Escribe Pedro Cazes Camarero, especial para www.purochamuyo.com
LENINISMO POSTFORDISTA: LA NEGACIÓN DE LA NEGACIÓN
Un siglo ya se cumple del fallecimiento del hechicero de la revolución. La antigua magia de los números redondos nos aprisiona nuevamente, y www.purochamuyo.com no puede faltar a esa cita oscura. ¿Por qué ‘oscura’?
Las imágenes en la computadora nos ofrecen una plétora de fotos con la gelatina resquebrajada. La pequeña estatura de Lenin se adelanta, fieramente, su entrecejo fruncido, su barbilla peluda desafiante. En muchas de esas fotos, hablando a los obreros de Petrogrado, arengando a los soldados bolcheviques, desafiando a la derecha en el parlamento, reunido con sus compañeros en el comité central, hay una sombra negra a su lado. Una sombra que la tenebrosa tinta china estalinista cubrió, y que responde a la figura reproducida de su camarada más brillante: León Trotski.
Si los procesos son sociales, ¿acaso la revolución en Rusia podría haber cristalizado sin Lenin? Quince años después del fallecimiento del líder soviético, Trotski reflexionaba:
“Algunos eruditos podrían afirmar que, si Lenin hubiese muerto en el extranjero a principios de 1917, la revolución de Octubre hubiese ocurrido ‘de la misma forma’. Pero no es cierto. Lenin constituía uno de los elementos vivos del proceso histórico. Encarnaba la experiencia y la perspicacia de la parte más activa del proletariado. Su aparición en el momento preciso en el terreno de la revolución era necesario a fin de movilizar a la vanguardia y de ofrecerle la posibilidad de conquistar a la clase obrera y a las masas campesinas. En los momentos cruciales de los giros históricos, la dirección política puede convertirse en un factor tan decisivo como el de un comandante en jefe en los momentos críticos de la guerra. La historia no es un proceso automático. Si no ¿para qué los dirigentes? ¿para qué los partidos? ¿para qué los programas? ¿para qué las luchas teóricas?” (León Trotsky: “Clase, partido y dirección”. México, 1940).
El centenario de la muerte de Lenin es un excelente motivo para repasar qué pensaba de las revoluciones anteriores, qué propuso y con quiénes contó para dar vida a lo que jamás había existido (y triunfado) en el mundo: una república de soviets de obreros, soldados y campesinos.
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EL PAÍS DE LOS SUEÑOS
Los comunistas siempre soñaron con un mundo culto y próspero, con justicia, libertad y felicidad. Pero eso era la evanescente materia de los sueños. En la vida real, ni siquiera en los más desarrollados países de Europa Occidental las clases burguesas habían completado las aspiraciones programáticas de la gran Revolución Francesa. Incontables millones de personas continuaban sumidos en la miseria. La brecha económica y cultural entre las clases, entre los géneros y entre las etnias seguía siendo abismal.
El propio sufragio universal recién comenzaba a practicarse, las mujeres estaban proscriptas, la gente de color sufría discriminación, las fábricas explotaban a los trabajadores en jornadas extenuantes de doce y catorce horas, mucho mayores a las ocho exigidas ya desde los años de Marx. Para no hablar de las abyectas condiciones de vida en las colonias y los países periféricos, como la propia Rusia, donde los vestigios feudales (y hasta esclavistas) campeaban.
Justo antes de la revolución de octubre, a mediados de 1917, clandestino y escondido en Finlandia, Lenin explicaba en “El Estado y la Revolución”, que una vez en ejercicio del poder, los trabajadores tendrían que hacer las veces de la burguesía. Producida la revolución en el recién estrenado “socialismo real”, convertidos de hecho en burocracia estatal, los bolcheviques no sólo tuvieron que asumir las tareas burguesas democráticas, sino que tuvieron que expandir la propia clase obrera, que era casi inexistente.
EL PENSAMIENTO DEL JOVEN LENIN
Seguramente, la secular ocasión dará lugar a que muchos intenten describir los actos y las obras escritas leninistas. Preferimos, brevemente, reproducir aquí lo que suponemos era el pensamiento “in pectore” del gran líder revolucionario. Pensamos que Lenin pensaba:
“Se cuentan sólo algunas decenas de revoluciones triunfantes en la historia humana. En el siglo XIX, solamente en Europa la clase obrera poseía suficiente poder para encabezar una rebelión contra el sistema capitalista. En una revolución, cada clase social posee sus propias motivaciones, que a menudo resultan parcialmente contradictorias respecto de las fuerzas sociales aliadas. El conglomerado resulta variopinto, y a sus integrantes, ningún objetivo le parece excesivo”.
Lenin recordaba que Marx, en una carta a Kugelmann, reflexionaba que
“el resultado es algo que nadie quiso en particular”. “Las mayorías evolucionan hacia la radicalización o hacia el pánico, mientras que sólo un núcleo duro permanece firme.”
Lenin también sabía que
“Marx atribuía estas últimas cualidades a la espina dorsal proletaria existente en las revoluciones, pobladas mayoritariamente de campesinos, clase media, estudiantes, pobres de la ciudad, tenderos e intelectuales. Organizaciones socialistas, anarquistas y comunistas nos disputamos la conducción, y surgen y se instalan líderes naturales, que van ganándose el respeto de la multitud”.
Siguiendo con el pensamiento que le atribuimos a Lenin,
“las rebeliones con motivos económicos pueden evolucionar más o menos rápidamente en dirección a la revolución política. Los enfrentamientos de las masas con el aparato del estado burgués, si el levantamiento no es sofocado de inmediato, se deslizan hacia el empleo de la violencia y el cuestionamiento del poder. Participan sindicatos, organizaciones sociales, agrupaciones políticas, delegados fabriles, campesinos, a veces grupos de policías y soldados, colectivos religiosos y hasta clubes deportivos. El ritmo político se acelera. Las consignas defensivas, económicas y democráticas son reemplazadas por las colectivistas”.
Aquí el pensamiento del líder se entusiasma:
“creamos un estado mayor revolucionario y la resistencia de las fuerzas represivas comienza a verse rebasada. La violencia suele combinar la autodefensa de masas, la lucha guerrillera, la huelga general política incluyendo el sabotaje, y las insurrecciones parciales o totales, primero desarmadas y finalmente armadas”.
La imaginación de Lenin se frena un poco:
“en ese punto, las carencias resultan críticas; la inexistencia de una conducción experimentada e influyente podría poner en peligro todo el movimiento. … aunque, por el lado de la reacción, también es posible que surjan la desorganización y las disputas internas. Tampoco es necesario que conservemos un control minucioso de todos los detalles; basta que vislumbre los rasgos fundamentales de los núcleos de poder en disputa. Además, la iniciativa de las bases puede rebalsar todas las expectativas y constituirse en un emergente sorpresivo”.
Detengámonos un poco, se dice a sí mismo Vladimir Ilich.
“Estas condiciones sólo convergen de vez en cuando, al desencadenarse guerras, crisis económicas y conflictos políticos sin salida. Tales coyunturas suelen ser fugaces: el momento madura, la multitud empuja, asaltamos audazmente los centros de poder, el enemigo vacila entre atacar o huir, su conducción se divide, los más cobardes huyen disimuladamente…Pero también puede ocurrir lo contrario: el momento madura, pero nadie lanza la orden de asalto; nuestra conducción es inexperta o desunida, las masas se hallan organizadas débilmente, el movimiento se frena, la derecha se reorganiza, la coyuntura favorable se evapora. Aun haciendo todo bien, nuestra victoria es precaria. Y después de ésta, de pie sobre las ruinas, el difícil proceso de transición recién comienza”.
Así debía razonar el joven jefe bolchevique en el exilio siberiano, presentándose a sí mismo la gran pregunta: ¿Qué hacer?
EL PARTIDO
Creemos que Lenin respondía a esa pregunta diciendo “ante todo es preciso juntarnos”. Desde los viejos tiempos de Babeuf, los revolucionarios se juntan y conspiran. Pero al líder revolucionario le quedaba muy en claro que habría que superar las formas artesanales e ingenuas de organización. Los estallidos en Rusia (en 1905, y los de febrero y octubre de 1917) ocurrieron en la época floreciente del capitalismo monopólico-imperialista, descritos ya por Hilferding y Rosa Luxemburgo.
Las relaciones de producción capitalista cobraban una modalidad de tal organización e intensidad que fueron un modelo que se expandió en todo el mundo desarrollado y en los enclaves avanzados del capitalismo periférico. Es lo que actualmente denominamos fordismo (en referencia al industrial Henry Ford, quien diseñó la moderna fábrica automotriz; también se la llama taylorismo, debido a que el ingeniero Frederick W. Taylor, en 1911, perfeccionó el modelo).
Se trataba de grandes fábricas (que garantizaban la economía de escala), con miles de trabajadores, entre los cuales se distribuía de forma piramidal un trabajo básicamente manual, dividido en partes o funciones diminutas y sencillas que cada obrero podía aprender fácilmente. La división del trabajo manual y el trabajo intelectual quedaba perfectamente delimitada. El trabajo intelectual de planificar, organizar y controlar todo este dispositivo lo realizaban ingenieros, abogados, contadores, gerentes, capataces y auditores que, en el fordismo, constituyen un estrato humano completamente distinto.
Esta recapitulación referida a la organización taylorista nos sirve para comprender que ese fue el modelo perfecto para la construcción de su colectivo antagónico, el partido leninista: también una pirámide de secretaría general, buró político, comité central y militantes de base. Es decir, aunque suene redundante, pero tan crucial: el partido revolucionario se forjó con la misma dinámica que el propio fordismo. Este modelo de conducción revolucionaria probó reiteradamente, a lo largo del pasado siglo, tanto su eficacia como sus limitaciones (de las que hablaremos más adelante).
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EL MILITANTE COMUNISTA
Esa máquina revolucionaria, el partido, debía ser poblado por un nuevo tipo de luchadores, provistos de una determinación implacable, cálidos con las masas y de helada firmeza frente a la reacción. Como en las sagradas escrituras, el demiurgo Lenin los diseñó a su imagen y semejanza: tenaces y pacientes y armados con una ironía amarga, lista para la crítica feroz. Frente a las persecuciones del zarismo y otras sanguinarias autocracias, el partido exigía disciplina. Y los luchadores eran disciplinados, muy disciplinados. Pero esas persecuciones también fueron el pretexto perfecto para que en el “centralismo democrático” la democracia dejase bastante que desear. No obstante, hay que situarse en una época en que los jefes revolucionarios eran una minoría infinitesimal en un océano de masas analfabetas, apoyados por un puñado de cuadros medios, siempre desesperadamente insuficientes.
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¿UN LENIN ELECTORAL?
¿Puede emplearse una elección para realizar actividades revolucionarias? La mayoría de los biógrafos raras veces mencionan la actividad electoral revolucionaria de Lenin, ni analizan su táctica parlamentaria y su empleo del mecanismo representativo de voto burgués. Su imagen es insurreccionalista o de ingeniero organizativo.
Llegado el año bisagra de 1905, producida y derrotada la insurrección, Vladimir Ilich debió enfrentarse a la necesidad de fijar una política para enfrentar las elecciones a la Duma (el parlamento) con poderes recortados por el Zar.
Su práctica política revolucionaria estuvo inmersa en el sistema parlamentario y las tácticas electorales desde 1905 a 1918 al menos, a través de la participación en cuatro Dumas sucesivas. Esa experiencia bolchevique fue un valioso laboratorio en el que el empleo de la arena parlamentaria permitió edificar la auto-conciencia de clase de los trabajadores y la construcción de su propio poder autónomo en tanto clase.
El líder bolchevique no exageraba la importancia de las elecciones. Afirmaba que
“la acción de las masas, por ejemplo, una gran huelga, es siempre más importante que la acción parlamentaria, y no sólo durante la revolución o en una situación revolucionaria.”
Sin embargo, el trasfondo de la opinión leninista sobre el parlamento es despectivo: “se charla acerca de la Libertad, se decreta la Libertad, pero no se toman medidas efectivas para eliminar los organismos de Poder que destruyen la Libertad”. Por ello, sostenía que puede utilizarse el mecanismo parlamentario, pero siendo simultáneamente una organización política “independiente, unánime, cohesionada”.
SE HACE LO QUE SE PUEDE
El breve gobierno de Lenin, desde noviembre de 1917 hasta enero de 1924 reflejó su concepción del futuro inmediato, definiendo al socialismo como la convergencia del poder soviético con la electrificación. Ante las dificultades iniciales generadas por la guerra civil, implantó con puño de hierro el “comunismo de guerra”, a fin de financiar el triunfo revolucionario, pero con el mismo pragmatismo, en seguida de finalizada la conflagración, implantó la “nueva política económica” (NEP), durante la que invitó a los campesinos medios y ricos (kulaks) a enriquecerse. En breve lapso, la caída del producto acaecida durante el “comunismo de guerra” se revirtió y el campo soviético expandió rápidamente la producción.
La izquierda bolchevique refunfuñó, ya que era consciente de que más temprano que tarde, los kulaks intentarían, según la frase de Trotsky, “aferrar la revolución por el cuello” (cosa que efectivamente ocurrió pocos años después). Pero aceptaron la NEP, pues era evidente que, ante todo, era indispensable darle de comer a la gente.
El pragmatismo leninista consistía por entonces en: 1) conservar el poder a toda costa; 2) desarrollar el país a como diera lugar. Esa es la única interpretación posible de “poder soviético más la electrificación”. Pero el país que se consolidaba de esa forma estaba lejos de cualquier definición razonable de “socialismo”. En 1864, en la “Crítica al Programa de Gotha”, Marx había definido éste como la etapa inicial del comunismo, durante la cual debía dominar la consigna: “de cada cual, de acuerdo a su capacidad, a cada cual de acuerdo a su trabajo”. Se abría pues un prolongado período de transición del capitalismo al socialismo, que no se agotaba con la acumulación material (electrificación) ni la consolidación del poder de los trabajadores (poder de los soviets), sino que requería la construcción de una subjetividad de la transición, la cual como veremos adquirió una forma ideológica (en el sentido de “falsa conciencia”).
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LA VIDA SIN LENIN
Con la Revolución de 1917 y la muerte de Lenin comenzó de veras el breve y apocalíptico siglo XX. La romántica “belle époque” ya había sido abolida en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. El capitalismo monopólico- imperialista señoreaba al mundo, con la solitaria excepción del imperio leninista de los Soviets. Apenas se menciona, si acaso, que el colapso financiero y económico mundial de 1929, que terminó en bochornos como el colonial pacto Roca-Runciman o que en Alemania se empapelaran los ambientes con el marco, dejó inerme al inmenso enclave soviético. Habían pasado apenas cinco años de la muerte de Lenin, pero esa crisis desparramada por las metrópolis occidentales, el mundo colonial y semi-colonial, encontró al universo de los soviets inmunizado por la economía estatal, centralizada y planificada.
En la URSS, la dictadura del Partido Comunista se reforzó hacia adentro, con la liquidación física de todo rastro de democracia, en una breve guerra civil interna y encubierta librada por José Dzhugashvili, alias Stalin, “el hombre de acero”, primero contra Trotsky y después contra la completa dirección política bolchevique.
La “dictadura del proletariado” se convirtió así en la “dictadura del Partido Comunista”, y ésta en la “dictadura del Comité central”. Poco costó deslizarse a la “dictadura del Secretario General”. Seguidamente, la Nueva Política Económica lanzada por Lenin, prolongada más allá de lo aconsejado por la prudencia, terminó generando lo que Evgueni Preobrazhenki había advertido: una clase burguesa agraria con base social en la pequeño- burguesía del campo, la cual intentó desafiar el poder soviético. Las hambrunas de la breve guerra civil que la siguió costaron más vidas que la guerra civil misma. Los kulaks quemaban las cosechas en la Rusia soviética y en la Ucrania soviética a fin de generar hambruna en las ciudades; y los obreros armados, bajando de los trenes y los camiones, expropiando los cereales escondidos por los campesinos a punta de fusil, generaban hambrunas simétricas en el campo.
¿En qué se apoyaba Stalin? En la tenaz ferocidad bolchevique, adquirida durante la época de expropiación de trenes zaristas. De lo que se trataba era simplemente de sobrevivir. Prodigiosamente, los soviets habían, efectivamente, sobrevivido la intervención imperialista por parte de una alianza conformada por docenas de países, tanto autocracias como ‘democracias’, durante los comienzos de la lucha contra los zaristas. Pero Stalin no se engañaba: ello había ocurrido por la falta de consecuencia del enemigo, encabezado por Gran Bretaña y Estados Unidos, exhausto al final de la Primera Guerra mundial. Aún entonces, los bolcheviques habían tenido que lidiar durante más de un año con una pandilla lumpen llamada Legión Checoeslovaca, asentada en Ucrania, a la que persiguieron de aquí para allá sin poderla capturar. Un ataque europeo en regla, en las condiciones de los años ’30, sería fatal para la URSS, con sus pequeñas industrias todavía debilitadas y con el campo aun recuperándose de la aventura de los kulaks.
Con Lenin y Trotski, apenas transcurrido el triunfo de la Revolución de Octubre, en 1918, los bolcheviques habían inventado una técnica para enfrentar grandes cuerpos de ejército contrarrevolucionario con un Ejército Rojo crecientemente numeroso, pero conducido por cuadros inexpertos: el comisariado político. Ante la inexperiencia del ejército del pueblo la función del comisario político era reclutar a punta de bayoneta a oficiales zaristas (a veces furiosamente contrarrevolucionarios), de generales a tenientes, y obligarlos a dirigir las batallas con una pistola en la nuca. Tales prácticas resultaron sorprendentemente eficaces y tuvieron la bendición de Lenin. Trotsky las aplicó en gran escala durante su período de comandante del Ejército Rojo. Pero evidentemente era preferible contar con altos oficiales bolcheviques y prescindir en lo posible de la pistola en la cabeza. Eso llevó a fundar una academia soviética de estudios militares y a mediados de la década del 30 los soviéticos contaban con las primeras camadas de altos oficiales comunistas.
La última herida recibida por el proyecto leninista fue, más bien, auto- infligida.
Era casi inevitable que esta nueva cúpula militar, encabezada por el Mariscal de la URSS Mijaíl Tujachevsky, entrara en colisión con el secretariado del Partido, y que la paranoia de Stalin convirtiera tales contradicciones secundarias en un desafío del poder militar al político. La liquidación física de Tujachevsy y de la alta conducción militar soviética, completamente injustificada aun en los términos autocráticos del estalinismo, fue un acto peligrosísimo. El Ejército Rojo quedó acéfalo y estuvo a punto de resultar fatal a la Unión Soviética, a comienzos de la Segunda Guerra Mundial. Tales actos barbáricos del stalinismo eran por completo ajenos a la tradición leninista, infinitamente paciente con las disidencias, en tanto no pusieran en riesgo al poder soviético. Cuando ello ocurría, sin embargo, a Lenin se le acababa instantáneamente la paciencia (y a Trotsky también). A comienzos de la guerra civil, durante la primera semana de marzo de 1921, los marineros del puerto de Kronstadt, héroes de la insurrección de Octubre y predominantemente anarquistas, se rebelaron contra el gobierno soviético a treinta kilómetros del centro de Petrogrado. Para Lenin una cosa era una protesta y otra, una rebelión armada, aunque fuese de izquierda. El poder soviético no podía ponerse en entredicho. Tras las tajantes órdenes del soviet, bajo las órdenes de Trotsky, el entonces coronel Mijaíl Tujachevsky reprimió a los insurrectos. Se produjeron, tal vez, diez mil muertos. El poder soviético quedó incólume.
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Dieciocho años después, Stalin comprobaba la contradicción entre preservar su poder contra los adversarios políticos y preservar su poder contra el enemigo militar de occidente. La consigna de Lenin seguía en pie: poder soviético más “electrificación”, esto es, más desarrollo científico-técnico-militar. El énfasis que puso el stalinismo en el desarrollo industrial durante esos años en la creación de una base industrial fue intenso y aprovechó las ventajas de la centralización. Utilizando argucias retóricas como el estajanovismo, aprovechó la potencia ideológica de las ideas comunistas para impulsar la auto-explotación de los trabajadores.
Con la lengua afuera, Stalin llegó a 1941 contando con una poderosa industria pesada semisecreta, justo a tiempo para la Operación Barbarroja, cita con Hitler que el autócrata, desconfiado hasta de sus espías, no vio venir. Aunque dirigió las operaciones con su mediocridad característica, tuvo a su lado al discípulo dilecto de Tujachesvski, Jorge Zukov. Y las fotos de su leve sonrisa en momentos álgidos, como el de Moscú bajo el aluvión fascista de 1941, capital de la que no quiso moverse aunque tenía a los nazis a medio kilómetro, no nos recuerda tanto al tirano de 1937 sino al joven comunista que asaltaba y expropiaba los trenes blindados zaristas en 1916. La sonrisa implacable de la ironía bolchevique, la sonrisa de Lenin.
¿QUÉ QUEDABA EN PIE DEL LENINISMO TRAS EL TRIUNFO SOBRE LOS NAZIS?
Resulta imprescindible recuperar el concepto de fordismo, ya mencionado. Fordismo en tanto organización industrial a gran escala, y piramidal, y su espejo antagónico, el partido leninista, piramidal.
A la salida de la segunda posguerra el centro del capital se caracterizaba por el desarrollo de las fuerzas productivas, el aumento de la composición orgánica del capital, y la liquidación de los resabios pre-capitalistas en todo el mundo. Fue el despliegue soberbio de la potencia del complejo militar-industrial capitalista el que se dio al mismo ritmo del hundimiento del socialismo soviético, que en la crisis del ’30 había salido airoso y potente.
En el capitalismo clásico (libre concurrencia) y en el imperialista- monopólico, la producción se realiza aplicando la fuerza de trabajo a los medios de producción. El paulatino reemplazo de la fuerza de trabajo por otro modelo de organización irrumpió, modificando irreversiblemente la estructura laboral fordista. Este nuevo modelo, que se gestó en décadas, aplicó crecientemente la automatización, la robótica, y más recientemente la digitalización y otras técnicas sofisticadas como la genómica, la biotecnología y la nanotecnología. En este posfordismo, con el empleo generalizado de las máquinas, aquella división del trabajo entre manual e intelectual se disuelve: el trabajador es multifacético, organizador, de elevada competencia técnica y hasta científica. Es el General Intellect que avizoró Marx.
El fenómeno resulta explicativo también del asombroso hundimiento del sistema de formaciones económico-sociales encabezado por la Unión Soviética y generalmente denominado “socialismo realmente existente”, pero en los cuales el modo de producción hegemónico era el capitalismo, bajo la forma de capitalismo de estado.
La distancia con una crítica leninista y la razón por la cual ciertos aspectos del pensamiento marxista se han convertido en anacrónicos e inaplicables, es que no representan una crítica global del modo de producción capitalista, sino una crítica acotada a ciertas etapas de la evolución del mismo, que deberían superarse sin salir forzosamente del sistema capitalista.
Tratar de revolucionar el sistema capitalista a través del principio de planificación (socialización de los medios de producción a través de un Estado de los trabajadores), o sea a través de la planificación consciente y centralizada por el Estado, basada en la socialización de los medios de producción, debería “vencer” a la ley del valor. Sin embargo, la experiencia indicó todo lo contrario a lo esperado y la ley del valor terminó imponiéndose al principio de planificación.
Las ambiciones de los países del socialismo real se fueron así desplazando al módico objetivo de obtener una participación creciente en el mercado mundial. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos realizados y de sus éxitos iniciales, el «segundo mundo» se hundió. En un contexto de capitalismo de estado, la débil base de acumulación de capital no le permitió suficiente inversión. En un único mercado mundial, capitalista, sufrieron un creciente deterioro de los términos de intercambio y finalmente debieron capitular como economías nacionales autónomas.
La intención de construir un «hombre nuevo» socialista requería un aumento muy superior de la composición orgánica del capital que, eliminando la fuerza de trabajo y reemplazándola por el General Intellect en la interacción con la infraestructura material -eliminando el valor de los objetos producidos-, liberase la conciencia humana del lastre del “ser social” capitalista. Este programa no estaba vedado al “socialismo real”, pero requería un larguísimo lapso de acumulación en condiciones de difícil competencia internacional con el agresivo enemigo capitalista e imperialista.
Cuando la Unión Soviética se desmoronó en 1991, ese suceso fue interpretado como una victoria de la economía de mercado. Sin embargo, no fue la alternativa histórica lo que fracasó, sino solamente la modernización reparadora de la periferia, como la denomina Robert Kurtz. En una palabra, lo que fracasó con el llamado socialismo real no es otra cosa que una modalidad del capitalismo sistémico (básicamente el capitalismo de estado) que aplicó, para desarrollarse, las críticas marxianas destinadas a modernizar el capitalismo del siglo XIX.
Cualquier nuevo intento de exhumar éstas para ponerlas en práctica en la actualidad también se dirige al fracaso, debido a que el capitalismo post-fordista de los países centrales ha superado hace rato esas expectativas.
Por lo tanto, el capitalismo tardío sigue siendo capitalista, pero el socialismo “real” que instauraron las revoluciones leninistas desde la fundación liminar de la Unión Soviética, es capitalista también. Esto es, el mundo entero es capitalista, aunque con diferencias profundas entre las formaciones económico-sociales.
Esta afirmación de que el “segundo mundo” del socialismo real era tan capitalista como Europa, Estados Unidos o Japón, resulta anti-intuitiva, ya que tales sociedades socialistas ofrecían rasgos peculiares muy progresistas, como las condiciones de vida de las mayorías (educación, salud, vivienda, derechos de la mujer, etc.) y sobre todo la inexistencia de una clase explotadora propietaria de los medios de producción (o sea una “burguesía”). En este punto, es buena la ocasión para recordar que gracias al liderazgo firme de Lenin y de las también bolcheviques y feministas Clara Zetkin y Anastasia Kollontai, las mujeres soviéticas pudieron votar ya en 1919, mucho antes que las británicas y las norteamericanas.
En los últimos 40 años, el vertiginoso crecimiento de la productividad permite prescindir de la fuerza de trabajo a más velocidad que aquella a la que los mercados pueden absorber las mercancías, aunque éstas a su vez se hayan abaratado. El mundo se viene transformando en un depósito repleto de valores de uso sin valor, que por ello mismo no pueden ya denominarse mercancías.
Por ahora, entre los militantes revolucionarios cunde cierta desorientación, porque la teoría no ha producido aún el modelo interpretativo de esta realidad en ciernes: el leninismo del siglo XXI. Además, el fenómeno se halla en sus fases iniciales. Así como ocurrió con el capitalismo monopolista de finales del siglo XIX, está lejos de su forma clásica todavía.
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LENIN EN EL POSTFORDISMO
El mundo post- feudal y fordista, un mundo de la escasez y de la ignorancia, en el que Lenin se debatía, ha desaparecido para siempre. Sin embargo, el capitalismo post- fordista que lo ha reemplazado no despliega menos crueldad. La máquina enloquecida de la modernidad está depredando el hogar común de la humanidad, hecho todavía imperceptible para los habitantes del siglo de Lenin. Al mismo tiempo que nace un mundo de riqueza inagotable y conocimientos ilimitados, la existencia duplicada del trabajo abstracto en el dinero sigue desplegando su paradoja. El mercado, sublimado como deidad en la ideología de los neo liberales o libertarios, es el escenario donde debe ejercerse la superación definitiva del trabajo. Esa liquidación radical de la barbarie capitalista puede verificarse gracias a las ilimitadas riquezas y los profundos conocimientos colectivos reunidos a lo largo de los siglos por el modo de producción más revolucionario desarrollado por la humanidad.
Una resurrección del leninismo, de la primavera revolucionaria, debe comenzar por elaborar una nueva crítica de la economía política. El proceso autorreferencial del trabajo abstracto debe interrumpirse, buscando la superación del mercado. El comunismo ya no constituye el emergente de un imaginario “punto de vista obrero”. Esta redefinición radical resulta de una necesidad imperiosa ante la crisis terminal del sistema planetario de producción de mercancías.
Nuestro “querido partido” se ha convertido en un corsé que nos aprieta por todas partes. La red constitutiva del partido leninista, centralizada, patriarcal, arborescente y vertical, exige ser reemplazada por otra inmanentemente democrática, la red distribuida de nodos autónomos, donde el Lenin redivivo sea escuchado y respetado como líder natural y no como secretario general.
La fuerza de trabajo para la producción de valor (valores de uso y valores de cambio) ya se ha transfigurado en General Intellect, y el valor de las mercancías se vacía hasta quedar reducido únicamente al valor de uso. La revolución proletaria se enfrenta a la resistencia tenaz de los Milei de turno, que insisten en arrastrar la humanidad hacia lo oscuro. Los nuevos bolcheviques postfordistas acometen nuevos desafíos, con la misma tenacidad, la misma audacia, la misma ferocidad y la misma sonrisa leninista. En lugar de dictadura del proletariado, erigiremos la democracia del común. En vez del partido, adheriremos al nuevo leninismo de la red autónoma distribuida.
Tal vez, al decir de Hegel, la negación de la muerte de Lenin a cien años de acaecida, “pone” su negación de la negación: el rechazo impávido de los sentimientos de derrota e impotencia, la emoción alegre de la implacable acción emancipadora.
Pedro Cazes Camarero – Magister en Epistemología – Investigador – Ex- director de Revista Crisis y de Estrella Roja
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