Escribe Martín Prieto, Profesor y Doctor en Filosofía
Escribo esto en la resaca de una gira alucinada. Comenzó como un espectáculo: un bombardeo audiovisual que mostraba una distopía neoliberal profetizada por actores improvisados y grotescos. Los eventos se precipitaban. En poco tiempo un Milei ya probable tachaba con tranquila furia despectiva casi toda la estructura del estado no involucrada en la generación inmediata de dinero. Cerró con un viento helado que transfiguró el espectáculo en realidad.
Comienza otro acto, con el espectador en el centro del escenario, con el mareo propio de reconocer que las convenciones de lectura fueron destrozadas por los actores en medio de la representación. Ahora es la víspera solitaria y oscura de encuentros que ya se definen entre trabajadores, defensores y destinatarios de lo público. En el próximo acto iremos de aquí para allá, buscando organizar respuestas contundentes, resistir para no caer en el abismo, sentir el calor de la solidaridad y la fricción de la esperanza. Querremos escribir otro final para la historia.
Por supuesto este drama obedeció siempre al concierto de procesos y fuerzas reales, y si en algún punto se vivió como una ficción es que hubo excesiva confianza en la santidad de ciertas convenciones, y por lo tanto alguna disociación propia. Escribir otro final nos exige el esfuerzo de pensar sobre cómo pensamos, única manera de corregir nuestros lentes de realismo, cambiar los cisnes negros en blancos, y actuar.
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La guerra como resultado de la trinchera
Retomo un hilo del sociólogo Daniel Feierstein, que encadenaba razonamientos sobre el meteoro Milei en la época de su primera estela. El hilo abría así: ¿Por qué el discurso de la nueva derecha logra tanta escucha? Más allá de sorprendernos o indignarnos, cabe intentar una reflexión sociológica que permita entender qué otros actores (entre ellos, nosotros) facilitan la situación. Me parece una forma útil y responsable de marcarnos la consigna. Especialmente porque pone al pensamiento y a quién lo piensa a moverse en simultáneo: nos saca del lugar de espectador bien afirmado, previene ese cansancio propio del iluminado frente a una multitud que no responde a lo que considera autoevidente, y nos conecta a la corriente de realimentación social en la que diariamente se disputan los límites entre lo real y lo posible.
El movimiento es central porque cuando los pronunciamientos se vuelven cada vez más contradictorios y abismados surge el instinto de recluirse en la trinchera y vigilarla de infiltrados, y esto trae grandes riesgos. No solo porque la única defensa posible de la trinchera público/democrática es ampliarla, sino porque luego de décadas de fuerte empobrecimiento, el imaginario político se muestra especialmente vulnerable a un giro cualitativo: lograr la homogeneidad entre el programa del liberalismo económico y el horizonte mismo de la lucha popular. Ese ideal duramente conseguido de un campo de bienes públicos idealmente justos y abiertos, donde la disputa concreta es acerca de quiénes y cuántos ingresan en él, está cediendo a un razonamiento agitado desde las élites que dice que sostener ese campo, del que hoy goza (eufóricamente, a veces) una creciente minoría, implica necesariamente la ruina de la mayoría.
Quiero puntualizar entonces estos riesgos.
El primero viene de esa línea recta que se formó en los últimos días, que divide dos sociedades: la de los buenos/malos, conscientes/odiadores de clase, alfabetizados/analfabetos políticos. Reducir el proceso a una foto, y la foto a su expresión geométrica, es pensar con caricaturas. Si existe una división tal está moldeada por la lógica del voto de baja frecuencia, elemento de un sistema político que achica la participación directa, bloquea caminos diagonales o alternativos, y crea embudos que comprimen una gran diversidad de necesidades, experiencias y creencias pesadas en balanzas personales muy distintas. Concederle a este sistema de representación ser “espejo del alma” sería reforzar la dinámica que la estruja, lo que vale para ambos lados de la línea.
El segundo viene de exponer la defensa del pluralismo que está en la base de las luchas pro-democráticas como una mera formalidad. No por una cuestión de salvar las formas cuando lo que importa es el contenido, sino por mantener la viabilidad democrática de ese contenido, que es el proyecto de una vida más igualitaria y plural. Atrincherarse es una forma de combatir la motosierra con motosierra, aquello que la ultraderecha detenta justamente como capital simbólico. Dispuesta a deshacerse de todos sus disfraces democráticos, la avanzada liberal quiere comprimir toda pluralidad humana y no-humana a una suma de mercancías o agentes mercantiles individuales en competencia (genialmente expresado en la imagen de la víbora junto a la leyenda “no pases sobre mí” de la bandera libertaria). Recordemos que el individualismo radical de la ultraderecha nunca es literal, es un modelo de integración de la pluralidad social: el de la mínima diversidad necesaria para hacer funcionar un mercado desigual.
El tercero de los riesgos tiene que ver con entregar lo político -ese vínculo donde nos explicitamos mutuamente las necesidades de libertad e igualdad-, a quienes quieren barrerlo debajo de la alfombra. Nadie es un pluralista perfecto, ni es necesario (ni siquiera deseable) que lo seamos para construir un mundo más justo que este.
Podemos aplicar esa geometría sin escrúpulos a un subconjunto como este: los grandes acumuladores, que se sirven del trabajo social y la infraestructura pública para acumular al tiempo que la denostan públicamente; sus herederos, que se dan el lujo del relativismo; sus agitadores, que toleran el folklore pero odian el color, el olor y la mente de las multitudes; sus lobistas, que trabajan en las sombras contra toda transferencia de poder real de los pocos a los muchos.
Pero sí tenemos que ser buenos pluralistas, en la euforia y en la derrota. De lo contrario, la derrota electoral nos fuerza o a abandonar la idea de “pueblo” que siempre se usó para justificarse políticamente en la euforia, o a entregarla estratégicamente al hechizo fascista para no asumir responsabilidades de fondo en esa derrota. No podemos eludir el hecho de que se expresó “un” pueblo (al menos según todas las legalidades de la teoría política populista de Laclau). Milei es tanto el emergente de una efervescencia “desde abajo” y externa al establishment, como ese “pueblo” es el emergente de una equivalencia entre demandas e insatisfacciones distintas que él mismo supo tejer y explotar positivamente. Usando, sí, los hilos de una subjetividad hiperventilada por la ética capitalista mundial, pero son los mismos hilos que todos los partidos gobernantes en Argentina vienen tensando para construir “su” pueblo y exhibirle su capacidad de generar “crecimiento” económico y acceso al consumo.
Lo evidente es que ese pueblo fue siempre un hecho menos monolítico y estático, y más complejo y fluctuante. El último peligro de creer que estamos hechos de sustancias demasiado distintas es que nos hunde en un solipsismo con escasas ventajas comunicativas, cuando en lo comunicacional la ultraderecha tiene la sartén por el mango. Para Nosotros y Nosotras (con “n” mayúscula), los que hoy somos oposición política visceral, no estamos dispuestos a caer en el neuromarketing pero buscamos organizarnos para convencer con gestos y argumentos a un público más amplio y en proceso (ese nosotros con “n” minúscula), la cuestión es cómo un grupo de representantes políticos que nos repugnan y significan la destrucción del esquema mínimo donde lo que creemos bueno y verdadero tiene una posibilidad de florecer, llega a ser atractivo y viable para un amplio grupo de gente que depende tanto de nosotros como nosotros de ella para crear lo bueno y verdadero.
En un contexto de grandes asimetrías, repetir los mismos mantras sin ser capaz de comprender qué parte de responsabilidad o causalidad tenemos quienes detentamos privilegios institucionales sobre aquellos que no tuvieron ese privilegio, ni las condiciones materiales o culturales de origen para pelear meritocráticamente por él o identificarse con nuestros símbolos, más que hipnotizar a ese sujeto político tiende a reducirlo a un bloque enemigo, lo cual nos engrandece como enemigos a sus ojos.
Lo que quiero decir, tal vez insistiendo sobre obviedades, es que pensar no es pasar una película en la mente sino una conducta social. Frente a la rigidez del relativismo y el positivismo radical de la nueva derecha, estilos de pensamiento muy cercanos a la psicopatía y la adicción al statu quo, la relatividad que necesitamos imponernos a Nosotros mismos no iguala todo ni se debe oponer a las formas de objetividad que ayudan a visibilizar esas injusticias. Tampoco significa consentir programas ni poner la otra mejilla. Significa combinar una práctica con una moral de pensamiento cuya premisa sea que la voz y el sufrimiento de quienes eligieron diferente importa y conserva alguna parte de realidad, y que nuestras formas propias de encarar la realidad permanecerán, no idénticas, pero conectadas a las suyas. Allí donde haya condiciones y aliento para interpelar suavemente necesitamos defender los valores conquistados desde un pensamiento que se mueve, porque lo anima esa búsqueda inclaudicable de tender mejor una mano. Ese Nosotros pro-democrático, también dividido por brechas insalvables que van del capitalismo distributivo al anticapitalismo y del voto en blanco al voto crítico, quizá no esté unido más que por esto, que es bastante.
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“Es la epistemología, estúpido”
Parte de la demolición estructural anunciada por Milei incluye ese baluarte común a los progresismos y la derecha tradicional que es el CONICET y la universidad pública, y yo, igual que Feierstein y otros que menciono más adelante, soy trabajador de ambas, de la parte especialmente perdedora: las ciencias sociales y humanidades. En estos días circularon posturas más ecuánimes del candidato a dirigir el CONICET o lo que quede de él, Daniel Salamone, tal vez algo refrenadas por el tono entre cómplice y admonitorio de los medios hegemónicos, pero que conservan lo esencial del diagnóstico y del desprecio implícito a toda investigación no orientada al mercado o la corrección tecnológica de problemas sociales. De un solo golpe economicista y positivista entra en la misma bolsa de basura todo el análisis crítico y el cultural, incluyendo obviamente todas aquellas investigaciones que indagan en los mecanismos destructivos del economicismo y el positivismo radical.
No traigo el tema para hacer una defensa corporativa de mi sector.
CONICET es uno de los orgullosos consensos que vemos con ansiedad resquebrajarse, y por eso es útil para retomar la consigna y pensarlo como causa y síntoma. Si la ofensiva sobre la investigación pública se muestra también orgullosa es porque viene acompañada de un creciente consentimiento (o en su defecto de una indiferencia activa) de una parte de los trabajadores, que ha llegado a convencerse de que las trabas para salir adelante con su trabajo honrado están relacionadas indirectamente al ejercicio del nuestro. Trabajadores contra trabajadores: hegemonía pura y dura. No podemos avivar ese fuego pero tampoco podemos ceder a esa operación de desviación. De este lado de la militancia tenemos que preguntarnos entonces ¿Cómo hace la nueva derecha lo que hace? ¿Qué pendientes usa para deslizar esos argumentos? ¿Le venimos inclinando esa pendiente -que podría ir para otro lado- para su lado?
Hay buenos análisis políticos y sociológicos que ayudan a entender cómo la semilla de la nueva derecha aprovecha los vientos coyunturales para crecer en una tierra especialmente fértil, que venimos abonando con constancia pareja (además del ya citado, especialmente buenos me parecen estos de Ezequiel Adamovsky, Pablo Semán y Martín Rodríguez).
Siguiendo en esta línea quiero sumar algunos razonamientos sobre un punto que tiende a quedar vacante.
Primero, que la apretada trama racional y sentimental que se fue tejiendo entre los imaginarios de fondo y un líder carismático tuvo al principio una aguja, que es la epistemología. Más allá de si el tejedor tuvo el pulso de un joyero o de un carnicero, usó una herramienta precisa de trabajo. Segundo, que a diferencia de los hechos políticos, no hay en la mentalidad general ni en el pensamiento crítico y militante capacidades instaladas para advertir y disputar las pendientes que se forman en los entretelones de la epistemología social.
Lo esotérico de la palabra ya es un indicador. Porque por supuesto no me quiero referir exclusivamente a los sistemas especializados que se forjan en el ámbito de la filosofía profesional, que poca gente conoce, sino a una epistemología que hacemos todos y todas en la connivencia desigual que va de un repartidor a una científica o una filósofa, pasando por un militante político, un financista, un director de CONICET, una presidenta, un estudiante y un docente. En lo básico, epistemología es el pensamiento normativo acerca de la validez social de los conocimientos. Ante cualquier diferencia de saber acerca del mundo compartido tenemos que evaluar quién debe ser creído y por qué. Para eso tenemos que echar mano de criterios acerca de cómo significar, jerarquizar y apropiarnos colectivamente de esos saberes, criterios que implícitamente nos hablan sobre lo que es bueno y justo hacer. Así el pensamiento epistemológico circula permanentemente entre nosotros, no solo porque nuestras relaciones e identidades sociales se ven en todo momento afectadas por nuestras ideas acerca de la realidad, sino porque las relaciones sociales mismas son expresiones de las ideas acerca de las ideas sobre la realidad. De la misma manera que cuando alguien se declara apolítico ya ejerce una posición política, la epistemología nos obliga a estar tomando siempre posición por acción u omisión: ¿qué individuos tienen el derecho de reclamar para su saber máxima autoridad sobre la realidad de la que todos participamos? ¿Cuándo resulta aceptable la concentración del poder que da el conocimiento en las manos de una minoría, y cómo ponerle límites? ¿Cómo debe dirigirse socialmente la producción de conocimiento para contribuir al bien común? ¿Está justificado que “la” ciencia ejerza el monopolio de esa autoridad? ¿Cuál es la jerarquía interna en las ciencias, y qué tipos de bienes nos ofrece cada una?
Quienes queremos discutir las posiciones extremas de Milei y Salamone (o su equivalente funcional, cuando escribo esto no está confirmado en el cargo) sobre el sistema científico, incurrimos en una simplificación distorsiva cuando señalamos que significan un ataque frontal e irracional a ese bien universal que llamamos “la ciencia”, cuando en realidad a los ojos de un público amplio las representan en todo momento. No hay que olvidar que en el juego político de promesas y expectativas, el Milei que ganó la pulseada del realismo (el derecho de usar el poder público sobre la realidad) fue decodificado socialmente según una identidad en la grilla de identidades: la del conocedor, específicamente uno científico.
Pero como decía, ningún discurso científico logra influencia pública a menos que venga con respuestas a aquellos interrogantes, y estos, como resulta evidente, son acerca de la ciencia y no de ciencia. Lo que está en discusión más bien son distintas posiciones epistemológicas acerca del lugar y la orientación justa del conocimiento en la sociedad, y por extensión, acerca de cómo gobernar con justicia esa sociedad de acuerdo a cómo la conocemos. En este sentido la avanzada de Milei contra el sistema científico público, y su avanzada dentro de la legitimidad política general, tienen una misma raíz. Para dar esa discusión, lo que tenemos que entender es cómo un científico individual, de una variedad epistemológica que llamaríamos cientificista, de una rama economicista limitada al cálculo matemático de rentabilidad en el mercado, llegó a posicionarse como la opción excluyente para hablar en nombre del bien común, salteándose el discurso político habitual y al mismo tiempo traccionándolo a su favor. Este giro se apoya en muchos elementos conocidos, así que lo que tenemos que mirar es cómo se genera esta idea nueva sobre viejas formas de pensar.
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Un lugar para relatos
Podemos empezar contando una historia acerca de cómo se nos viene contando la historia. Vamos a dar un rodeo, pero la idea es volver al punto de partida con otro panorama encima.
Hace tiempo, muy pacientemente y con cierto éxito, la derecha liberal tradicional viene cultivando un razonamiento en el imaginario social respecto de cierta diferencia entre la izquierda y la derecha. Este dice que la izquierda puede ser moralmente superior pero la derecha es superior en conocimiento. Esa virtud de los primeros se traduce en un sentir agitado ante todo sufrimiento ajeno que los lleva a querer politizar y colectivizar todo, atropelladamente. No es que los segundos no sean empáticos, pero su virtud funciona en contextos favorables a la previsión fría y esto los lleva a mantenerse en un individualismo reservado y exitoso.
El razonamiento, aparentemente parejo y cortés, quiere expresar un balance no saldado en el seno de la sociedad. De la historia contada aprendemos sobre el respeto de la derecha al pluralismo político, y su estima a la capacidad de la democracia de amplificar otras voces con lo que conservan de importante. Solo que este es un guion de la derecha. Porque la sugerencia, no dicha pero sí intercalada, es que en tanto ella goza de un panorama más claro y distinto de la realidad, a la hora de los votos y sobre todo en tiempos difíciles (o sea siempre) la superioridad moral queda como un ornamento, un sombrero que alguien se pone para verse más atractivo a los ojos de la multitudes o a sí mismo en el espejo. Sexies, como calificó Salamone a muchas investigaciones en Ciencias sociales y Humanidades. Pero si hablamos racionalmente, lo sensato es delegar el poder a aquellos capaces de mirar la realidad cara a cara y administrar con mano firme procesos de acción y reacción.
Esta historia no funcionaría si no se contara de una manera con la que “personas como nosotros” nos podemos sensibilizar, y para eso hay que mirar los elementos y estructuras narrativas usados.
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Dos modelos: padre severo y padre progre
Uno es el modelo del “padre severo”, viejo como la humanidad. Conocemos al padre severo: es seco y distante, desprecia la demagogia, nunca sobreprotege y más de una vez nos zamarreó con violencia. No lo vimos desgarrarse las vestiduras por una vida que es dura, donde nadie te regalará nada. Lo vimos trabajar incansablemente, ordenada y honradamente, y mejorar. Con el tiempo entendimos que nos estaba enseñando, predicaba con el ejemplo. Su tarea abnegada fue permitirnos solo la dosis exactas de sensibilidad en las que podemos ser eficaces. La moraleja nos dice que solo el padre severo, aquel que nos quitó tantas libertades y alegrías, nos puede enseñar a ser autónomos y prósperos, porque nos enseñó a ser realistas. En esta historia somos los niños, cuando es extrapolada a la política somos los gobernados, y a lo social, los pobres y asalariados. No importa si el padre, a su vez, heredó de su padre: todo niño debe soñar menos, quejarse menos, sufrir rigores si quiere tener la posibilidad de progresar como el primer acumulador y su dinastía de buenos administradores. (La metáfora funciona mejor si creemos, como los neoliberales, que la sociedad es la suma aritmética de los individuos o las familias).
El segundo modelo es mucho más nuevo en términos históricos, pero no menos íntimo. También enseña sobre el orden y el progreso, pero con la diferencia de que ahora somos los “infantes terribles” de una familia más progre. El padre ya no tiene las prerrogativas del déspota sino que debe apelar a métodos que tengan el consentimiento de unos hijos ahora en edad de decidir. Los padres de antaño podían tener buen corazón, pero se equivocaban cuando pensaban que su verdad era la verdad absoluta. En realidad es una proyección de valores subjetivos, que los hijos no necesariamente deben compartir. Toda autoridad personalista es autoritaria. Era más fácil contar la historia de la otra manera, ¿por qué este cambio en la narrativa? Demasiadas historias del padre severo contadas por unos pocos patrones a demasiados desposeídos, los desposeídos lucharon. Ahora los patrones se preguntan, ¿cómo los pocos que tenemos mucho podemos transmitir las mismas lecciones sobre paciencia y realismo a los muchos que tienen poco?
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La salvación por el método
La historia no se podría haber seguido contando sin un nuevo protagonista, que también conocemos bien, el “Método científico”. Su historia particular comienza con un dilema profundo, auténtico. Este dice que si bien debemos consentir más y castigar menos, sencillamente no es posible consentir a demasiados infantes terribles. Exigimos que bajo el mismo techo coexistan diferentes ideales de lo bueno, diferentes métodos individuales de vida, que haya más empatía y tolerancia. Pero el problema es que si todos trabajan ciegamente para el lado de sus sesgos personales, la casa común se derrumba y los negocios se arruinan. Cuando esta historia es extrapolada, la casa es la política liberal-democrática, el negocio es la producción orientada al comercio, y el peligro constante es el exceso de subjetividad que carcome cada cimiento en el momento en que se quiere levantar. Los habitantes de la casa razonan entonces que la autoridad y el realismo no pueden venir de otra inteligencia sesgada, sino de su inverso, una inteligencia imparcial, objetiva. ¿Dios? Demasiado personalista, y además demasiados padres han dicho que solo ellos pueden hablar en su nombre.
En pocos siglos occidente construyó sus soluciones principales al dilema, bien conocidas: la burocracia para la administración pública, y el mercado para la economía. Pero la administración y el comercio trabajan en ámbitos muy cercanos a lo personal y lo político, y su acción debería estar sometida a una vigilancia y purificación constante por otra inteligencia más externa y pura. Todas estas historias y metáforas civilizatorias no pueden terminar en otra metáfora, sino en algo a lo que damos valor literal. Uno de estas creencias es que entre todas las prácticas intersubjetivas, la científica es la única capaz de prohibir la pendiente natural hacia el punto de vista totalmente personal y producir un hecho fundamentalmente técnico, políticamente neutro (el punto de vista desde ningún lugar, ese brillante oxímoron como diría el filósofo Thomas Nagel). Y todo esto gracias al descubrimiento de un método algorítmico para determinar la validez de cualquier conocimiento.
Es claro por qué esta creencia resulta tan necesaria y atractiva para gente como nosotros. Antes que el derecho a la infalibilidad, atributo divino, le atribuimos a los grupos científicos el mismo derecho que a nuestros gobernantes: el derecho a equivocarse. Pero solo en los primeros este derecho se ejerce desde un manejo ideal de la autoridad y el poder, porque se nos muestra transparente al control popular y no es tendencioso sobre nuestros ideales personales de vida. Por eso nos habituamos a ver en la epistemología experimental-científica un microcosmos más perfecto y racional dentro del macrocosmos más imperfecto e irracional que es la república política (liberal-democrática) a la que pertenecemos. La “República de la ciencia” es el ámbito donde las ideas se expresan libremente pero son sometidas a examen crítico por parte de los pares; donde esa competencia se resuelve bajo información pública y según criterios de opinión aceptados por la comunidad, que excluyen de la consideración los atributos sociales individuales de quienes opinan (raza, clase, género, nacionalidad) tanto como sus posturas ideológicas personales; y donde el resultado habitual de dicho intercambio es el célebre consenso científico, que aunque no participemos de él aceptamos consentir como propio. Esta imagen nos impulsa casi automáticamente a aceptar otra, que ese microcosmos funcionará mejor cuanto más se proteja el trabajo científico de la influencia de la política y del mercado. De ahí el diseño institucional de la autonomía científica, representado hasta hoy por organismos como el CONICET, pero también de ahí lo que el liberalismo tradicional aprovechó para construir la legitimidad de sus soluciones: si hay gobierno representativo y burocracia será la de los cuadros técnicos, si hay mercado será aquel en que puede actuar esa “mano invisible” revelada por la economía científica.
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La condena por el método
La narrativa nos indica por qué el modelo es atractivo pero no nos dice nada sobre si es viable. Evaluar esto es fundamental para controlar las narrativas que heredamos y la legitimidad democrática de los poderes que actúan detrás de ellas. Sobre todo porque si bien el liberalismo es un modelo pluralista, no es uno esencialmente democrático. Se ha mezclado con la democracia, resultando en un sistema híbrido, pero esa asociación es circunstancial. Su propuesta esencial es un sistema de libertades individuales de empresa y de contrato sobre las cuales basar toda asociación política, comercial y epistémica. Esta base en el pensamiento mercantil la inscribe como la corriente ideológica principal dentro del desarrollo del capitalismo. Su objetivo es crear un entorno de igualdad de derecho para la competencia libre y óptima cuyo resultado sea la desigualdad de hecho, o sea la formación de aristocracias del mérito. Los críticos del liberalismo insisten en que esta representación sirve para marginar la forma en que las diferencias materiales de nacimiento condicionan toda asignación de libertad y la legitimidad del mérito, e incluso que tal igualdad de oportunidades es imposible porque todo mercado “libre” esconde lógicas de explotación, desposesión violenta y acumulación desigual.
Los liberales nos dicen que estas condiciones existen pero son producto de distorsiones que se pueden corregir aumentando la libertad individual de acción, que el problema fue la mixtura del liberalismo con otras doctrinas regresivas pero que el futuro será mejor si se hace todo según el manual. En el contexto de un capitalismo mundializado y un mundo que sabe ser el más interdependiente y desigual de la historia, no alcanza con tomar por toda prueba algunos casos individuales, el éxito arrollador de algún país o de algunas empresas. (Al pasar recordemos que no todo éxito se mide con la vara instrumental, ni toda práctica exitosa es justificable.)
Si bien el liberalismo es un complejo de posiciones que reclaman lealtades distintas, tienen todas una raíz común, e intuyo que la pendiente liberal no se mantendría tan fácilmente en nuestro pensamiento si no fuese porque suponemos que todas desembocan en un estanque quieto donde reina la paz y la verdad: la autoevidencia de este método universal. Recordemos que como el método no nos indica el camino de la buena vida sino el de la causalidad natural, la ciencia no interfiere en la política pluralista donde cada individuo conserva el derecho inalienable a elegir su estilo de vida. Estrictamente, si es universal no solo es bueno para el pluralismo o el liberalismo, es siempre bueno, indistintamente de la ideología y el sistema de gobierno. Pero su afinidad especial con la práctica liberal nos sugiere que su funcionamiento óptimo solo se alcanza en el contexto de un ecosistema liberal, y por lo tanto nos susurra al oído que solo seremos prósperos si somos buenos realistas, y seremos realistas solo si somos buenos liberales.
Ahora bien, algo de importancia crucial ha ocurrido al cabo de un siglo de rigurosa investigación epistemológica, pero que sin embargo pasó bastante al margen de la teoría política mainstream y permeó muy poco en la cultura de los movimientos sociales contra el recrudecimiento neoliberal. Y es que toda la idea de una metodología científica universal (e incluso de las variantes más matizadas y complejas que intentaban asegurar su equivalencia funcional) ha caído en el descrédito y la obsolescencia, por no decir en el ridículo.
Vale la pena examinar muy de cerca las implicaciones que tiene esto para nosotros, porque son todas de envergadura. Ante todo no significa que no haya métodos en las ciencias, ni la imagen inversa, un relativismo universal donde todo es subjetivo. Tampoco discute el evidente éxito instrumental de la ciencia experimental. Nuestras ideas sobre la ciencia conservan algo de realismo. Pero sí significa que hay muchos métodos legítimos pero irreductibles entre sí, e incluso muchas decisiones sobre lo que es verdadero que no se toman (no se podrían tomar) siguiendo un método, burocráticamente. Esto implica que los sesgos culturales y la ideología personal influyen en decisiones de conocimiento de ciertas maneras, y por lo tanto, que alrededor de cada consenso científicamente formado existirían otras imágenes acerca del mundo, igualmente legítimas y funcionales, derivadas de otras formas de construir la comunidad de pares y el sistema de gobierno donde se pone a funcionar el conocimiento.
También significa que las sociedades pluralistas producen espontáneamente un pluralismo epistemológico y por lo tanto un conflicto inherente acerca de cómo relacionar producción de conocimiento con bien común, conflicto siempre trabado con posturas éticas y políticas. Nos dice entonces que no hay una solución técnica, mucho menos universal, a los problemas de la democracia, y que la relación entre lo epistemológico y lo político debe ser un trabajo más dinámico y con mayor control directo y mutuo. Por último, nos señala que la popularizada imagen de la neutralidad científica, más que asegurar una mirada lo más imparcial posible para la decisión política, constituye formas veladas de clausura para debates fundamentales, y así viene revistiendo de legitimidad formas ilegítimas de uso del poder y el interés individual. Del mismo modo nos señala que no es necesario ni acaso deseable promover instituciones científicas universalmente autónomas de la política para producir el efecto de realismo que necesitamos, o al menos que es peligroso justificar su uso en nombre de una imparcialidad que debe ser protegida a toda costa.
Como dije, este acontecimiento nos pasó bastante por el costado. Volvamos entonces a nuestra historia de derecha donde la dejamos.
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La farsa se repite como historia
Ahora hay un giro argumental: la nueva derecha liberal-libertaria nos dice que no solo es epistémicamente superior a la derecha tradicional sino también moralmente superior a la izquierda. En esta historia somos los hijos de una generación de padres demasiado indulgentes, viciados por la abundancia heredada y la moral relajada. Los hijos se rebelan y toman el control de una hacienda decadente y endeudada, no para encaminarla sino para repartirla y empezar de nuevo. No nos debemos nada entre nosotros, ya no queremos funcionar como una familia (progre o tradicional), ahora todos seremos primeros acumuladores, primeros padres severos. Solo tenemos que acordar despedir al servicio ocioso y recrear el entorno meritocrático puro donde floreció la aristocracia virtuosa de los bisabuelos. Si muchos resisten egoístamente a este acuerdo es porque justamente son parte del séquito privilegiado, favorecidos por el nepotismo de los padres. Con este guion, bien amoldado a tiempos de economías de supervivencia y abandono social, la nueva derecha viene deglutiendo lo más atractivo de cada ideología política, reduciéndolas a la irrelevancia.
Pero sabemos que este es simplemente un relato, que puede contarse de otra manera. En un clima de crisis de representatividad, donde no se atisban soluciones de fondo en la lógica de alternancia política, se impone otro par de alternativas: u otra visión politizada (una democracia más directa y menos mercantilizada, por ejemplo), o la eliminación total de lo político por el mercado. Salida por izquierda o por ultraderecha. Si las mayorías perciben el primer camino como una cuestión de grado y remota, y al segundo cualitativo e inmediato, nos tenemos que preguntar cómo es que ese relato de ultraderecha logró reaccionar químicamente con el sentido social del realismo. Para esto la ultraderecha no echa mano de una arquitectura narrativa enteramente nueva sino que aprovecha a reducir el techo desde un piso ya instalado, y acá nuevamente nos encontramos con un factor epistemológico crucial. Repasemos esta construcción.
Primero, el piso es la idea de que en un rincón de la subjetividad individual existe una visión fría y transparente no empañada por la agitación y los humos políticos, que puede prescindir del ejercicio pluralista del diálogo y que sin embargo puede concluir sobre lo que en cada caso es socialmente bueno. Acá está funcionando esa ingeniería conceptual del liberalismo que primero separa lo político de lo científico, después une lo científico a lo mercantil, y finalmente mercantiliza lo político. La historia de cómo un saber como la economía, que tenía por su tema central la justicia y la moral, dejó de mencionarlo, debe mucho a esto.
Segundo, no es menor el hecho de cómo Milei, erigido en redentor de lo político por su omnipotencia epistemológica, habló a las multitudes en una lengua que casi nadie comprende, la de la economía matemática. Este fenómeno tiene sus raíces en un proyecto más reciente de los economistas neoliberales de esconder en los números recetas ideológicas y sociales, pero esto no explica su adhesión social. Nadie vota algo que no comprende del todo.
Acá nos encontramos con que las corrientes de epistemología social arrastran fondos de comprensión de ese ideal matemático, por ejemplo en la asociación entre un modelo de práctica intersubjetiva virtuosa y el algoritmo de la verificación científica, pero también en una sabiduría anterior, metafísica: la idea de que la realidad misma (natural y social) tiene una estructura matemática. Esa sabiduría no se instala en la cultura por algún descubrimiento fehaciente de esa esencia (no existió ni puede existir tal descubrimiento), sino más bien por un proceso histórico de reducción del progreso social a la mecánica del conocimiento, y del progreso del conocimiento a la determinación de lo calculable, manipulable y apropiable. Es decir al imaginario capitalista que llevamos calado hasta la huesos y comprendemos muy bien.
Tercero, la radicalización del individualismo mercantil y apolítico que propone la ultraderecha se apoya mutuamente en una radicalización del individualismo dentro de la epistemología social. A esta ecuación no la altera el hecho de que Milei, su portavoz, sea un científico pueril e irresponsable (algo muy difícil de evaluar por una persona común que no entiende de economía matemática), y cerrado a toda crítica de sus pares. No tuvo tampoco alto impacto el hecho de que rechace de plano el consenso sobre el cambio climático antropogénico, formado dentro de uno de los ejercicios de pluralismo científico más amplios de la historia, o que proponga desmantelar el carácter público y autónomo del CONICET para su absorción por el sector privado, donde la filtración de intereses particulares en los resultados de las investigaciones será todavía más opaca para el público. Todo esto importa menos porque incluso esa “república de la ciencia” asociada a la liberal-democracia tradicional se expone como lo que es: un microcosmos de una política que ahora no se aspira a mejorar sino a derrotar.
El camino viene preparado y lo veníamos transitando. En parte, porque el trabajo de investigación ya respondía a un modelo cuantitativo, mercantil y esotérico, el de la producción de papers, que raramente derrama al bien común y tiende a bloquear el potencial liberador de la investigación crítica. Pero también porque su concepción rectora, la de la ciencia pre-política, nos acostumbró a creer que cada individuo dispone de un camino seguro para ordenar el mundo y certificar sus conclusiones, y que la realización democrática de ese camino es circunstancial. Es necesario registrar que, como en la economía y en la política, el giro en la epistemología también es hacia la ultraderecha, donde cada individuo es un tomador de riesgo, un calculador, un conocedor autónomo de la realidad colectiva. Toda la ciencia, incluso la social y humana, será experimental y conductual porque responde a un modelo de persona liberal exitosa, una que no necesita de los demás comprensión, sino solo información.
Desde esta plataforma Milei eludió los consensos democráticos, reclamó el derecho de hacer justicia colectiva por mano propia, y fue escuchado.
¿Hacia dónde vamos?
El espíritu del Método habita entre nosotros, aunque no su práctica. Como señala la epistemóloga feminista Sandra Harding, tal vez no haya otro terreno donde el individualismo liberal florezca con tanta confianza como en la epistemología convencional.
Creemos que algo de él debe circular entre nosotros porque la ciencia experimental funciona y transforma aceleradamente la realidad, pero no nos preguntamos para quién funciona y a favor de qué transforma.
En todo caso, creemos que si algo de esto sucede indica una contaminación de lo político que hay que remediar haciendo ciencia más pura. Por eso nos encontramos disputando discursos científicos enemigos con discursos científicos amigos, resistimos la autonomía privada con el ideal de la autonomía pública, y en los momentos más recalcitrantes nos oponemos al positivismo de las elites, donde todo es científico, con un relativismo igual de elitista, donde todo es político. Ayudamos a crear estas dicotomías que moldean el embudo liberal que nos aprieta, limitando a sus premisas la discusión pública acerca del progreso o del conformismo realista. Sin quererlo tal vez, cubrimos una ideología particular con el manto divino de la universalidad.
Hoy tenemos que defender los remanentes democráticos de un sistema histórico de investigación pública.
Sabemos que el monopolio del laboratorio, el paper y la co-financiación privada implicará una reducción extrema de los lenguajes del saber, que tiene como función anular la asignación de objetividad a reclamos políticos populares (ambientalistas, feministas, de los pueblos originarios, de los trabajadores), sobre problemas que el libre mercado profundizará y no ofrecerá soluciones.
Para esto no basta con defender “la” ciencia como si fuese un bien autoevidente.
Hay que defender simultáneamente una praxis de conocimiento y un sentido del bien común donde las ciencias puedan vivir: un proyecto intensamente contrastante con el que se viene.
Esto es lo que está en juego, por eso tenemos que salir de la trinchera a contar mejores historias.
Martín Prieto, Profesor y Doctor en Filosofía.
Investiga sobre pensamiento y problemáticas socioambientales, cruces entre corrientes de pensamiento epistemológico y político en la práctica social, y movimientos de autonomía en Latinoamérica. Es docente de Epistemología y de Pensamiento ambiental, y miembro del grupo de investigación en Conflictos Socioambientales, Conocimientos y Políticas en el Mapa Extractivista Argentino, en UNSAM.
Arte: Ferdinand Hodler – 1853-1918- Suiza
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REGISTRO ISSN 2953-3945
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