que significaba la simpatía que mantenía el detenido con la “ideología soviética”.

A continuación los estrategas de la batalla embistieron contra algunos bastiones de la cultura enemiga: en la previa a la marcha feminista por el Día Internacional de la Mujer, cambiaron el nombre del Salón de las Mujeres en la Casa de Gobierno al muy masculino “de los Próceres”; y pocos días después, en la previa a la marcha por el día de la Memoria por la Verdad y Justicia, filtraron un interés en promover el indulto a genocidas y emitieron un spot conmemorativo basado en la misma estrategia discursiva de los mismos.

En la misma línea entra el negligente avasallamiento del CONICET, las universidades públicas y el INCAA, por decir algunas instituciones eficaces y cuya jerarquía internacional traspasa la grieta izquierda/derecha.

Todo este ruido tiene menos que ver con la optimización del Estado que con su identificación como madrasas de marxismo cultural, y de esa manera el avasallamiento ha sido saludado por muchos seguidores como un deber moral y una victoria estratégica. Es difícil encontrar un discurso oficial tan alineado en esto sin remontarse al último golpe de estado.

Pero hablar de pensamiento estratégico sugiere una inteligencia a largo plazo, dinámica y atenta al contexto; posiblemente lo que respalde estas fórmulas sean más bien nociones tácticas, algo que se resuelve con pocas variaciones, de manera repetitiva y en bloque. La estrategia capitalista es vieja y ha sido trazada para sortear las eventualidades del crecimiento y la crisis.



Los esquemas tácticos de las nuevas ultraderechas no. Han sido elaborados en universidades y oficinas de campaña en Estados Unidos (inspirados, a su vez, en la ingeniería de la propaganda nazi), con el propósito de ser fácilmente trasplantables dentro de cualquier célula de fanáticos y mártires del libre mercado con aspiraciones políticas, al menos mientras dure esta coyuntura de evidentes fallas de mercado, ajuste fiscal y descomposición social, tan profunda que hace crujir a las estrategias culturales tradicionales. Por eso la capacidad intelectual de los cuadros locales de la ultraderecha tiende a ser más bien algorítmica, del tipo “si se enfrenta a tal situación, haga esto”, ignorando cualquier cadena de efectos colaterales.

Quiero ahora llamar la atención sobre algunos mecanismos ocultos que hacen funcionar esta táctica de invocar la ‘batalla cultural’, y sobre los efectos sistemáticos que se logran. Todos ellos apuntan a lo mismo: el gesto de interponer la teoría sobre la hegemonía, el lente que nos muestra quién la tiene y cómo está funcionando, debe servir para encubrir la propia hegemonía, es decir, para distraernos acerca de cómo está funcionando.


Una relación entre dos casos sirve para visualizar como operan

a) Agustín Laje es uno de los filósofos de la ultraderecha nacional. Su rol orgánico es rearticular con algo más de pericia discursiva las contradicciones permanentes del movimiento. En una entrevista con Ernesto Tenembaum, el periodista le pregunta cómo es la sociedad de ultraderecha que él imagina. Laje responde ‘prosperidad, paz y libertad de todos los tipos, incluyendo de expresión’. Cada uno con su verdad inalienable, dice, aunque esa libertad tiene límites sociales, por ejemplo cuando la materialización de ‘la verdad de otro interfiere con la libertad de expresar y vivir de acuerdo a la mía’. El precio de esa libertad es la tolerancia eterna. Tenembaum lo interroga, entonces, por el caso Lali Espósito: si el ataque del presidente, justamente quien más debía salvaguardar la libertad de expresión de la cantante mediante el ejemplo de la tolerancia, no estaba promoviendo más bien lo contrario. El filósofo sentencia, entonces, que si bien la cantante tiene a priori derecho a expresar lo que quiera, la agresión personal queda justificada porque el presidente representa una corriente de opinión que se halla todavía más condicionada:  es la forma de darle aire a un sentir silenciado y oprimido. Al bajar una cosa para permitir que muchas otras suban a la superficie, se realizan las condiciones para que ataques como ese no tengan que volver a ocurrir.

b) Milei afirmó repetidas veces que el cambio climático antropogénico es un artículo del marxismo cultural, en sintonía con Trump, quien señaló que era un engaño (hoax) perpetrado por China para obtener ventajas comerciales. Aquí ‘engaño’ significa ilusión de la mente, lo que desde antiguo se asocia a la conspiración de un poder maligno y a la necesidad de su destrucción antes de poder pensar claramente. Dada nuestra condición posmoderna, la purga se logra con una dosis fuerte de relativismo, y luego al poseído se le aplica alguna de dos técnicas más viejas. Una es el utilitarismo. Por ejemplo, políticos de la ultraderecha yanqui han llegado a decir que, como no tiene mucho sentido entrar en una larga discusión sobre los fundamentos de cada creencia, la cuestión pasa por a quién favorece cuál creencia. Y a Estados Unidos lo favorece hacer como si no fuese responsable del cambio climático, así que nosotros defendemos el derecho a afirmar que el cambio climático no es verdad. Milei, por su parte, no se siente tan cómodo con esta técnica. Tiene inclinaciones más religiosas y suele refrenar los efectos del relativismo con alguna dosis de dogmatismo: el cambio climático se debe a ciclos naturales, no antropogénicos, como se puede ver en este gráfico y en estos cálculos, esto está demostrado científicamente y no hay derecho a pensar de otra manera.



Ambas respuestas, la de Milei y la de Laje, se basan en el mismo principio táctico, que podríamos llamar de nivelación: establecer descrédito o sospecha acerca de un hecho incómodo mediante la diseminación de un hecho alternativo. Se ha hablado mucho de esta maniobra de las nuevas derechas, pero poco de su funcionamiento interno.

Generar datos alternativos es demasiado fácil y la política es difícil: nadie cree automáticamente cualquier cosa. Pero la vida en sociedad depende de que mucha gente crea las mismas cosas, y esto solo se logra cuando se adoptan los mismos criterios de validación. Sin ese respaldo, un “hecho” no es nada. Y la función última de todo criterio de validación es desnivelar, es decir, jerarquizar las opiniones. Por eso el blanco de la nueva derecha no son los hechos en sí mismos, sino la epistemología popular. La agenda detrás de la batalla contra la supuesta hegemonía cultural del marxismo -el hecho puntual en cuestión- es una batalla más profunda. Es por los límites de los hechos, y sobre todo, por el derecho a controlar esos límites.

Ahora bien, desplazar o anular normas establecidas en el sentido común no es algo que se pueda hacer exclusivamente desde el uso de la fuerza, hay que recurrir siempre en una norma más profundamente establecida. Y esto explica por qué en su retórica sobre la verdad las ultraderechas entremezclan abundantes apelaciones a la moral. Lo que esta corriente reflota con cierta inteligencia es algo que habita en nuestro inconsciente y se expone mejor en tiempos de crisis: que el problema de qué es verdad depende en parte del problema de qué es justo. Históricamente, la batalla entre grandes verdades opuestas nunca se resolvió con el criterio de otra verdad más pura, más transparente en relación con los hechos, sino con criterios de transparencia moral: qué verdad se relaciona con la conducta social considerada más justa y honesta.

En esto se apoya la premisa de la ultraderecha de que cualquier discusión sobre la verdad se está desarrollando en un terreno injustamente desnivelado por la acción del marxismo cultural, que no permite una sociabilidad plena y transparente. La teoría neoliberal original contenía una sugerencia para estos casos: el autoritarismo está momentáneamente justificado allí donde sea necesario restituir las condiciones para el orden moral liberal, que no es más que el producto espontáneo de la acción humana (justificativo ensayado por primera vez durante la dictadura de Pinochet). De esto se deduciría que dicho desnivel solo se puede equilibrar pasando la mayor cantidad de “verdades” de un lado al otro, no importa con qué métodos ni cuáles sean.


Para cualquier persona que no esté dispuesta a ceder tan fácilmente su destino a un algoritmo, se le sigue presentando el problema de fondo. Porque la fórmula no está hecha para averiguar quién nos engaña de hecho, si el marxismo sobre la ideología capitalista o esta sobre el marxismo.  Solo nos deja donde estábamos al comienzo pero accionando algunos mecanismos, que alteraron nuestras facultades de interpretación y nos empujan a recurrir a otros medios pare evaluar afirmaciones, como el cansancio y la bronca, más fácilmente manipulables.

La misma teoría de la hegemonía puede llevarnos a un terreno más firme. Pero para eso hay que reponer su formulación original, no la versión alterada de los ideólogos de la ultraderecha. Ellos solo la utilizan para aumentar el problema pero omiten estratégicamente un punto central, justamente el punto clarificador. Este nos dice que un conjunto de perspectivas acerca del mundo no se vuelve sentido común si no se apoya en un poder que produce activamente el tipo de situaciones reales que esas representaciones están predispuestas a verificar. La teoría señala entonces que no puede lograrse una posición de hegemonía duradera sin dominio económico y viceversa (y de hecho, nadie está afirmando que en las relaciones económicas domine esencialmente el socialismo, la propiedad comunal de la tierra y los medios de producción). Entendida de esta manera, la teoría descarta la posibilidad del espejismo, y por lo tanto de la necesidad de una purificación violenta a cualquier costo. Tampoco indica la existencia una verdad cautiva y final, independiente de cualquier coerción social, que espera ser liberada. La teoría de la hegemonía no sirve para decirnos qué es verdadero, sino que ayuda a liberarnos de las rutinas del sentido común y poder espiar entre sus grietas y puntos ciegos, darnos autonomía.



Si el marxismo cultural no nos puede estar engañando sistemáticamente sobre esto, queda ver si la nueva derecha nos está engañando deliberadamente sobre el marxismo cultural, y por lo tanto, sobre las causas de las promesas fallidas del capitalismo. Y lo único que puede orientarnos en la cuestión de dónde está la verdad es una epistemología socialmente compartida, que nos imponga una medida de objetividad y nos permita comparar pruebas a favor y en contra. Cualquier oprimido sabe que una dosis de relatividad sobre el sentido común es fundamental, porque al relativizar nos obligamos a escuchar a las voces excluidas. Pero también, que ninguna estrategia de liberación puede subsistir sin una noción de objetividad, porque sin ella esa voz carece del derecho a reclamarle a otras personas y poderes existentes, y cualquier denuncia sobre la existencia de estructuras de opresión sería inútil.

En la disputa política, quien renuncia a la objetividad es porque no está oprimido en ningún sentido estructural, y quien adopta el relativismo es porque está muy cómodo dentro de un statu quo que funciona a su favor.

Entonces, más allá de la justificación del autoritarismo de transición, tenemos que volver ahora a la utopía de Laje. ¿Cuál es la solución de objetividad que promueve el gobierno, que dice venir de y representar al pueblo oprimido? ¿Qué tipo de normas imaginan los ideólogos de la sociedad de ultraderecha que regularían el conflicto entre esferas privadas cada vez más expansivas, con individuos reclamando el derecho de vivir en burbujas sociales donde imperen sus perspectivas personales sobre la vida, pero chocando permanentemente en el mercado total?

Sobre esto nadie dice nada. No hay nada parecido a un reclamo del derecho de fundar una epistemología ultraliberal acá. De hecho, cualquier universitario con formación crítica sabe que la estrategia de fundar un criterio de objetividad universal e imparcial basada en principios de asociación liberal, perseguida largo tiempo por la epistemología mainstream y agitada por todos los gobiernos de tecnócratas, es la historia de una derrota conceptual (¿tal vez por eso, también, quieren apagarle la luz a las mejores universidades?)

La única forma que las ultraderechas tienen de avanzar sobre esa barrera de control político que cumple el requisito de la objetividad es reemplazándola, en un pase de manos, con ese juego de sentimentalismos fuertes y falacias conceptuales que son la relatividad absoluta y la verdad absoluta. Pero estas no son soluciones racionales de ningún tipo. Más bien, como a través de las afirmaciones con pretensión de verdad se vehiculizan públicamente estos engaños y también vienen las reivindicaciones y denuncias populares, los mecanismos accionados sólo buscan generar un cortocircuito en las formas sociales de validar y controlar la veracidad de cualquier afirmación: un apagón epistemológico total. Cuando esto sucede ya no se puede formular el problema de quién nos engaña, porque no hay forma de decidir qué es un engaño, ni de entender la diferencia entre la autoridad y el autoritarismo.

Si la fórmula de la batalla cultural gramsciana aparece recurrentemente en el discurso de la ultraderecha, entonces, no es porque quieran cedernos la autonomía para poner a prueba los discursos trabados en la batalla cultural, sino porque quieren hacer otra cosa con nosotros mientras nos hacen creer que nos devuelven nuestro derecho a la autonomía.



El punto no es que un capitalista de derecha no pueda usar una idea de un socialista de izquierda. Las teorías tienen vida propia más allá de los intereses de aquellos que las inventan o inicialmente las usan, y por eso la teoría de la hegemonía debería servir para exponer eventualmente hegemonías no capitalistas. Pero por otro lado, las teorías son mapas que iluminarán solo aquellas realidades donde se reproducen situaciones, experiencias e intenciones equivalentes a las de origen. Una teoría siempre presupone un cierto tipo de sujeto detrás. Le ayudará a lograr sus objetivos, pero imponiendo condiciones.

Pero en este caso, al eludir toda condición de verificación, su uso está dispuesto de tal manera que nos termina desorientando en los mismos caminos a los que la teoría nos impulsa, capitalizando solamente la sensación de sumisión y de búsqueda de libertad desde la que fue concebida como instrumento. Mientras esta prestidigitación con la teoría se prolongue, le permite al autoritario ser sin parecerlo, y evitar toda racionalidad en sus promesas de libertad y felicidad. La doctrina de la transición autoritaria es en realidad el punto de llegada.

Esto facilita una serie de efectos encadenados sobre la representación social, que le allanan a la ultraderecha el camino a su objetivo final:

  • Valiéndose de ese reflejo “gramsciano” que arroja sobre ella, la ultraderecha puede reivindicar la batalla cultural más allá de su verificación real, solo por el cuadro que pinta, la música que hace oír: la justa marcha de los oprimidos hacia la libertad, que es el poder. Bañar a sus líderes y portavoces, y por extensión a su público, con una imagen de debilidad heroica despierta otras ideas latentes en el imaginario popular, la de hacer historia, hacer la revolución, hacer justicia, y si se invocan las fuerzas del cielo, la de ser un vehículo de la justicia divina.
  • Reconstruirse como el sujeto de la teoría de la hegemonía significa también construir su amenaza, el carcelero. Una amenaza externa, como se sabe, permite reunir un pueblo detrás de un líder inflexible. Pero en este caso lo importante es que esa amenaza permanezca borrosa: si ese marxismo cultural estuviese bien definido se vería que realmente no existe como tal o que no tiene hegemonía. La desconcertante denominación de ‘comunista’ a un capitalista de derecha como Larreta, metido en la misma bolsa con Lali Espósito y con Myriam Bregman, sirve para embrollar todas las diferencias significativas a favor de una sola diferencia y una sola alternativa. De esta manera la infla más allá de toda medida y al mismo tiempo la des-responsabiliza de todo lo que vino antes. Por otro lado, si el enemigo es tan amplio e híbrido significa que debe estar en todos lados. En este sentido, también es importante que esa amenaza borrosa circule entre nosotros, tome las formas más amigables. El señalamiento de Lali Espósito (que tampoco parece ser muy marxista) realiza este efecto, la imagen del demonio engañador que se parece a “nosotros” pero en realidad no es como nosotros. La presencia del mal en aquello que admiramos, que confiamos, que nos divierte, nos relaja, genera ese particular estado paranoico que la propaganda sabe usar muy bien.
  • La lógica del enemigo interno supone una guerra interna, y la guerra justifica la violencia. Como los gobiernos de ultraderecha dejan pésimos índices sociales y no suelen repetir mandatos, es en la violencia donde encuentran la vía más rápida de transformación, porque en poco tiempo es posible destruir suficientes condiciones materiales y de seguridad mínimas bajo las cuales otra alternativa puede crecer. No hay nada de disputa “cultural” aquí, sino más bien una agresión física y psicológica contra una cultura.

La guerra interna, además, no solo habilita la violencia desde los aparatos estatales sino entre los propios civiles, interpretada como justicia por mano propia. Esto se confirma en los rebrotes de racismo, misoginia y odio de clase en el discurso social, como en los atentados físicos contra políticos y militantes por parte de civiles. El ajusticiamiento popular es necesario en cuanto saben, como sabía Gramsci en su momento, que es este un momento de crisis donde la cuerda con el sistema se tensa, y que el establishment, exponiéndose como tal, carece de la legitimidad necesaria para forzar mayores coerciones.

Las burbujas epistémicas, cuyo crecimiento es el resultado de bombear la razón pública con todo tipo de relativismos, fake news, bots, trolls, etc., se endurecen cuando la autoridad política suspende toda responsabilidad argumentativa mediante la hipótesis de guerra. Cuanto más fuertes y aisladas sean estas burbujas, más abismalmente la sociedad se hallará dividida y enfrentada entre sí. Así, las agresiones del establishment gubernamental contra las expresiones y demandas de la burbuja del mal pueden reinterpretarse como salvaguardas de ese referéndum popular de la burbuja del bien.

  • Esta cultura ultraconservadora y militar, contrapuesta a esa “cultura marxista” que abarcaría todo principio de solidaridad instituido señalado como blando y dadivoso (programas sociales, sindicatos, derechos humanos, protecciones ambientales, etc., pero también derechos al reconocimiento de minorías e identidades no hegemónicas), tiene que ver con que lo que se viene es muy duro, y se necesita elevar la dureza a categoría de culto de época.


La batalla cultural funciona también como una pantalla que se baja cuando se toman medidas de tal nivel de brutalidad que es mejor que nadie les esté prestando mucha atención. La retórica le permite agitar la extenuada salud mental de la población para mantenerla estresada y extenuada vigilando movimientos en el frente de batalla. Si delante de la pantalla son los paladines de la catarsis, la purga y el castigo ejemplar, detrás de la pantalla se están asegurando el acaparamiento de una riqueza que ya no consideran apta para repartir. Pero como es inevitable que la gente sienta ese despojo, es necesario traducirlo a la moral militar de la privación, la austeridad y el esfuerzo.

La liberación del mercado y la detonación de los principios de solidaridad a favor de los grandes acumuladores producirá estallidos que solo pueden sofocarse con el uso de las fuerzas de seguridad. La movilización de aparatos represivos con la excusa de proteger a los soldados culturales sirve no solo para escenificar una alerta constante en el frente, sino para mantener alta la moral pese a los abusos internos y también para prevenir a cualquier ‘soldado desengañado’ sobre el serio peligro de organizarse en otra dirección.


Es claro que estos efectos no son del tipo que predisponen el terreno social para formar nuevas hegemonías, sino apenas para proteger la vieja hegemonía ante una potencial crisis, derivada del ingreso en un nuevo ciclo de recrudecimiento en las tasas de explotación y expoliación social. Tampoco parece haber nada de espontáneo en ese “orden moral espontáneo” (la ética de mercado) que algunos liberales querían ayudar a restituir con shocks momentáneos de autoritarismo, sino un movimiento reaccionario que requiere metodologías violentas y planificadas de silenciamiento.



Si realmente hay una disputa de hegemonía no es con el marxismo, sino interna, entre facciones capitalistas. Nuestro péndulo hegemónico es uno que oscila entre el centro y la extrema derecha, describiendo el gran arco del “capitalismo cultural”: los ideales de dignidad y progreso significados por los imaginarios del individualismo emprendedor, el rendimiento y el endeudamiento, el consumo, la acumulación privada y la meritocracia sin igualdad, y por toda la arquitectura conceptual de los distintos consensos políticos internacionales: el de Washington en los 90, el de las Commodities en los 2000, el de la Descarbonización en los 2020, por mencionar los más recientes.

La diferencia es más Estado o menos Estado, pero siempre al servicio del capital y de estos imaginarios. Si el capital se muestra abierto a acomodar reclamos plebeyos es porque cree estratégico hacerlo, y porque estos no afectan el núcleo de la ganancia privada.

Justamente, para Gramsci la función de la hegemonía es asegurar el consentimiento y evitar el uso de la fuerza. Pero como el diagnóstico interno de las elites es que ya no son tiempos de andar repartiendo y se avecinan fuertes pujas distributivas, han tomado el desafío de incrementar tanto el consentimiento como el uso de la fuerza. Esta improbable combinación debe apelar una vez más al viejo ardid del amo de disfrazarse de siervo, el carcelero de víctima, el centro de periferia.

Quieren confundirnos y agotar nuestra imaginación social. Por suerte, y ya que la trajeron a colación, una teoría como la auténtica teoría de la hegemonía nos muestra que toda construcción dominante, por más férrea que parezca, es en el fondo inestable, sobre todo si los que realmente deciden son unos pocos. Y por eso no existe y nunca existirá tal cosa como una verdad final, un fin de la historia, ni una imposibilidad de cambiar las cosas.


* Martín Prieto. Profesor y Doctor en Filosofía. Investiga sobre pensamiento y problemáticas socioambientales, cruces entre corrientes de pensamiento epistemológico y político en la práctica social, y movimientos de autonomía en Latinoamérica. Es docente de Epistemología y de Pensamiento ambiental, y miembro del grupo de investigación en Conflictos Socioambientales, Conocimientos y Políticas en el Mapa Extractivista Argentino, en UNSAM – Universidad Nacional de San Martín – Argentina.


Portada: Kazimir Severinovich Malevich -Tres Figuras Femeninas – 1928

Las siguientes obras de Malevich aquí incluidas: Dos Figuras Masculinas – 1928 / Deportistas – 1931 / Vestuario para la ópera Victoria sobre el sol – 1913


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REGISTRO ISSN 2953-3945

Un comentario

  1. a veces me pregunto si la ETICA tiene la obligación de ser INELUDIBLEMENTE TRANSVERSAL… y me respondo como diría socarrona y filosóficamente un viejo tío mío: «si, pero no».
    Porque toda MENTIRA VELADA(desfachatada) es dolorosa, pero mucho mas aún la que viene desde los medios de comunicación (tradicionales) y de los referentes de autoridad tan grotescos que nos provocan estupor, y, es esa singularidad psicológica y social la que aún nos tiene bastante paralizados.

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